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La historia de cómo Soderman proveyó la tienda de antigüedades de las mejores piezas fue, durante años, tema de conversación en las reuniones familiares de los Faraday. Empezó haciendo un reconocimiento exhaustivo de las mejores casas de la zona de Mayfair, Knightsbridge y St. James's Park, y elaboró un listado de ancianos que vivían solos con sus sirvientes. Empezó concentrando su atención en las señoras, a las que abordaba echando mano de su encanto natural, sus modales distinguidos y sus maneras delicadas, y su triste historia de huérfano arruinado al que la vida había convertido en simple dependiente de comercio tras una vida regalada de esplendor y lujo en la lejana Estocolmo. Luego escuchaba con paciencia mineral las historias que aquellas mujeres ya no tenían a quien contarle, y descartaba de sus planes automáticamente a todas las que hablaban con pasión de sobrinos y nietos -por mucho que pasasen temporadas enteras sin verles el pelo-, para dedicarse a las que renegaban de una parentela descastada que ignoraba a la pobre tía anciana y solitaria.

Todas aquellas charlas solían acabar en una invitación a tomar el té en el domicilio de la interesada. Arvid llegaba siempre armado de cajitas de chocolatinas, bouquets de flores o tarros de mermelada de Fortnum & Masón, y aprovechaba la visita para someter la casa y su contenido a un discreto examen, durante el cual demostraba su exquisito gusto elogiando oportunamente las piezas más valiosas de todas las que componían la decoración de los salones. Aquellas mujeres a las que nadie hacía mucho caso y que estaban hartas de que los jóvenes de su familia no apreciasen en su justa medida los muebles de caoba o el servicio de té de plata se rendían ante aquel muchacho menudo y triste, tan bien educado y tan serio, capaz de fijarse en las diminutas incrustaciones de nácar de un joyero de sándalo, en las borlas de terciopelo de un cortinaje o en la pasamanería que adornaba un mantel. Cuando ya no había dudas sobre su buen gusto, Soderman fijaba su atención sobre determinados objetos, los más bonitos, los más valiosos: «Nada me gustaría más que poseer esta figura, señora Connors… Si esta fuente de bronce fuese mía, me consideraría el hombre más afortunado del mundo… ¿De verdad sus sobrinos no están enamorados de esta vajilla de Capodimonte, señora Balliol? Me sorprende usted…» Y era entonces cuando, como si acabase de recibir un soplo de inspiración divina, Soderman hacía una propuesta inverosímiclass="underline" comprar por anticipado este o aquel objeto para, una vez producido el deceso de su propietaria -«Para el cual, lady Bushmill, espero que falten muchos años»-, hacerse cargo de ella. Por supuesto, pagaría al contado. No siempre la oferta era bien recibida. Algunas la rechazaban, más o menos ofendidas, y hubo una dama que hasta echó a Arvid de su casa con la misma violenta indignación con que Jesucristo había expulsado del templo a los mercaderes que lo profanaban. Pero muchas de aquellas mujeres dieron vueltas a la extraña oportunidad que se les ofrecía para ganar algún dinero sin renunciar por ello a sus objetos más queridos.

Era, Arvid lo había advertido, una inversión a largo plazo. Pero el paso inexorable del tiempo, los fríos inviernos londinenses y hasta la mala suerte fueron llevándose de este mundo a algunas de aquellas damas que habían tenido a bien legar al señor Soderman parte de sus objetos más queridos. Sus parientes, indignados, no podían entender por qué la querida tía Jane o la dulce abuela Rose habían dejado a un desconocido un juego de té de la Compañía de las Indias, la colección de abanicos, el ajedrez de ébano y marfil, el ejército de guerreros de jade. Cuando, en presencia del abogado que daba fe de las últimas voluntades de la finada, los sobrinos, los nietos o los hijos insinuaban que había algo raro en aquel ataque de generosidad con un extraño, un imperturbable Arvid Soderman les mostraba el comprobante de la compra del objeto en cuestión: lo que estaba recibiendo no era un legado, sino el fruto de una transacción completamente legal.

La historia de que un correcto caballero sueco compraba piezas de arte y consentía que siguiesen perteneciendo a sus dueños legítimos hasta el momento del deceso de éstos corrió como la pólvora por los salones londinenses, y muy pronto Arvid Soderman no daba abasto a las invitaciones para visitar casas y husmear, con toda libertad, entre los recuerdos de un montón de ancianos que no tenían reparos en cercenar la herencia de los parientes que los ignoraban, en una oportuna venta preventiva. Tres años después de la llegada a Londres de Arvid Soderman, Faraday's Things había aumentado su catálogo de piezas en venta, y multiplicado sus clientes y sus ganancias.

– Soderman se adaptó bien a la vida en Londres. Hizo amigos enseguida. Mis abuelos temían que la pérdida de Erich pudiera convertirlo en un ser solitario, pero no fue así. Recuperó el gusto por la vida social. Iba al teatro, a cenar, a algunas fiestas… Conocía a todo el mundo y todo el mundo parecía conocerle a él. Mi padre decía que había en Soderman algo irresistible, una especie de simpatía sobrenatural que fascinaba a quien lo trataba. Así que, igual que en su etapa sueca, lo mismo que en Berlín, encontró otra vez su lugar en el mundo. Y entonces Alemania invadió Polonia, y los ingleses entraron en guerra contra Hitler. Soderman lo celebró como si las tropas de su majestad estuviesen cobrándose su propia venganza sobre el Tercer Reich. El bueno de Arvid estaba seguro de que Inglaterra iba a aplastar como a una nuez a los soldados del Führer.

Los Faraday estaban convencidos de que la guerra no iba a afectar excesivamente a su vida diaria. Henry Faraday era demasiado mayor para ser movilizado. En cuanto a su hijo veinteañero, tenía un defecto congénito en la vista que lo incapacitaba para servir en el ejército. Posiblemente, las ventas de la tienda se resentirían… pero en cambio podría ser el momento de hacer buenas compras. Arvid intensificó su actividad de captación de nuevos proveedores, y se encontró con que muchas personas estaban dispuestas a desprenderse de sus posesiones, pues pensaban que la guerra iba a durar eternamente y que el dinero en metálico valía más que todas las exquisiteces del mundo. Los más pesimistas estaban seguros de que las tropas de Hitler acabarían llegando hasta el mismo Londres, así que era preferible vender de cualquier forma las alfombras persas y las arañas de cristal antes de que acabasen adornando el salón de algún oficial de las SS. Cuando en el verano de 1940 la aviación alemana empezó a bombardear la ciudad, Arvid Soderman prácticamente tuvo que correr entre los proyectiles para poner a buen recaudo los centenares de objetos valiosos que había comprado a bajo precio en menos de dos días.

– Cuando los bombardeos se intensificaron, mi abuelo decidió dejar Londres y trasladarse a Oxford. Los Faraday procedemos de esa zona, tenían una casa en la ciudad y además mi padre estaba estudiando en Christ Church College. La tienda se cerraría durante un tiempo, y eso fue lo que debió de decidir a Soderman a acompañarles. ¿Sabe que se empeñó en trasladar parte del almacén a su nueva residencia? Él mismo condujo los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades a bordo de un camión donde viajaban un montón de cajas que contenían las piezas más valiosas de Faraday's Things.