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El Papa ha pasado día y medio en Valencia, rodeado de una sobredosis de información hagiográfica en prensa, radio y televisión que algunos desafectos hemos considerado estomagante (pero sólo Alá es merecedor de la verdadera gloria y de la mayor alabanza). A todo el mundo, queramos o no, nos han tratado como a feligreses obligatorios. Sólo faltaba que el presidente del Gobierno, con ganas o sin ellas, hubiera tenido que asistir a la misa papal como representante de unos votantes españoles cuyo ochenta por ciento, por lo menos, no pisa la iglesia ni los domingos. ¡Y encima se enfadan! Seguramente Benedicto XVI habrá dicho cosa interesantísimas en sus piadosas arengas a la multitud enfervorizada, aunque los medios de comunicación no han sabido transmitirnos de ese valioso archivo más que lugares comunes propios del calendario zaragozano y su reiterada insistencia en que el matrimonio es la unión indisoluble de un hombre y una mujer (en cuanto al número de mujeres Alá tiene un criterio más amplio, bendito sea su nombre). Por lo visto de lo que se trataba, por vía negativa, era de desautorizar las uniones entre homosexuales, asunto cuya legislación corresponde a las autoridades civiles y no a los curas. Según éstos se trata de una cuestión moral y hace poco el representante de la conferencia episcopal afirmó que el Parlamento no es una autoridad moral. Claro que no, es una autoridad política: pero tampoco los obispos o el Papa son autoridades morales, sino religiosas, que no es lo mismo. De modo que al uno le corresponde decir lo que es legal, a los otros lo que es pecado y sólo Alá es verdaderamente grande.

Para enfatizar las obligaciones que tienen los gobernantes hacia el Papa se nos recuerda de vez en cuando que además de su rango espiritual es nada menos que un jefe de Estado. Y es verdad, el Vaticano tiene oficialmente categoría de Estado. ¿Vamos a tomárnoslo en serio? Si fuera así, tendríamos que destacar que se trata del único Estado teocrático europeo y que incumple abiertamente derechos humanos fundamentales, como la no discriminación por causa de religión o sexo. ¿Debería el presidente Zapatero haber reprochado al Pontífice estos usos antidemocráticos, como se le suele pedir que haga cuando trata con mandatarios de otras autocracias? Porque ya puestos a dar lecciones cívicas y éticas, no es el matrimonio de homosexuales lo peor que se ve por el mundo… De modo que será preferible a partir de ahora que cada cual permanezca en su casa y Alá en la de todos, como suele decirse.

El pellizco

Me lo contaron hace años unos amigos italianos, que estuvieron de visita en San Sebastián. Tras una jornada de playa y variedad de gratos paseos, cenaron suculentamente en un asador dé la parte vieja donostiarra. Muy satisfechos, con el dulce arrobo de la buena comida bien regada y algunas copas más como remate, salieron a la tibia hermandad de la noche, entre calles estrechas y acogedoras. Se sentían no propiamente en la gloria, sino bastante cerca de ella. Entonces, llegó la mismísima gloria. De repente, sobrecogedoramente, comenzaron a oír un coro que se les antojó celestiaclass="underline" entonaba nada menos que el «Va pensiero» de la ópera Nabucco, el clamor de los prisioneros por la libertad perdida y la nostalgia de la patria. ¡Allí, en las callejas remotas de la pequeña capital vasca! Eran voces maravillosas, arrebatadoras, mágicas, nada que ver con el berrear de los borrachos a altas horas de la madrugada. Mis amigos, más italianos entonces que nunca, se creyeron poseídos por algún embrujo digno de Ariosto. Y sintieron que todo era posible, que el infinito siempre está cerca, cercándonos…

No pretendo destripar este modesto milagro explicando brevemente sus requisitos: otra cena en un restaurante vecino, ésta de los miembros del admirable Orfeón Donostiarra, que celebraban -también con un buen yantar y bastantes copas- alguno de sus innumerables éxitos. Después, ya en la calle, varios entonaron el coro de Nabucco con que tantos aplausos habían cosechado sobre el escenario. El resto es historia, la que acabo de narrarles. Lo importante de la anécdota es que de vez en cuando lo maravilloso puede asaltarnos la vida: por azar, por arte, por una de esas coincidencias que embrujaban a Jung, a veces porque hemos bebido o fumado algo estupendo, se abren las puertas que nos separan del fondo de las cosas y conectamos. Por un instante, todo parece ser como siempre debiera ser, pleno, intenso, gravemente alegre: después se desvanece poco a poco, pero nos queda el ramalazo tonificante de lo que hemos sentido durante ese momento. Y ayuda a vivir, vaya que sí ayuda.

Los aficionados a los toros hablan del «pellizco»: es un algo más que habilidad o arte que ponen ciertos toreros en las suertes y que transmite a los espectadores el latigazo que el alma siempre espera para lanzarse al ruedo de la vida. Así lo describe Hemingway en El verano peligroso, viendo una verónica de Antonio Ordóñez: «No es la impresión que provoca el llanto… sino la que hace que el cuello y el pecho se pongan en tensión y los ojos se empañen al ver que algo que uno creía muerto y concluido vuelve a la vida en la propia presencia». Pero a quien no le gusten los toros no debe preocuparse, porque este pellizco puede conseguirse de muchas otras maneras. Salta con un verso, con una sonrisa o una caricia, al escuchar que alguien dice «no» o «sí» justo cuando y como es debido… es un regalo precioso pero multiforme y quizá no tan raro como suele creerse. Si no me equivoco, también las emociones que suelen llamarse «religiosas» con mayor propiedad pertenecen a este género: el de lo que dábamos por muerto pero no lo está y vuelve para traernos más vida.

El pellizco es la salvación momentánea, lo que nos rescata. En uno de sus majestuosos momentos inspirados dice Víctor Hugo que el tigre «lleva su piel marcada por la sombra de la jaula eterna». En esa jaula eterna estamos todos encerrados, fieras y humanos. De vez en cuando llega el pellizco, para que comprendamos por un instante que los barrotes son sólo sombras y que nuestro destino es abierto, como cuanto cubre el resplandor del sol.

Paleólogos

Reconozco que me ha extrañado un poco que personalidades que condenaron sin paliativos la «provocación» de las llamadas caricaturas de Mahoma en una revista danesa (así por ejemplo el presidente Zapatero) se hayan apresurado ahora a defender al Papa en la marejada que ha levantado su sermón de Ratisbona. Después de todo, las caricaturas iban claramente dirigidas contra quienes utilizan el Islam para justificar el terrorismo mientras que la cita del emperador Manuel II Paleólogo hecha por Benedicto XVI suena a censura general a los métodos proselitistas de esa religión (como el jerarca bizantino no es referencia habitual en los discursos del siglo XXI parece tomar a la gente por imbécil tratar de convencerla de que el Papa lo trajo a colación aún discrepando radicalmente de él). Sin duda el Pontífice tiene derecho democrático -no reconocido, por cierto, en los medios de comunicación vaticanos al resto de los publicistas- a opinar lo que le parezca oportuno en estas oscuras materias. Y las reacciones desaforadas de algunos radicales islámicos son muestra deplorable de su incapacidad de respetar no ya la libertad de expresión sino la libertad religiosa de los demás. Una lástima, sin duda. Aunque no por ello la doctrina expresada por el Santo Padre haya de convertirse en luz y guía de Occidente, como tratan de hacernos creer algunos de los talibanes católicos o asimilados que últimamente padecemos.