Coyote se colocó el sombrero.
– Me parece que le gustas, Junior. El lenguaje del amor no necesita palabras. -Soltó una breve carcajada-. Venga, vamos a casa. Tu madre se estará preguntando dónde te has metido.
Volvimos al château en silencio, a través de los campos envueltos en la suave luz ambarina de la tarde. Los pájaros gorjeaban en las copas de los árboles, preparándose para la noche, y los grillos habían empezado su serenata entre las altas hierbas. Una liebre cruzó el camino de un salto. Coyote no pronunció palabra, pero no me importaba. Estaba acostumbrado al silencio. Lo disfrutaba. Me gustaba escuchar los sonidos de la naturaleza y mis propios pensamientos.
Me sentía profundamente feliz. Había estado jugando con los niños que hasta entonces me atemorizaban, y Claudine quería ser mi amiga. Miré a Coyote, que parecía pensativo. Lo que decía mi abuela era cierto: el vendaval había traído cambios. Ardía en deseos de contárselo todo a mi madre.
Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre salió a recibirnos muy nerviosa.
– ¿Dónde te habías metido, Mischa? -dijo, abrazándome-. No te he visto en todo el día. ¡No tienes que desaparecer así!
– Lo lamento, señora. Hemos comido en el pueblo, y Mischa se ha pasado toda la tarde jugando con los niños en la plaza.
Mi madre miró con incredulidad.
– ¿Jugando con los otros niños? -repitió mientras me sacudía el polvo de la camisa.
– Se lo han pasado en grande, ¿verdad, Junior?
– ¿En serio? -Yo asentí, y mi madre me estampó un beso en la mejilla-. ¡Cómo me alegro, Mischa!
Se incorporó y contempló a Coyote mientras se recogía un rizo tras la oreja.
– Esto es obra suya. Muchas gracias.
Se quedaron mirándose un largo rato, hasta que la mirada de Coyote se hizo demasiado intensa y mi madre bajó los ojos. Pero antes de partir, Coyote me dio unas palmaditas en la cabeza.
– Es un valiente chevalier -dijo finalmente.
Mi madre le sonrió agradecida y se quedó contemplándole mientras se alejaba.
8
A la mañana siguiente mi madre canturreaba y movía las caderas al caminar, igual que el día en que volvimos a casa con Coyote. Se había dejado el pelo suelto y tenía los ojos brillantes. No me hacía falta nada más para comprender que los dos se gustaban. En realidad lo había sabido desde el principio.
Yo quería ir cuanto antes al château a cumplir mi misión con Yvette porque a lo mejor podría ver a Coyote. Me escondería en el pasillo y le esperaría, igual que solía hacer con Joy Springtoe. Así que me vestí a toda prisa y engullí el desayuno mientras mi madre tomaba su taza de café y hablaba sin parar. Estaba tan contenta de que yo hubiera hecho amigos que no me había dejado acostarme sin poner por escrito los acontecimientos del día. Aguardó pacientemente mientras yo escribía a mi manera lenta y dificultosa, y me insistió en que recordara todos los detalles.
– Es un mago, no hay otra explicación -dijo.
Tuve entonces deseos de hablarle de Pistou y de decirle que Coyote lo veía también, pero mi escritura era tan lenta que lo dejé correr.
Era temprano cuando atravesamos el patio enlosado que llevaba a las cocinas del château. Los primeros rayos del sol daban en las altas chimeneas, pero el edificio estaba todavía sacudiéndose el torpor de la noche. Mi madre llevaba el pelo suelto y su uniforme de trabajo, un vestido negro con florecillas blancas y amarillas. Estaba muy guapa y olía a limones. Me di cuenta de que tenía tantas ganas como yo de ver a Coyote.
Yvette ya estaba en la cocina y, para nuestra sorpresa, sonreía con una sonrisa beatífica, como transportada. Y no sólo eso, además cantaba. Cantaba horriblemente mal, con una voz torpe e insegura, como un pollo incapaz de volar, pero no parecía importarle; al contrario, cantaba a pleno pulmón. Su voluminoso pecho subía y bajaba mientras ella se esforzaba por alcanzar las notas más altas.
