Puestas así las cosas, sin duda la fe -mucha fe- es necesaria. Sólo gracias a ella podemos acatar sin mayores averiguaciones las contradicciones y paradojas a que nos expone la relación social con este partenaire sobrenatural. En ciertas culturas les basta con practicar los ritos y cultos tradicionales y no se meten en más complejos estudios teológicos para justificar a la divinidad: si del legendario hombre feliz se dice que no tiene camisa, puede asegurarse que las comunidades religiosamente dichosas no tienen ni necesitan teodicea. Dicho sea de paso, las comunidades tradicionales (incluidas algunas de nuestras propias latitudes) tampoco tienen en sentido propio «religión» sino que viven prácticamente entre ritos y mitos religiosos que aceptan con naturalidad, como algo dado y tan indiscutiblemente real como cualquier otra de las certidumbres cotidianas de su vida. A los rituales que acompañan el nacimiento, la muerte, el matrimonio, la cosecha o lo que sea -apoyados en sus correspondientes leyendas y jaculatorias- no se les ocurriría sin duda llamarles «su religión» (término que sólo tiene sentido cuando hay otras varias entre las que elegir), de igual modo que cualquiera de nosotros a poner la leche en el fuego para hacerla hervir o coger el paraguas los días de lluvia no le llamamos «nuestra ciencia». Es curioso el momento en que un grupo humano deja de vivir inocentemente su religión y ya se la plantea como opción sometida ajuicio, que puede ser aceptada, rechazada o sustituida por otra. A finales del siglo XIX el evangelista inglés George Borrow viajó por España tratando de distribuir al pueblo llano Biblias protestantes. La crónica de su viaje es un libro delicioso, La Biblia en España (que tradujo Manuel Azaña). Cuenta ahí que en cierta ocasión trató de vender su sagrada mercancía a un campesino andaluz; cuando éste supo a qué iglesia pertenecía, se negó a seguir escuchándole con el siguiente irrefutable argumento: «Mire, yo no creo en la religión católica, que es la verdadera, cuanto menos voy a creer en la suya, que es falsa…».
Pero en sociedades más sofisticadas, el debate acerca de la naturaleza y designios de la divinidad es uno de los temas al que con más entusiasmo se han entregado los razonadores, llámeseles filósofos o teólogos. Como hemos insinuado ya más arriba, el asunto resulta que ni pintiparado para la controversia y el virtuosismo argumentativo. En líneas generales, se dan tres actitudes básicas ante la cuestión: primera, la de quienes sencillamente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier otro modo la creencia en Dios o los dioses; segunda, la de quienes -al modo antes citado de Lutero- sostienen que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un Ser invisible radicalmente incomparable por su propia esencia a cuanto conocemos o podemos comprender, inenarrable e indecible; tercera, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo aún impregnado de mitología de un concepto supremo que efectivamente sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque carezca de los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le prestan. Cada una de estas tres rúbricas, que a su vez admiten subdivisiones y contagios mutuos, abarca siglos de debate encarnizado y ocupa bibliotecas enteras con sus planteamientos y refutaciones. No ya la enormidad de mi ignorancia sino fundamentalmente la brevedad de la vida me prohíben hasta el sueño de querer recensionarlas aquí de un modo mínimamente satisfactorio.
El primero de los tres órdenes es el de los ateos, iniciado por Jenófanes de Colofón (que señaló que los dioses de cada pueblo se parecen sospechosamente a los humanos que los veneran, hasta el punto de que si los bueyes o los leones tuvieran divinidades podríamos asegurar que ostentarían cuernos en el primero de los casos y melena en el segundo) y el gran Lucrecio, apasionado razonador poético, que estableció que en el principio es el temor -a lo desconocido, a lo azaroso, a la muerte- el que produjo la caterva de los dioses. Es interesante señalar que Lucrecio es incrédulo respecto a los dioses como causas operantes en el mundo o entidades sobrenaturales, pero no como referencias culturales a las cuales se puede invocar por licencia estética en un poema como De rerum natura, lo que hace inspiradamente. Quizá no ha habido crítico de las creencias religiosas más agudo que David Hume, que sin embargo nunca hizo profesión de ateísmo sino que siempre expresó el más irónico de los respetos por las doctrinas cuyos representantes terrenales podían perjudicarle. En su Historia natural de la religión intenta una especie de antropología pionera del tema, ofreciendo causas social y psicológicamente plausibles tanto para el paganismo como para los monoteísmos (incluido, claro está el cristianismo, aunque abunde en subterfugios piadosos a su respecto), muy lejos de las justificaciones sobrenaturales ortodoxas. Pero su obra maestra son los Diálogos sobre la religión natural, que mantuvo cautamente inéditos hasta después de su muerte. En ellos demuestra de manera contundente la inconsistencia no sólo de la postura tomista que pretende hallar la prueba de la existencia de Dios en el universo contingente que por serlo requeriría un creador «necesario», sino también la de los deístas (estilo Voltaire) que tratan de reclamarle como autor del designio inteligente de la naturaleza. Demuestra que no hay razones para creer que el universo es un reloj que precisa de un relojero, ni para fabricarlo ni para ponerlo en hora. Los «Diálogos» constituyen un éxito raro en la historia de la filosofía: una obra tan excelentemente argumentada y trabada que consigue descartar definitivamente del mapa intelectual las tesis que combate. Y logra este objetivo con tanta sutileza y tan elocuente exposición de las posturas opuestas que aún hoy encontramos comentaristas candorosos convencidos de que las creencias del propio Hume oscilan entre las del deísta Cleantes y el demoledor escepticismo de Filón…
