Los brazos que me sujetaban me dejan en el suelo. Gateo asustado hacia mi madre, convencido de que mi vida depende de que la alcance, pero está lejos y las piedras me hacen daño en las rodillas. Por fin me siento a salvo. Mi madre me coge en brazos y me mece, con el cuerpo sacudido por los sollozos. Me besa en la sien y me susurra al oído con voz quebrada por el llanto: «No te dejaré nunca. Nunca te abandonaré, hijo mío, mi pequeño chevalier».
De repente aparece un hombre y la multitud se dispersa. Viste un uniforme verde oliva que no había visto nunca. Se quita la camisa y se la echa a mi madre sobre los hombros.
– ¡Debería daros vergüenza atacar así a vuestra propia gente! -grita, pero nadie le oye. Me pone una mano en la cabeza-. Ya ha pasado todo, hijo.
Quiero responder y abro la boca, pero no sale ningún sonido. Me han quitado la voz.
Me desperté porque mi madre me estaba acariciando la cabeza y besándome en la frente.
– ¿Otra vez la pesadilla? -Asentí y enterré la cara en su cuello-. Ya nadie te puede hacer daño, cariño. Ahora estás a salvo.
Cuando estaba a punto de quedarme dormido, mi madre volvió a hablar.
– Mañana no iremos a misa, Mischa. Es hora de que nos enfrentemos al cureton.
Cureton era el término infantil para referirse al cura. Casi no podía creerlo. Olvidándome de mi pesadilla, me acurruqué junto a ella y le planté un beso en el cuello para demostrarle mi agradecimiento. Mi madre apoyó los labios en mi frente y me susurró:
– Es un hombre débil y asustado, cariño, un lobo desdentado, créeme.
A la mañana siguiente, me desperté lleno de ilusión. Coyote Magellan estaba en el hotel y todo iba a cambiar. Estaba seguro, tenía fe en el poder de las tormentas. Y supongo que mi madre también porque canturreaba mientras se vestía. Era la primera vez que la oía canturrear. Sentada ante el espejo, jugaba a ponerse el pelo de mil maneras, y luego iba distraída a un lado y a otro, como si su alma estuviera muy lejos de allí. Se maquilló y se salpicó el escote con agua de colonia. Cuando se agachó y me dio un beso en la nariz, me envolvió en una nube de aroma a limón.
– Pórtate bien, Mischa y no corras por ahí. Todavía te estás recuperando.
Yo le pasé la mano por el cabello y le dije con la mirada: «Estás guapa». Ella sonrió, me tocó la nariz con el dedo y se marchó.
Con la pelota de goma y el Citroën amarillo en el bolsillo salí al patio, donde encontré a Pistou. Por primera vez desde la partida de Joy Springtoe, me sentía feliz. Fuimos corriendo al jardín, donde había muchos lugares para esconderse: arbustos recortados, olorosas gardenias, macizos de magnolias y espesas matas de clavel moro. También eucaliptos, sauces llorones, y altos lirios de agua en tiestos de terracota. En la parte sur del château había una terraza con mesitas redondas, donde los huéspedes del hotel podían sentarse a tomar café o a leer bajo una pérgola cubierta de rosas blancas.
A Pistou no le hacía falta esconderse porque nadie lo veía, pero yo me agaché entre la hierba húmeda y me dediqué a mirar, oculto entre las sombras. Me complació ver que Coyote estaba sentado leyendo el periódico; en la silla que quedaba libre había una guitarra. Llevaba una camisa de manga corta, pantalones de tela clara y mocasines marrones, y se tocaba con un sombrero de paja. Recostado en la silla, con una pierna doblada y el tobillo apoyado sobre la rodilla, fumaba un Gauloise. No hablaba con nadie, pero aun así lucía una sonrisa de satisfacción, como si se divirtiera muchísimo. En la mesa de al lado, los Tres Faisanes tomaban el té y discutían acaloradamente mientras Rex,el perrito de Daphne, mordisqueaba una galleta a sus pies. Pistou tenía un día revoltoso, y cuando Gertie no miraba vertió una cucharada de azúcar en su taza de té. Cuando tomó un sorbo, la pobre hizo una mueca de asco y miró asombrada su taza, porque detestaba el dulce. Pero ¿qué podía decir? Daphne y Debo no tenían la culpa. Pistou y yo ahogamos nuestras risas.
