«Cuando paseaba por las calles de Laredo», cantaba. Tenía una voz profunda y melodiosa, un poco áspera, igual que el toffee antes de que el azúcar se funda completamente: pastoso, oscuro, granuloso, y se sentía a sus anchas; cantar con su guitarra le resultaba tan natural como al pájaro trinar en la rama. Se quedó mirando a mi madre y ella le devolvió la mirada. Era la mirada íntima e intemporal de dos amantes que llevaran años separados, con un silencio cargado de significado. Yo entonces no era consciente, pero mi madre llevaba los sentimientos pintados en la cara y en el cuerpo. El rubor de sus mejillas, el balanceo de sus caderas, la dulzura de su expresión, antes endurecida por la tragedia, todo en ella gritaba que estaba enamorada, pero nada resultaba tan elocuente como aquella mirada con la que expuso su corazón desnudo.
Me pregunté cuántas veces se habrían visto en los últimos días. Mientras yo alcanzaba cosas para Yvette o correteaba por los campos con Pistou, ¿se habrían estado viendo en secreto, como aquella vez en el huerto? Tal como se miraban, parecía que sí, pero yo no me sentía excluido. Estaba encantado. Quería que se casaran, que fuéramos felices para siempre. Coyote era el príncipe de un cuento de hadas en el que yo podía creer.
Mientras Coyote cantaba, mi madre arrancó una florecilla azul y la hizo girar entre los dedos. Coyote sólo apartaba los ojos de ella para mirarme a mí. Fue como una flor cuando recibe los rayos del sol. Mi cara se encendió de placer y le devolví la sonrisa, en una abierta expresión de confianza. Por mi cuerpo se esparció un calor que me penetró hasta lo más íntimo y deshizo el frío de mi alma. Mi corazón suspiraba con nostalgia por ese hombre que una vez me había mirado con tanto afecto, y se me llenaron los ojos con lágrimas de emoción. Avergonzado, miré al suelo, y cuando alcé la cabeza Coyote seguía cantando para mí.
Mi madre estaba tan encandilada que por una vez se desentendió de mí. En aquel momento la vi a través de los ojos de Coyote, tierna y vulnerable como una fruta madura, con su larga cabellera suelta sobre los hombros, suavemente agitada por la brisa, mientras jugaba con una florecilla entre los dedos. No parecía mi madre, sino una joven tímida y ruborizada.
Cuando Coyote paró de tocar, mi madre aplaudió entusiasmada.
– ¡Ha sido precioso!
– No hay nada más inspirador para un hombre que la presencia de una mujer hermosa -dijo Coyote, y mi madre soltó una ronca carcajada-. ¿No te gustaría aprender a cantar, Junior?
Por un momento, pensé que había olvidado que no podía hablar.
– Siéntate a mi lado y te enseñaré.
Colocó la guitarra sobre mi regazo, me pasó un brazo por la cintura y llevó mi mano izquierda bajo el mástil para enseñarme a pulsar el acorde de sol mayor. Mis manos eran demasiado pequeñas para aquella guitarra, pero Coyote me colocó cada dedo en la posición correcta y rasgueamos juntos. Aquella tarde aprendí a tocar tres acordes: do, sol y fa. Es sorprendente la cantidad de canciones que se pueden tocar con sólo estos acordes, y Coyote las cantó todas.
Yo tenía inmensos deseos de cantar. La voz me brotaba del pecho como lava ardiente, y en la nariz se me formaban gotitas de sudor por el calor que sentía, pero la salida estaba bloqueada. Pormás que estaba a punto de estallar, no me salía la voz. Seguía siendo un pingüino, un pájaro incapaz de volar.
El sol se puso tras los árboles y nos quedamos envueltos en sombra. Coyote charlaba y rasgueaba su guitarra. Yo observaba con atención sus dedos sobre los trastes y reconocía los acordes que acababa de aprender. Nos habló de su infancia en Virginia y del anciano que conoció en el campo de maíz.