Lo cierto es que Hume se limita a pulverizar los argumentos de los teístas pero sin ir más allá: demuestra que no son válidas las razones por las que dicen creer lo que creen, pero no aventura explicaciones sobre las razones ocultas por las que efectivamente creen tales cosas. Esta tarea es la que emprende de modo ejemplar Feuerbach, quien sostendrá en sus obras que la razón psicológica de la creencia en Dios es el conjunto insatisfecho de los deseos humanos. El hombre proyecta hacia un Ser ultramundano todo lo que sueña para sí mismo, cuanto apetece y no alcanza: la inmortalidad, el poder, la abundancia, la sabiduría, la dicha perfecta… El más allá regido por la divinidad se convierte en la compensación trascendental de todas las limitaciones que padecemos en este mundo, pero también brinda un consuelo a los que sufren y una coartada para renunciar a intentar la mejora de su situación terrenal. La promesa del cielo, donde un Dios infinito cumplirá todos nuestros anhelos finitos, se convierte en un mecanismo que nos persuade para resignarnos a nuestras limitaciones y padecimientos sin buscarles remedio radicaclass="underline" el mundo virtual del más allá y su Megahombre perfecto echan el cerrojo a las reivindicaciones de nuestro mundo real, en el cual vivimos la única vida que nos es otorgada. La revelación de esta función compensatoria hace que el ateísmo pase de ser una simple negación de las creencias religiosas a una denuncia de éstas y de su función en la vida de los individuos y las sociedades. Serán después autores como Marx, Nietzsche, Freud y una larga línea de epígonos hasta Jean-Paul Sartre quienes rebañarán y ampliarán las consecuencias políticas, psicoanalíticas y hasta ontológicas del planteamiento iniciado por Feuerbach, aunque probablemente sin añadir a éste elementos demasiado innovadores.
Para otros pensadores, de sesgo más teológico que filosófico sin duda, la justificación de las aparentes contradicciones y enigmas que presenta la perfección divina cuando se la contrasta con los desafueros de este mundo no es imposible si cambiamos nuestra perspectiva de un Dios demasiado antropomorfo y «familiar». A un célebre matador de toros andaluz del siglo pasado, después de una corrida triunfal en una plaza del norte de España, alguien quiso elogiarle diciendo: «maestro, no se le nota nada el viaje desde Sevilla, con lo lejos que está». Y el torero repuso: «Sevilla está donde tiene que estar; lo que está lejos es esto». Los teólogos a los que antes me refería opinan que Dios es como debe ser y obra de acuerdo con lo que es debido: somos nosotros, los humanos, quienes nos empeñamos en calificarlo y medirlo con el baremo de nuestros minúsculos criterios. En realidad, la única descripción que cabe del Ser Supremo es por la vía negativa o, como se dice técnicamente, apofática: es inabarcable, insondable, inefable, imprevisible… sus designios son incomprensibles para nosotros, por lo que ensalzarle como «bueno» o «justo» es someterlo al lecho de Procusto de nuestra contingencia axiológica. De ahí el error de los ateos: niegan que exista la divinidad antropomorfa de la religión popular, a la que consideran con buenas razones una insostenible ficción proyectada en lo infinito por los humanos a imagen y semejanza suya. En efecto, no hay tal Dios… porque Dios es algo mucho mayor y totalmente distinto, algo que por decirlo así «no nos puede caber en la cabeza». Simone Weil llegó a decir que propiamente Dios no existe… porque eso no es bastante para Él. Sobre esta divinidad no cabe discusión alguna, siempre rebotan las objeciones o perplejidades contra la coraza del «no es eso, ni tampoco aquello o eso otro». El incrédulo queda en falso desde el comienzo: ¡claro, cómo va a creer en lo que por definición apofática es increíble. Con este planteamiento el discurso sobre Dios permanece a la vez invalidado en cualquiera ¿e sus imaginables consecuencias prácticas pero también sólidamente blindado en lo tocante a cualquier posible objeción de verosimilitud. Sobre Dios seguimos hablando de modo antropomórfico, no parece fácil encontrar otro, aunque rescatamos todas las dificultades que se nos susciten aplicando la vía negativa: estamos hechos a su modo y semejanza pero ese modo y esa semejanza van desde la finitud hasta lo infinito y en tan larguísimo trayecto lo comprensible familiar se hace inescrutable y radicalmente distinto. Entonces ¿qué nos queda? Lo que D. H. Lawrence denominó «Fe» en uno de sus últimos poemas: