La crónica cervantina de Don Quijote es nuestro clásico por antonomasia y uno de los más indiscutibles de la literatura universal. Su nombre figura en todas las quinielas de excelencia o, como decimos los hípicos respecto a los caballos favoritos antes de una carrera, nunca dejamos de encontrarle en la short list. De modo que proponer una clave interpretativa de tal obra -que siempre será otra más, en la mayoría de los casos repetición más o menos travestida de algo ya dicho y sea como fuere un ladrillo añadido a la construcción inacabable de una torre de Babel sin Dios que la fulmine- parece juntamente un empeño ocioso, narcisista pero casi inevitable. A lo que más se asemeja es a esa firma seguida por nuestra nombradía y dirección postal que añadimos tras todas las que ya se han estampado y antes de las innumerables que habrán de seguirla en uno de esos libros para visitantes que se nos ofrecen a la entrada de ciertos monumentos turísticos o museos de renombre. Un gesto compulsivo e irrelevante, oscuramente satisfactorio para quien lo lleva a cabo e intrascendente para el resto del universo. Permítanme que yo lo cometa ahora, con la vacua impunidad que esta ocasión me presta.
A mi entender, el sentido nuclear de la gran novela cervantina se encierra en unas pocas palabras que Sancho Panza pronuncia afligido al final de la misma, junto al lecho en que agoniza quien ha sido durante tan largo trecho y con tan adversa fortuna señor de su albedrío: «No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben sino las de la melancolía». Tal es la cifra y el mensaje del libro todo: el momento en el que Sancho por fin ha comprendido la misión aparentemente absurda del caballero andante, revelación que le llega precisamente cuando Don Quijote la abandona y se resigna a morir. Comprende Sancho que todo el empeño quijotesco ha consistido en una prolongada batalla contra la necesidad mortal que agobia al hombre: un no dejarse morir, un resistirse a la parálisis de lo rutinario, lo realista, lo poco a poco aniquilador. Era tanta aventura quijotesca un capricho, pero un capricho indomable; pura demencia, si es que admitimos que la cordura estriba en reconocer y acatar la necesidad, pero una demencia salvadora de nuestra humanidad, de nuestra categoría de seres activo?, simbólicos y portadores -al menos ante nuestros ojos- de significado. Don Quijote es el santo patrono y el mártir de la invención humana de propósitos para la vida.
Si no somos insignificantes, si lo que nos caracteriza es la libertad y lo que nos condena es la necesidad, la verdadera locura consiste en dejar de cabalgar y echarse a morir. Que cada cual perezca por causa de algo exterior, del mal encuentro que finalmente todos hacemos antes o después según la advertencia de Spinoza, de la conspiración inoportuna de lo que no somos y de lo que se nos enfrenta: pero nunca aceptemos morir de simple renuncia a vivir como humanos, víctimas de la enfermedad del «no hay más remedio» y a manos de la letal melancolía, porque tal dimisión es la verdadera locura, la locura sin enmienda ni perdón, la locura cuya verdad no miente pero nos desmiente y aniquila. De aquí el entusiasta pean con el que don Miguel de Unamuno, que podría compartir con Elías Canetti el honroso calificativo de «enemigo de la muerte» que se arrogó este último, celebra el momento de iluminación final del escudero, el satori de Sancho Panza: «¡Oh, heroico Sancho, y cuan pocos advierten el que ganaste la cumbre de la locura cuando tu amo se despeñaba en el abismo de la sensatez, y que sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe; tu fe, Sancho; la fe de ti, que ni has muerto ni morirás! Don Quijote perdió su fe y murióse: tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú». (Vida de Don Quijote Sancho, parte II, cap. LXXIV.)
Para negarnos a la muerte, hay que elegir una empresa, una cruzada, un propósito que se quiera invulnerable y que nos haga deambular sobre la faz de la tierra -a nosotros, que nos sabemos mortales, que lo único cierto e inapelable que conocemos es nuestra mortalidad irrevocable- como si fuésemos inaccesibles a la muerte. Según Kant, el proyecto moral humano no consiste en llegar a ser felices sino en hacernos dignos de la felicidad; pero Cervantes lee la misma página entendiendo que el proyecto moral humano no estriba en convertirnos en inmortales sino en vivir como si mereciésemos la inmortalidad, como si nada en nosotros estableciese complicidad con la muerte o le rindiese vasallaje. La saludable locura quijotesca opta por la caballería andante, pero otros muchos vitales desvaríos alternativos son imaginables y no menos eficaces… mientras el letal desengaño no nos despierte de ellos. La mayoría serán éticos (o sea que consistirán en alguna formulación de eterno deber de pelear contra el mal) y todos los que lo sean, vaya lo uno por lo otro, han de resultar intrínsecamente placenteros. Lo formuló muy bien otro heredero de Don Quijote con inequívocas trazas de Sancho Panza, Gilbert Keith Chesterton, cuando escribía en una de sus novelas: «Combatir el mal es el origen de todo placer y hasta de toda diversión» (en La taberna errante). Identificar el mal y romper lanzas contra él, llámese la fiera apetito insatisfecho o hechicería, injusticia o prepotencia, carencia, aburrimiento o esclavitud: en eso consiste el verdadero contento del hedonista insumiso y creador. Y su diversión también, desde luego: ¿ha señalado alguien alguna vez que, con todos sus quebrantos y frustraciones, el loco Don Quijote siempre da la impresión al lector de divertirse prodigiosamente acometiendo sus menguadas hazañas? Por eso mismo también nos resulta divertida la gran novela a los lectores…
Queda, claro está, la identificación criminal de la melancolía por Sancho: es lo que nos mata desde dentro, sin colaboración ninguna de mano ajena, cuando enloquecemos de cordura. Creo que no hay peor lectura del Quijote que esa primero romántica y después contemporánea que lo convierte en un libro melancólico. No, no lo es: en verdad el objetivo de la historia -no el objetivo de Don Quijote ni el de Sancho Panza, sino el objetivo de Cervantes- es denunciar y combatir la melancolía. Porque la melancolía es la enfermedad mortal que nos aqueja, en el sentido literal del término: la enfermedad propia de quienes se saben mortales y, desde el realismo de la necesidad, comprenden lo inútil de todos los esfuerzos humanos. Hagamos lo que hagamos siempre será insuficiente y siempre quedará demasiado por hacer: la conspiración injusta del universo terminará siempre por abrumarnos de modo que tanta pena no vale la pena. El melancólico no es que tenga los pies sobre la tierra, como quisiera, sino que los tiene ya hundidos en la tierra, clavados en ella y apresados hasta la inmovilidad: la melancolía nos obliga a vivir con un pie en la tumba. El humorismo cervantino desafía la melancolía y propone a un personaje delirante y bravo que se enfrenta a ella, intentando enmendar el mundo, conquistar el amor perfecto, denunciar la conspiración brujeril que nos somete al peso abrumador de las cosas y practicar con elegancia la más alta forma de amistad.