– Él me enseñó a tocar la guitarra. -Dio unas suaves palmadas al instrumento-. Decía que la música es un remedio para el alma. Nos sentábamos en lo alto de la colina, con la espalda apoyada en el muro, y mientras el sol se ponía en el horizonte, él cantaba. Tenía una voz grave, de contrabajo. Era muy triste. Tenía una grieta en su persona, una hendidura, como si su alma clamara desde el interior. Movía sus oscuras manos sobre el mástil de la guitarra y curaba poco a poco su pena. Me emocionaba tanto que me hacía llorar.
Mi madre lo observaba con atención. Ella podía ver lo que yo no veía: a un niño que correteaba descalzo en busca de cariño, como un perrillo abandonado. Había muchas cosas de Coyote que yo no entendía, pero mi madre percibió su soledad y su nostalgia con la misma claridad que si hubiera oído el lloro de un niño.
Para mí, Coyote era un mago, un hombre irresistible que se ganaba a todo el mundo con su sonrisa. Había venido a rescatarnos a mi madre y a mí y nos estaba sacando de la oscuridad para llevarnos a la luz. Con su música y su voz había hechizado a Yvette y a Madame Duval, y hasta los niños del pueblo habían olvidado su desprecio y me habían incluido en sus juegos. Había llegado de repente con un corazón lleno de compasión por todos, y nadie había podido resistirse. No me pregunté por qué había venido, no necesitaba saberlo. Estaba convencido de que nos lo había traído el viento.
Mi madre y Coyote empezaron a hablar, y yo me puse a pensar en mis cosas, en el puente sobre el río y en Pistou, que estaría esperándome con las manos llenas de piedras. Empezaba a aburrirme y me moría de ganas de correr y jugar con mi pelota. Miré a mi madre, que contemplaba a Coyote con embeleso, iluminada por una luz interior que la hacía más hermosa que nunca. Sólo tenían ojos el uno para el otro, y había largos momentos de silencio en que Coyote rasgueaba la guitarra y clavaba en mi madre una mirada llena de deseo. Me sentí incómodo y decidí marcharme sin decir nada, pensando que estarían mejor solos.
Al llegar al puente no encontré a Pistou, sino a Claudine contemplando el agua. Llevaba un sombrero de paja, y el pelo suelto le caía sobre la cara como una cortina. En un primer momento no supe qué hacer, pero recordé su sonrisa y reuní valor para acercarme. Una ramita se quebró con un crujido bajo mis pies y Claudine se volvió sobresaltada como si la hubieran pillado haciendo algo indebido. Al verme, su expresión se suavizó y me sonrió con dulzura.
– Ah, eres tú.
Me acerqué con expresión interrogativa.
– No debería estar aquí -me respondió. Y añadió, con el rostro encendido de admiración-: No estabas en misa.
Me incliné sobre el pretil y me estremecí de temor al vislumbrar en las aguas el rostro del padre Abel-Louis. Para alejar estos pensamientos tan sombríos, me volví rápidamente y le quité el sombrero a Claudine. Ella chilló asombrada y corrió tras de mí para recuperarlo, pero yo la esquivaba con facilidad y la llevé hasta la orilla, donde se puso a perseguirme entre protestas y carcajadas.
– ¡Mischa! ¡Vuelve aquí!
Cuando finalmente dejé que me alcanzara y le devolví el sombrero, Claudine tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Se puso el sombrero, se recogió el pelo en una cola de caballo y me sonrió mostrando sus dientes saltones. Tenía las comisuras de los ojos un poco caídas, lo que le daba una expresión triste.
– ¡Qué bestia eres! -dijo.
Pero yo sabía que no lo decía en serio. Con gestos, le indiqué que fuéramos a sentarnos en la orilla, donde todavía daba el sol, que ya estaba bajo y colgaba en el cielo como una inmensa naranja. Escribí en mi bloc: «El norteamericano me está enseñando a tocar la guitarra». Me gustaba poder comunicarme con ella.
Claudine pareció impresionada.
– Todo el mundo habla de él -dijo. Enarqué las cejas con aire interrogativo-. Siempre está en el bar del pueblo, leyendo los periódicos. Es guapo.
«Es un mago.»
– Canta muy bien. El otro día, en la plaza, hasta los chicos se pararon a escucharle. Puede que sea un mago. En realidad, nadie sabe nada de él, es un hombre muy misterioso.