– Bonjour,Anouk; bonjour,Mischa -nos cantó, a modo de saludo.
Nos quedamos petrificados de asombro. No nos hubiéramos sorprendido más si la hubiésemos visto con barba y bigote. Resultaba extraordinario que Yvette saludara. Nunca saludaba a nadie, tampoco a mi madre, y por supuesto que no a mí. A mí nunca me llamaba por mi nombre. Para ella yo era simplemente «chico», aunque desde que le ayudaba en la cocina me lo decía con cierto afecto. Y ahora danzaba por toda la cocina con su delantal blanco, y sus anchas caderas casi golpearon contra la esquina de la mesa central, donde había media res dispuesta para la comida.
Mi madre me hizo una mueca. Yvette parecía estar borracha. A lo mejor había bajado a la bodega y se había bebido una botella ella sola, era la única explicación posible. La vimos entrar danzando en la despensa y saludar con una amplia sonrisa a Pierre y a Armande, que se quedaron tan asombrados como nosotros. Pero, a pesar de las miradas de asombro, sólo dejaba de cantar para tomar aliento. Pierre movió la cabeza con aire de resignación, como quien se encuentra ante algo inexplicable, y salió al pasillo con una bandeja cargada de cafeteras de plata. El calvo Armande fue tras él con las cestas del pan.
Hacía calor en la cocina y olía a tostadas y a leche caliente. En la cazuela borboteaban alegremente unos cuantos huevos, y en la mesa donde yo solía cortar hortalizas había un jarrón con flores frescas. Nunca había visto flores en aquella cocina, y adiviné que todo tenía que ver con el viento, con Coyote: el buen humor de Yvette, las flores, el cambio de ambiente, ahora agradable y alegre. Yvette me alzó en el aire dejando oír un gorgorito largo y sostenido de cantante de ópera. Yo adiviné lo que necesitaba y se lo alcancé. Cuando me depositó en el suelo, me dio unas palmaditas en la cabeza, al ritmo de su canción.
Mi madre se dirigió a la antecocina, donde hacía su trabajo sin meterse con nadie. Le habían dado las tareas más insignificantes porque era, junto con Jacques Reynard, la persona que más tiempo llevaba trabajando en el château,y eso molestaba al resto del servicio, así que la habían puesto a lavar y planchar sábanas, a zurcir y a limpiar la plata. Mi madre era una excelente modista, pero nunca le encargaban esos trabajos, por despecho, me parece, lo que le producía frustración, pues le gustaba coser. Los vestidos que tenía se los había hecho ella misma con viejas cortinas y sábanas, y en una ocasión, durante la guerra, se hizo una camisa con la tela de un paracaídas roto que encontró cerca del pueblo. Durante la ocupación, cuando era imposible encontrar vestidos en Francia, mi padre le regaló algunos preciosos, pero ella no los llevaba porque habrían sido un recordatorio del colaboracionismo que tan caro le costó. Los tenía guardados en un baúl en el edificio de las caballerizas, donde nadie podía encontrarlos, y en ocasiones, cuando me creía dormido, los sacaba del baúl y se los llevaba a la nariz para aspirar el olor. Supongo que intentaba recordar el olor de mi padre, o tal vez suspiraba por tiempos mejores, cuando los zapatos que recorrían los pasillos del château eran botas negras y relucientes.
Yvette no paró de cantar en toda la mañana. Pierre y Armande lavaban y secaban los platos del desayuno y me los iban pasando para que los guardara en el aparador. Yo tenía que ir corriendo de un lado a otro con la loza, pero ellos apenas me veían; yo no era más que un mozo mudo.
– Está enamorada -rió Pierre.
Al parecer no consideraba adecuado que una mala pécora como Yvette pudiera enamorarse. Tanto él como Armande eran hombres fríos y desapasionados, que sólo veían lo negativo. Yo dudaba de que hubieran sentido verdadero amor por alguien, como lo sintieron mi padre y mi madre. Ellos buscaban el fallo hasta en la mariposa más bonita, y seguro que lo encontraban.