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– Para mí, que ha perdido la cabeza -dijo Armande con voz inexpresiva-. Al final tendrán que encerrarla, ya lo verás.

– Alguien debería pedirle que dejara de cantar.

– Es su canto del cisne, Pierre, que se dé el gusto. -Armande soltó una carcajada y me pasó un plato.

– Te digo que está enamorada. Ahí tienes el jarrón con las flores.

– Se están marchitando.

– Mira cómo baila por la cocina. ¿No te parece extraño?

– En la Edad Media, la gente pagaba mucho dinero por ver a los locos. -Armande dejó de secar los platos y entornó los ojos-. Además, ¿de quién se iba a enamorar? ¿De Jacques Reynard?

– Del norteamericano, que parece haber encandilado a todas las mujeres del château. -Pierre apretó los labios con mal disimulada envidia. Ya resultaba suficientemente irritante que un hombre tuviera tanto éxito con las mujeres sin esforzarse, pero que además fuera de Estados Unidos le ponía furioso. Armande inclinó su calva cabeza.

– Monsieur Magellan. Todo el mundo habla de él.

Pierre sacó los brazos del agua jabonosa y procedió a secárselos con un trapo.

– Todo ha cambiado desde su llegada. Mira a Yvette y a Lucie. Me gustaba más cuando se sentían desgraciadas, por lo menos uno sabía a qué atenerse.

Armande se encogió de hombros.

– Ahora Lucie sonríe y Monsieur Duval vaga como un buey enfurecido al que le han negado su desayuno. Ella lo evita y él se está volviendo loco. Y esto tenemos que agradecérselo a Monsieur Magellan.

– Yo le agradecería que se marchara. No me gustan los cambios, sobre todo en las mujeres. No hay nada más inquietante que una mujer enamorada.

Armande se frotó la frente, pensativo.

– Es una plaga, Pierre. Madame Duval se ha pintarrajeado como una muñeca. Las muy tontas se creen que no nos damos cuenta, pero hacen el ridículo tonteando con un hombre que podría ser su hijo.

– Y ni siquiera es especialmente guapo.

– Su francés es lamentable.

– Es simple gratitud, Armande. Si los estadounidenses no hubieran entrado en la guerra, estaríamos todos hablando alemán. -Diciendo esto, me miró, y yo me oculté rápidamente entre las sombras.

En el rostro de Armande se dibujó una sonrisa cruel.

– Si el chico pudiera hablar, hablaría alemán -dijo con inmenso despecho.

– Entonces tiene que dar las gracias por ser mudo.

– Su silencio es un regalo -añadió burlón Armande-. Porque si lo oyera hablar, le lavaría la boca con jabón.

Dirigiéndome una mirada maliciosa, movió el brazo en dirección al jabón y yo salí corriendo por el pasillo, con sus carcajadas resonándome en los oídos. No encontré a mi madre en la antecocina ni en la lavandería, y la busqué por todas partes con desespero. Cuando estaba asustado, ella era mi único refugio. Y mientras la buscaba, por dos veces tuve que esconderme. La primera vez, cuando vi a Madame Duval taloneando decidida por el pasillo en dirección a la cocina, mientras ladraba órdenes a Étiennette, su secretaria, y jugueteaba con las gafas que llevaba siempre colgando sobre el pecho. Y la segunda cuando Yvette entró como una tromba en la lavandería, seguramente en busca de mi madre. Se detuvo, escrutó la habitación con sus ojillos negros y, antes de marcharse, se lanzó a cantar. Yo no me atreví a salir por la misma puerta que ella y lo hice trepando por la ventana.

