La broma de la parábola estriba en que no es la crónica de un fracaso, sino de un éxito palpable y tenaz: Alonso Quijano se convierte en Don Quijote para escapar a la melancolía mortal, al demon du midi que le amenaza en su mediana edad, y lo consigue. Mientras se mantiene quijotesco, vive y hace vivir con intensidad a su alrededor, aunque fracasen sus empeños… porque lo que cuenta es el ánimo que le mueve y no los resultados, que siempre se vuelven antes o después contra nosotros. El proyecto ético no fracasa cuando no puede vencer al mal -como quieren los indigestos rentabilizadores de la virtud- dado que siempre habrá viejos y nuevos males a que enfrentarse… a Dios gracias. El verdadero, el único fracaso de la ética es no poder vencer a la pereza paralizadora… y nuestro hidalgo es cualquier cosa menos perezoso. Don Quijote no muere de quijotismo sino de renunciar finalmente a serlo y volver al alonsoquijanismo melancólico. Y de esa forma el estrafalario caballero que fue y que la nostalgia de Sancho Panza reclama se convierte en parangón del esfuerzo humano, no en su ridiculización ni en su denuncia. Cervantes no escribe su novela para burlarse de Don Quijote sino para burlarse de los que se burlan de él.
Por tanto, la sutileza de esta burla escapa tanto a quienes lúgubremente dramatizan su aciago destino de buen caballero y maldicen al mundo por ser tan rematadamente malo como a los que sólo son capaces de reírse a carcajadas de los trances grotescos en que se ve envuelto el ingenioso e ingenuo hidalgo. De esta última forma reaccionaron siempre muchos ante la novela y, aunque preferibles a los de la melancólica o indignada lectura contemporánea, estimo que se pierden buena parte de su deleite. Nada tengo contra la risa, desde luego, porque acierta en lo fundamentaclass="underline" el Quijote es una obra festiva y no un lamento fúnebre sobre la condición humana. En el primer volumen de su espléndida autobiografía, Bertrand Russell refiere cómo en su infancia escuchaba admirado las grandes risotadas de su abuelo lord John Russell, solemne ministro de la Reina Victoria, cuando en sus ratos de ocio leía la novela de Cervantes. Esa sana hilaridad honra al digno caballero, pero no a su perspicacia. La respuesta humorística que comprende mejor la condición quijotesca debería ser más tenue en su manifestación y más honda en su alcance. De igual modo, cuando en la playa un niño pequeño nos comunica que está levantando una muralla de arena para contener al mar y después comprueba desolado la ruina de su edificación, nosotros no lanzamos una carcajada ni mucho menos nos echamos a llorar: sabemos que está padeciendo la destrucción de Jerusalén pero también reinventando las avenidas radiantes de París o los fieros rascacielos de Nueva York. Ante su empeño glorioso, ante su no menos glorioso fracaso, sonreímos. Ese niño es todavía Don Quijote y nosotros somos ya Sancho Panza al final de la novela: comprendemos su desconcierto y su pasajero desánimo pero queremos con todas nuestras fuerzas que prosiga. Por eso sonreímos, para animarle y animarnos. Es una apuesta por el largo plazo y también por el valor de lo inmediato, de más hondo calado que la sencilla y bendita risotada o el pedante sollozo.
De igual modo también ha de ser sonriente nuestro mejor homenaje a la perennidad del genio de Cervantes. Porque, como señaló Nicolás Gómez Dávila, «en literatura la risa muere pronto, pero la sonrisa es inmortal».
Despedida
Heme aquí junto a tu sepultura,
Hermengarda,
para llorar carne pobre y pura
que nadie de nosotros vio pudrirse.
Otros vendrían lúcidos y enlutados,
sin embargo yo vengo borracho,
Hermengarda, yo vengo borracho.
Y si mañana encuentran la cruz
de tu tumba caída en el suelo
no fue la noche, Hermengarda,
ni fue el viento.
Fui yo.
Quise amparar mi ebriedad en tu cruz
y rodé por el suelo donde reposas
cubierta de margaritas, triste todavía.
Heme aquí junto a tu tumba,
Hermengarda,
para llorar nuestro amor de siempre.
No es la noche, Hermengarda,
ni es el viento.
Soy yo.
LEDO IVO, Vals fúnebre para Hermengarda
Fernando Savater