Me dicen que Ratzinger es una cima de la teología y aún la filosofía contemporáneas y yo, claro está, no lo pongo en duda. Pero me da la impresión de que el hombre tiene sus días mejores y peores, como todo el mundo. No sé cómo sería antes de verse iluminado por el Espíritu Santo, porque no conozco sus obras previas, pero lo que nos viene llegando de su inspiración pontifical últimamente deja bastante que desear: en Ratisbona, sin ir más lejos, estuvo tan profundo como un cenicero y tan sutil como un ladrillazo. Me refiero a los resultados, desde luego, porque su intención seguro que era buena. Insistió el Papa en ese foro universitario sobre la confluencia en el cristianismo entre la fe bíblica y la filosofía griega, de la que brota lo que hoy llamamos Europa. Para completar la imagen habría que añadir la jurisprudencia romana, pero aún así el asunto tiene muchos matices que se pasan interesadamente por alto.
Los griegos, por ejemplo, nunca aplicaron criterios de «verdad» y «falsedad» al terreno religioso: eso fue un rasgo definitorio de la razón monoteísta que introdujeron los cristianos en su batalla ideológica contra el paganismo. Como primer resultado acabaron con el tolerante pluralismo politeísta, pero siglos después sufrieron las consecuencias de esta exigencia de verdad aplicada a la teología en su propia doctrina: los científicos positivistas que niegan los dogmas religiosos en nombre de la razón son precisamente los herederos directos de los intransigentes cristianos que derribaron los altares de los olímpicos… Lo peligroso de la razón es que, una vez suelta, no puede ser constreñida a la celebración del sano «orden natural» como quisieran los piadosos. No hace prisioneros, no respeta tutelas teológicas ni de ningún otro tipo. Verbigracia, el Papa tacha de «irracional» la teoría de la evolución porque no admite la hipótesis del Creador divino, confundiendo lo racional en el sentido de «comprensible por la razón» y lo racional entendido como «dirigido por una Razón», que es la acepción que a él le interesa por prurito profesional. Benedicto XVI protesta ante la razón moderna que excluye lo divino de sus premisas, considerando que las sociedades religiosas se ven gravemente atacadas por ella y que es incapaz de abordar el diálogo entre las culturas. Llega tarde, pues ese movimiento subversivo no tiene marcha atrás. Sin embargo, siempre será más fácil a largo plazo que los humanos nos entendamos a partir de la razón que a partir de la fe porque creencias cada cual tiene la suya, pero la razón es común (por eso en cada momento hay una sola civilización dominante mientras que se contraponen diversas culturas con iguales pretensiones de validez).
Según parece el discurso de Ratzinger y su defensa de la razón como ancilla theologiae tuvo como principal objetivo marcar diferencias con la concepción musulmana de la divinidad: Alá es absolutamente trascendente y no está «domesticado» por categorías racionales. De aquí podría derivarse que esa línea cultural -representada a efectos prácticos inmediatos por Turquía- es inasimilable en el contexto de la Europa unida. Como tampoco soy experto en el Islam ignoro hasta qué punto esto es así, aunque Avicena, Averroes y el nihilista Ornar Jayán (desde luego no muy creyentes) manejaban a mi juicio los mecanismos lógicos y la capacidad razonante tan adecuadamente por lo menos como cualquier cardenal. Pero en cambio lo que conozco de primera mano, porque está respaldado por los pensadores religiosos que más me interesan (para asumir las categorías de Aristóteles o Hegel no me hace falta ninguna divinidad), es que hay una concepción de Dios dentro del cristianismo tan trascendente como pueda serlo la que más: un Dios para el que la necesidad no existe y para quien todo es posible, que no se siente atado por la coacción del «dos más dos son cuatro» o por las muy decentes convenciones morales (¡ordena a Abraham el sacrificio de su hijo Isaac!) y ni siquiera por la irreversibilidad del tiempo que hace irrevocable el pasado. Es sin duda el Dios de Lutero, el de Pascal, el de Kierkegaard y Dostoievski o el de León Chestov. Fue precisamente Chestov -un pensador extraordinario en el sentido más literal del término- quien planteó en el mismo título de su obra principal el enfrentamiento entre Atenas y Jerusalén, mucho antes de que Leo Strauss retomara el dilema en una conferencia famosa en Nueva York. De modo que recordemos que en el cristianismo, además de Roma y Bizancio, también existen Worms, París, Copenhague, Kiev, etc.