Finalmente encontré a mi madre en el huerto, hablando con Coyote. Me deslicé a través de un hueco en la cerca y me acuclillé junto al muro, donde quedaba oculto por los altos tallos de las judías y podía verlos. Mi madre, arrodillada en el suelo, arrancaba zanahorias, les sacudía las raíces y les quitaba la tierra con las manos. Pensé que era una lástima que se cubriera la cabeza con un pañuelo, porque estaba muy guapa con el pelo suelto y quería que Coyote la viera así. Además, llevaba un sucio delantal encima del vestido, pero no parecía importarle. Coyote fumaba sentado en la hierba. Se había quitado el sombrero y tenía el pelo alborotado como el de un cachorro. Desde mi escondite distinguía incluso sus ojos azules, tan brillantes como si tuviera dentro el mismo sol. Como se reía a carcajadas, sus mejillas se arrugaban y las patas de gallo se le hacían más profundas. Un calor inundó mi pecho y ensanchó mi corazón hasta que se me hizo difícil respirar. Me acerqué un poco más para oír lo que decían. Estaba acostumbrado a esconderme y lo hacía muy bien.

– Trabajo aquí desde los veintiún años -dijo mi madre. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano-, pero antes de la guerra las cosas eran distintas.

– ¿Qué le pasó a la familia que vivía aquí? -preguntó Coyote, aspirando su cigarro. Ni por un momento le quitaba a mi madre los ojos de encima.

– No lo sé. Cuando llegaron los alemanes, los obligaron a marcharse. Hablaron de ir a Inglaterra, donde tenían familia, pero lo aplazaron. Estaban muy apegados al château,a los viñedos, a Maurilliac… esto era su hogar. Además, nunca se imaginaron que el mariscal Pétain llegara a firmar un armisticio con Alemania. Fue un golpe terrible para ellos, que estaban acostumbrados a luchar, no a huir. Se quedaron destrozados, y no les quedó más remedio que marcharse. Nos pidieron que nos quedáramos para cuidar del lugar, y no volví a saber de ellos, así que no sé si consiguieron llegar a Inglaterra.

– Es posible que hayan muerto.

– Cómo les dolería ver lo que los Duval han hecho con su hogar.

– Pero usted se ha quedado.

– A pesar de todo lo ocurrido, yo me he quedado. -Bajó la mirada y continuó arrancando zanahorias.

– Porque es el hogar de Junior…

– Y también es mi hogar. -Puso el último manojo de zanahorias en el cesto y se levantó-. Además, no tengo a dónde ir.

De repente me acometió un deseo de estornudar tan grande que no pude evitarlo. Mi madre se sobresaltó, pero Coyote se limitó a esbozar una sonrisa.

– Hola, Junior -dijo simplemente-. No nos habría ido mal un espía como tú en la guerra.

Mi madre estaba un poco enfadada.

– ¡Mischa! No está bien que vayas por ahí espiando. -Pero cuando me vio aparecer entre las matas de judías me sonrió-. ¿Estás bien? -Yo asentí-. ¿Yvette sigue cantando? -Yo volví a asentir, y mi madre se volvió hacia Coyote-. Dios mío, está todo revolucionado.

– El hotel está lleno de gente excéntrica -dijo Coyote-. Ahí tenemos, por ejemplo, a las tres damas inglesas. Son unos personajes. Me han invitado a cenar con ellas esta noche, y seguro que no me aburriré.

Apagó la colilla en el suelo y la aplastó con el zapato. Luego se acercó a mí y me revolvió el pelo.

– ¿Y tú qué vas a hacer, Junior?

Mi madre indicó con la barbilla el capazo lleno de zanahorias.

– Puede ayudarme con esto.

– Pero ¡esto es un trabajo de esclavos! -bromeó Coyote-. ¿No prefieres venir conmigo a explorar?

– No creo que sea lo más… -empezó a decir mi madre, y se me notó la desilusión en la cara, porque se detuvo a media frase y se encogió de hombros, incapaz de negarme nada-. Está bien, a lo mejor esta tarde.

– Cogeré la guitarra y nos iremos a cantar por ahí. ¿Qué te parece, Junior? -Se volvió hacia mi madre y se quedó mirándola con ternura, como si sus ojos inquietos hubieran encontrado por fin un lugar donde reposar-. ¿No querrá acompañarnos?

Mi madre se ruborizó y ladeó la cabeza como solía hacer cuando se sentía incómoda.