Él lo estaba. Posiblemente, no se había librado del todo del recuerdo de Erich, pero desde hacía tiempo mantenía una relación con un profesor de Historia Moderna que era miembro del Trinity College. No vivían juntos -Austin Peters tenía sus habitaciones en el college-, pero se veían casi a diario, y el profesor solía llevar a Arvid como acompañante en las celebraciones académicas.
Douglas no tuvo mucha ocasión de tratar a Peters. Era un hombre serio y callado, aparentemente tímido, de expresión algo triste. Cuando Soderman los reunió una tarde frente a la mesa del té en el apartamento de Banbury Road, Peters estuvo muy correcto, pero trató al invitado de Arvid con esa amabilidad distante que ejercitan con maestría los buenos ingleses. Estuvo irreprochable, pero gélido. Correcto, pero en absoluto simpático. Hizo a Douglas media docena de preguntas cuya respuesta estaba claro que no le interesaba, emitió algunos comentarios corteses sobre la excelencia de Christ Church College y elogió sin pasión alguna el programa de estudios que había elegido. No se ofreció a ayudarle si necesitaba algo en su carrera, apenas tocó el té y se marchó exactamente una hora después de haber llegado. Arvid Soderman no volvió a hacerlos coincidir nunca más.
– Tardé mucho en entender que Peters estaba celoso. Sí, eso fue lo que ocurrió: aquel hombre de sesenta años veía a un joven junto a la persona a la que amaba y se sentía inseguro y vulnerable. En aquel momento hasta me hizo gracia… ahora me doy cuenta de que no hay nada divertido en el sufrimiento de otra persona. Y supongo que, aun sin quererlo, causé algún daño a Austin Peters.
Victoria hubiese querido decirle que lo entendía. Que, a lo largo de los años, las amantes, las novias, incluso la esposa de Jan, habían tenido que pagar la cuota de dolor provocada por aquella amistad que sólo para ellos dos era pura, era limpia y no tenía matices ni dobleces. La idea de que ella y Douglas Faraday pudiesen estar unidos por el destino común de la incomprensión y -sí, por qué no admitirlo- un cierto sentimiento de culpa le provocó una sensación muy rara.
«Sí, señor Faraday, tenemos en común algo más que una pérdida dolorosa. Algo más que a Jan.»
– El profesor Peters no fue el único en desconfiar de Soderman y de mí. Mi amistad con un hombre mayor y solitario que vivía en una buhardilla y recorría las colinas mercadeando con chismes antiguos dio para más de una conversación a la salida de las clases. Cuando lo supe no me afectó, ni mucho ni poco. Ahora me sorprendo al recordar la naturalidad con la que pasé por encima de todos aquellos comentarios venenosos, lo poco que me importaba ser objeto de rumores malintencionados. ¿Sabe? Creo que, a los dieciocho años, yo era un muchacho bastante interesante.
Igual que Jan, pensó Victoria. Jan, que tenía sus propias normas para todo, que hacía oídos sordos a las opiniones ajenas, que vivió siempre como quiso, que siempre tomó la decisión correcta, la más justa, aunque a veces no fuese la más sencilla… En ese momento, el recuerdo de Jan se volvió tan intenso que Victoria sintió una especie de sacudida.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, claro… Es que… hace un poco de calor aquí…
Faraday le tendió un vaso de agua, que Victoria apuró pese a no tener sed.
– ¿Mejor?
– Sí. Continúe…
– Mi amistad con Soderman duró toda la vida. Fue una especie de abuelo de repuesto, un familiar postizo… o un ángel de la guarda, según se mire. En los años de Oxford se convirtió en mi confidente, mi aliado o mi defensor, en función de lo que yo necesitara. Fue él quien me acompañó a Londres para justificar ante mi padre los dos primeros suspensos de mi vida, fruto, seguramente, del despiste del inicio de la vida universitaria. Él me enseñó a conducir y luego me regaló mi primer coche. Arvid dio el visto bueno a mi primera novia -una preciosa pelirroja de Edimburgo- y él también me aconsejó que la dejase cuando le confesé que empezaba a aburrirme con ella pero no quería romperle el corazón. Cuando acabé el segundo curso me regaló un billete de avión a Roma, y cuando conocí a Jenny fue la primera persona que se dio cuenta de que no debía dejarla escapar. Durante años, estuvo presente en todos los momentos importantes de mi vida… pero también en los más insignificantes. Eso es la amistad, supongo.