Pero naturalmente no pretendo aquí discutir de teología, Dios me libre. Lo que intento señalar es que la concepción de la razón que maneja Benedicto XVI es vieja, anticuada: como diría Bachelard, tiene la edad de los prejuicios. El Papa también es un Paleólogo, en el sentido etimológico del término. Por supuesto los islamistas que organizan algaradas o cometen desmanes en protesta por sus palabras no son en modo alguno más razonables ni cuentan con mejores argumentos en su haber. Ahora parece que el uno y los otros hacen esfuerzos por limar asperezas, lo cual es muy buena noticia para quienes creemos que los humanos están hechos para entenderse, no por razones de altruismo sino de prudencia. Pero también resulta evidente, como ha señalado Cario Augusto Viano, que «en general, en el mundo contemporáneo, las religiones se configuran como amenazas relevantes a la posibilidad de encontrar formas de convivencia entre grupos que tienen historias diversas y que pertenecen a etnias y culturas diferentes» (en «Laici in ginocchio», ed. Laterza). Como muchos de nosotros, creyentes o no, Viano se lamenta de la aceptación global del punto de vista beligerantemente religioso y de la falta de instrumentos intelectuales en la sociedad europea para combatir las pretensiones dogmáticas contrapuestas de las iglesias. Que sólo suelen coincidir, por cierto, en su compartido aborrecimiento del laicismo democrático, es decir del conjunto de medidas institucionales (sobre todo educativas) contra la imposición de medidas clericales en el ámbito de lo público y común.
Mientras llegan otras alianzas planetarias más ambiciosas, ¿no sería bueno al menos propugnar un «pacto laico», según la expresión que inventó Jean Baubérot hace más de quince años? Es decir, crear un ámbito nacional y sobre todo internacional tanto para católicos como para protestantes, para musulmanes, judíos o budistas y para ateos de toda laya, en el que se respetaran normas de convivencia comunes sin barniz religioso alguno, cimentadas en los principios fundamentales que sirven de base a las democracias de cualquier parte del mundo. Para ello, claro está, sería necesario recuperar el sentido político de nuestros valores ciudadanos de convivencia, porque como ha dicho muy bien Régis Debray «no hay ejemplo, con o sin democracia, en que una desmoralización de lo temporal no se haya traducido en una repolitización de lo espiritual».
Don Quijote y la muerte
«Pero vivir es siempre la aventura
a que nos mueve el otro, un riesgo impune
donde apostar con ganas a un destino
más favorable que la muerte…»
Jenaro TALENS, El espesor del mundo
Cada obra literaria, además de su sentido evidente, cuenta con algún otro implícito, a veces pretendido por su autor y otras inadvertido por él aunque no escape a la perspicacia del lector crítico. En ciertos casos, es dicho lector quien proyecta osadamente un nuevo significado supletorio sobre la obra, desde su propia experiencia histórica, desde sus anhelos o desde sus prejuicios. Algunos libros se prestan más que otros a esta superposición de hallazgos y parecen provocar la inventiva fabuladora o reflexiva de quienes los frecuentan a lo largo de los años. En general, sin embargo, este proceso tiene su límite y en un punto dado el consenso de los usuarios culturales da por cerrado el affaire interpretativo de la pieza literaria de que se trate. Salvo en lo tocante a las llamadas «obras clásicas». Rotular así un libro significa que ha de permanecer inagotablemente significativo y abierto a todas las posibles miradas para siempre. Podrá representar -al menos virtualmente- todo para todos y algo distinto para cada uno, como aspiró a ser San Pablo ante su difícil parroquia. En una palabra, llamar «clásico» a un libro implica que su caso nunca será cerrado y que su significado siempre permanecerá en renovada cuestión.