Al cabo de un rato, Coyote se levantó, dobló el periódico y saludó tocándose el ala del sombrero a los Tres Faisanes, que respondieron con movimientos de cabeza y risitas contenidas. Estaban tan encantadas que olvidaron su edad y pestañearon con juvenil coquetería. El saludo de Coyote las dotó de vivacidad, tornó sus risas cantarinas y burbujeantes. El vendaval también leshabía traído cambios a ellas. La nube de tristeza que envolvía el château se disipó por arte de magia, dando paso a una hermosa luz que parecía brotar de su interior.
En cuanto Coyote entró en el edificio (lo que me llenó de pena), los Faisanes empezaron a hacer comentarios.
– Qué hombre tan encantador -observó Gertie. Olvidando que su té estaba demasiado dulce, dio un sorbito a su taza.
– Ah, si tuviera diez años menos -suspiró Daphne.
– Más bien cincuenta años menos, querida -replicó Gertie.
– Nunca caigo en lo vieja que soy. Ya sabes que me siento joven por dentro.
– Vecchio pollo fa buon brodo. -Debo se colocó la boquilla entre los rojos labios y encendió el cigarrillo-. Quiere decir que la gallina vieja hace un buen caldo -aclaró, y las tres estallaron en risas.
Salí de entre las sombras y me acerqué a su mesa.
– ¡Mischa! -Daphne me recibió con una carcajada de alegría-. ¡Qué pálido estás!
Me agaché para acariciar a Rex,que me dio la bienvenida moviendo la colita. Así supe dónde tenía la cabeza.
– Te ha echado de menos -dijo Daphne-, y nosotras también. Hace días que no te vemos.
– Supongo que la señora Danvers lo ha encerrado en los sótanos. Por eso está tan pálido -dijo Debo.
– Ha estado enfermo -explicó Gertie, colocando su taza de té a medio acabar en el centro de la mesa-. Me tomé la libertad de preguntarle a su madre, que estaba muy preocupada, la pobre. Es triste tener que criar a un hijo sola, y todavía más si es deforme.
Daphne salió al momento en mi defensa.
– ¡No es deforme! -exclamó furiosa. Torció la boca en una fea mueca-. No digas tonterías. El niño no puede hablar, pero esto no es una deformidad. No se trata de una joroba o un pie zambo, no es… tuerto ni tiene una pierna torcida. Está muy bien formado, ¿entiendes?, por lo tanto no puede ser de-forme. Es un chico muy listo, además, y me parece vergonzoso que no te hayas dado cuenta.
Gertie se quedó callada un buen rato, con aspecto compungido. Asombrado, porque nunca había visto a Daphne tan furiosa, dejé a Rex y la miré. Daphne me acarició la cabeza.
– Es un niño precioso -dijo en voz baja.
Tras intercambiar una mirada con Gertie, Debo le tocó la mano a Daphne y ésta le sonrió con gratitud. Entre las dos se estableció una comunicación que no supe interpretar. Me pregunté si Daphne tenía hijos o nietos, o si las lágrimas que brillaban en sus ojos eran síntoma de un anhelo que quedaba lejos de la comprensión de un niño.
De pronto Coyote apareció por la puerta que daba a la terraza, seguido muy de cerca por Madame Duval, y Daphne me empujó rápidamente bajo la mesa. Cogí a Rex y me quedé quieto, medio oculto por las tres mujeres y el mantel azul pálido. Desde mi escondite veía a Coyote y Madame Duval pasear por el jardín señalando las plantas y pararse a cada momento para charlar. Él se mostraba interesado y miraba a su alrededor con los brazos en jarras. No era la primera vez que veía esa reacción. El château era muy bonito, desde luego, pero Coyote le había prestado algo más, un encanto del que antes carecía. Incluso Madame Duval parecía tocada por la magia y caminaba a saltitos, como si estuviera llena de burbujas.