– No sé si…
– Vamos, soy un huésped del hotel y le pido que me haga compañía. Dios mío, estoy pagando una fortuna por quedarme aquí, y sólo les pido que prescindan de usted por unas horas.
– Bueno, tal vez -dijo mi madre. Pero yo sabía por su expresión que estaba diciendo que sí, sólo que no quería ceder tan fácilmente. Y Coyote se dio cuenta también porque sonrió con la alegría de un chiquillo.
– Nos encontraremos en el puente de piedra -dijo, guiñándome un ojo-. Es nuestro lugar especial, ¿verdad, Junior?
Me senté en la cocina a pelar y cortar zanahorias con renovada energía, con el pensamiento puesto en Coyote y en lo bien que lo pasaríamos por la tarde. Yvette seguía cantando y contoneándose por la cocina, y de vez en cuando golpeaba suavemente las ollas con la cuchara de madera. Pierre y Armande ponían los ojos en blanco ante sus canciones desafinadas y, cuando ella no podía oírles, intercambiaban comentarios mordaces. En un par de ocasiones, Yvette se acercó a mí y, apoyando en mi hombro su mano enharinada, miró con aprobación lo que estaba haciendo, como si mi especial entusiasmo de aquel día tuviera relación con la magia que la había puesto de tan buen humor. Incluso llegó a dar las gracias a mi madre -a la que siempre había tratado con desdén- por haber ido al huerto a arrancar zanahorias, y le preguntó, como un favor, si no le importaría recoger unas cuantas frambuesas para el postre.
Mi madre no sabía cómo reaccionar ante la extraña actitud de Yvette. No acababa de fiarse de ella, sospechando que en cualquier momento podía volver a transformarse en un ogro, así que simulaba que todo era normal. Si Yvette tenía conciencia del escándalo que había causado, no lo demostraba, pero a mí me pareció que en el fondo lo sabía, porque a veces, entre una canción y otra, sonreía con picardía.
Cuando acabé de cortar las zanahorias, me encontré solo en la cocina. Yvette se había ido a otra parte con sus cantos, Pierre y Armande estaban sirviendo en el comedor, y mi madre debía de estar en la lavandería. Decidí entrar a escondidas en la Zona Privada para ver si encontraba a Coyote. Era un reto. Coyote me había dado confianza en mí mismo, y pensé que, en efecto, podía convertirme en un excelente espía, así que me interné por los pasillos con el sigilo de un gato, y cuando alguien se acercaba me escondía rápidamente detrás de un mueble.
En el comedor -amplio, de techos altos, con altas ventanas de guillotina- había una confusión de voces y un chinchín de cubiertos contra la vajilla de porcelana. Era una estancia magnífica, y la luz que entraba a raudales del jardín hacía brillar los suelos de madera. Mi madre me contó que había sido el salón de su señora, que entonces daba a un invernadero, y desde allí al jardín. Más tarde los alemanes lo convirtieron en sala de reuniones.
Me deslicé sin que nadie me viera hasta las ventanas y vi a Coyote sentado con una pareja que no conocía. Charlaban y reían con gran animación. En la mesa contigua estaban los Faisanes, y Rex comía un pedazo de pan sobre el regazo de Daphne. En los últimos tiempos, tanto el perro como su ama habían engordado bastante. Daphne llevaba un vestido de encendido color púrpura y lucía un escote en forma de uve con festón dorado. Se había puesto unos gruesos pendientes de pedrería a juego con el collar que le caía entre los pechos, y calzaba unos zapatos de terciopelo púrpura decorados con plumas blancas y perlitas. Las tres parecían seguir la conversación que tenía lugar en la mesa de Coyote.
De repente Yvette irrumpió en el comedor luciendo un bonito traje azul cielo con margaritas blancas y una radiante sonrisa en el rostro. Iba saludando amablemente a los clientes y deteniéndose de vez en cuando para charlar, un comportamiento increíble, casi impropio en una mujer que raramente sonreía, que se alegraba de las desgracias de los demás y que sufría arranques de cólera ante el más mínimo contratiempo. Deseé que mi madre hubiera estado allí para presenciar el desconcierto en el pálido rostro de Madame Duval.