Douglas Faraday acababa de cumplir treinta años cuando Arvid Soderman enfermó. Se tomó su sentencia de muerte con una serenidad envidiable: «Soy casi octogenario y me han pasado tantas cosas que puede decirse que he tenido bastante -dijo, mientras Faraday intentaba asimilar la noticia-. El mundo no es tan grande, querido Douglas. Hay que ir haciendo sitio a los que vienen. Y aún tengo tiempo para dejar bien arregladas algunas cosas.»
– Fue entonces cuando me habló de la película. No sé si alguien supo de su existencia antes que yo. Quizá el abuelo Faraday compartió el secreto, pero ni siquiera estoy seguro. Para Arvid, aquella filmación de Greta Garbo era mucho más que una curiosidad valiosa, y es posible que quisiese evitar que alguien bienintencionado intentase convencerlo de que debía venderla.
Una tarde de otoño en que Faraday había acudido a visitar a su amigo enfermo -ya estaba casado, y vivía en Londres con su esposa-, Arvid Soderman le dijo que había algo que quería enseñarle. Ante la sorpresa de Douglas, montó un proyector de cine con la rapidez de un prestidigitador, y colocó en la bobina una cinta enorme. Apagó las luces, y en la única pared blanca de la sala -las otras prácticamente desaparecían bajo cuadros, tapices, esmaltes y relojes antiguos- se proyectó brevemente una historia inconclusa protagonizada por la inconfundible Greta Garbo.
– Nunca antes me había hablado de su amistad con Greta, ni de su extraña infancia en Estocolmo o de su trabajo como dependiente en unos grandes almacenes. Hasta entonces, Arvid había actuado como si su vida hubiese empezado en una tienda de antigüedades berlinesa y junto a Erich Kohl. La historia de cada persona tiene muchos capítulos, y Soderman se había guardado aquél para su particular canto del cisne. Me dijo que a su muerte quería legarme todas sus pertenencias. No le pregunté por Peters, aunque luego me enteré de que habían roto poco después de diagnosticarle su enfermedad. Nunca supe si fue el profesor quien le abandonó a él, o si fue Arvid el que eligió pasar solo los últimos meses de su vida. En cualquier caso, Soderman quería hacerme su heredero. El pequeño apartamento que había pertenecido a mis abuelos, cada uno de los objetos que había atesorado en los últimos años, su participación en Faraday's Things… todo sería mío cuando él muriese. No le pregunté por qué. Tal vez lo encontraba obvio: Arvid no tenía familia, así que… ¿qué mejor que poner sus posesiones en manos de un amigo? Me dijo que podía hacer con todo aquello lo que mejor me pareciera. Sólo me pedía un favor: que no vendiese la película y, un día, la legase a mi hijo. Eso fue lo que hice, Victoria. Le di a Jan la posesión más preciada del mejor amigo que tuve.
Victoria no dijo nada. Miró a Faraday y luego sonrió. Jan aseguraba que, cuando Victoria sonreía así -cosa que ocurría en ocasiones muy contadas-, era capaz de iluminar una habitación. Douglas Faraday, que no lo sabía, estaba pensando lo mismo.
– Es una historia increíble… No podía imaginar que…
– ¡Douglas!
Una mujer de edad mediana se acercó a ellos. Lucía un elegante vestido malva y una cartera de piel de cocodrilo. A Victoria le llamó la atención el extraordinario color plateado de su pelo, que llevaba cortado a la altura de las mejillas, como las flapper de los años veinte. O como Mischa…
– ¡Emma! ¿Ya son las seis? Qué rápido pasa el tiempo.
Acércate, ven… Te presento a Victoria van Halen, una amiga española…