Yvette permaneció un buen rato en la mesa de Coyote, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento. No paraba de reírse, y sus grandes pechos se bamboleaban a cada carcajada. Pensé que a Coyote le molestaría la intrusión, pero en lugar de poner cara de fastidio o resoplar, como hubieran hecho Pierre y Armande, le sonrió abiertamente, mostrando su blanca dentadura y los colmillos torcidos que le daban un aire lobuno, y la miró con ojos brillantes. Incluyó a sus nuevos amigos en la conversación: hizo unos gestos para explicarles una broma y, volviéndose a Yvette, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Yo intenté vislumbrar falta de sinceridad en sus gestos y en sus expresiones, cualquier detalle que viniera a indicar que aquella mujer le desagradaba tanto como a mí. Pero por más que lo intente, no descubrí más que un sincero deseo de mostrarse agradable.
Entonces recordé lo educado que había sido con Monsieur Cézade, y cómo había saludado a los demás clientes cuando entramos en el bar a comer, lo amable que era con todo el mundo, incluso, me imaginé, con las personas que no le gustaban. Me pregunté por qué. ¿Cómo era posible ser amable con todo el mundo?
9
El aire cálido de la tarde estaba repleto de moscas pequeñitas y del chirriar de las cigarras cuando mi madre y yo bajamos por el camino que atravesaba los campos en dirección al río. Mi madre se había quitado el pañuelo de la cabeza y el delantal de trabajo, y se abanicaba con el sombrero de paja. La brisa agitaba alegremente su fino vestido veraniego. Se recogió el pelo detrás de las orejas, pero una ráfaga de viento se lo alborotó enseguida. Caminaba con gracia, moviendo las caderas, y de tanto en tanto se detenía a mirarme para leer mis pensamientos.
Yo quería decirle que sabía que le gustaba Coyote, que lo había sabido desde el primer momento. Había visto cómo se ruborizaba, había notado su mano sudorosa contra la mía. Quería preguntarle qué había pasado entre ellos aquella mañana en el huerto, pero sobre todo quería explicarle el comportamiento de Yvette en el comedor. El viento nos había traído grandes cambios; se había llevado a Joy Springtoe y me había traído a Coyote en su lugar. En el fondo, sabía que Coyote acabaría marchándose, pero no quería pensar en ello. Aunque mi madre también debía de saberlo, intentaba centrarse en el presente al igual que yo, ya que el futuro se presentaba demasiado incierto y desalentador.
– ¿En qué piensas, Mischa? -me preguntó, con una tierna sonrisa. Alcé la mirada y le sonreí-. Ah, así que ahora que eres un espía piensas que puedes leerme el pensamiento, ¿no? -Miró sonriente a lo lejos-. La verdad es que es un buen hombre. Aparte de Jacques, es el único que ha sido amable con nosotros en mucho tiempo. A lo mejor soy una tonta, no sé, pero hemos sufrido mucho… La gente ha sido cruel con nosotros. ¿No nos merecemos un poco de felicidad? Quiero decir que se equivocan con respecto a tu padre, porque era un buen hombre, pero ya no está aquí para protegernos. Ahora tenemos que cuidar de nosotros mismos. Nunca pensé que volvería a enamorarme. Cuando tu padre murió, se me congeló el corazón, se me quedó frío como una bola de nieve. Sólo me funcionaba una parte, y es la que te pertenece a ti, cariño. -Me tomó por el hombro y me acercó a ella-. Estoy asustada, mi pequeño chevalier -susurró-. Me asusta amar de nuevo.
Supimos que estábamos cerca de Coyote antes de verlo, cuando una ráfaga de aire con aroma a pino nos trajo su voz y el rasgueo de su guitarra. Mi madre se puso el sombrero y yo salí disparado como un perro tras un conejo. Lo encontré en el mismo claro que la primera vez, apoyado contra el tronco de un árbol y el sombrero ladeado en la cabeza. Me dirigió una sonrisa tan torcida como su sombrero, pero no dejó de cantar, ni siquiera cuando llegó mi madre y se sentó en la hierba.