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– Bonjour -me dijo, saludándome con una anticuada inclinación de cabeza. No sonreía, pero parecía más pomposo que antipático.

Daphne se apresuró a presentarnos.

– Se llama Mischa. No puede hablar, pero es muy inteligente.

– Ah, Mischa. ¿Te gusta pintar? -Tenía una voz un poco nasal.

Me encogí de hombros. No recordaba haber pintado nunca.

– Bon. Ya tengo un nuevo alumno -anunció complacido.

Me puso delante una hoja de papel y una caja de pinturas, y me puso un pincel. Saqué a Rex de mis rodillas y Monsieur Autruche se sentó junto a mí, tan cerca que pude oler su perfume dulce y penetrante, similar al que llevaría una mujer. Pensé que Coyote nunca se pondría un perfume así.

– Quiero que experimentes con el color, no importa lo que pintes ni cómo te salga. Limítate a usar los colores que te apetezcan.

– Monsieur Autruche -dijo Debo-. Este maldito cielo es tremendamente aburrido. No consigo que parezca interesante. Es tan azul como un aburrido lago suizo.

Monsieur Autruche resopló con impaciencia. Debo y Gertie podían ponerse muy pesadas. Parecían enfurruñadas, como les sucedía a menudo, y apenas se hablaban. Debo fumaba sentada ante su caballete. Un pañuelo de seda de vivos colores le caía sobre el hombro izquierdo. Monsieur Autruche se acercó a ella sin levantar los pies, patinando sobre la hierba como si tuviera minúsculas ruedas en las suelas de los zapatos.

– Lo que te pasa es que ayer noche bebiste demasiado -le dijo Gertie a Debo-. Si no tuvieras tanta resaca, podrías pintar el cielo con más gracia.

– Tonterías. Sólo tomé un par de copas. ¿Qué cree que debería hacer, señor avestruz? -Gertie la miró horrorizada y Debo musitó entre dientes-: La verdad es que no me acostumbro a llamarlo Monsieur Autruche.

Gertie chasqueó la lengua y movió la cabeza con impaciencia. Daphne continuó hablando sin hacer caso de sus discusiones.

– Jack me ha parecido encantador, un caballero como los de antes. No hay más que ver cómo se dirige al servicio -dijo pensativa.

– La verdad es que se mostró muy amable con el pueblo bajo -dijo Debo, mientras contemplaba cómo Monsieur Autruche pintaba de nuevo su cielo.

– ¡No son enanos! -exclamo indignada Gertie, pero Debo no le hizo ningún caso.

– Tiene que distinguir los colores que hay dentro de los colores -dijo Monsieur Autruche. Debo arrugó la nariz con fastidio-. Hay rosa y amarillo en el azul, ¿no le parece?

– Por supuesto -aseguró Debo, aunque estaba claro que no veía nada-. Pero ¿no te das cuenta de que casi no nos contó nada de sí mismo?

– Tienes razón -respondió Daphne-. Cada vez que le preguntábamos algo personal nos contestaba con otra pregunta.

– ¿Qué estará ocultando? -Debo se recostó en la silla y dio una calada a su cigarrillo.

Monsieur Autruche, consciente de que su alumna había perdido el interés en la pintura, dejó el pincel y se apartó del cuadro.

– ¡Por todos los santos! Tiene derecho a su intimidad, digo yo -soltó Gertie.

– ¡Ynosotras tenemos derecho a querer saber! -replicó con igual energía Debo.

– Es un hombre fascinante. Debería unirse a nosotras. Al fin y al cabo, es casi un experto -dijo Daphne.

– Un experto en todo -asintió Gertie.

– O simplemente sabe un poco más que nosotras -intervino Debo-. No es difícil, en realidad. No me atrevería a decir que mi conocimiento de las pinturas de los grandes maestros sea muy profundo.

– Y yo sé muy poco de los manuscritos del Mar Muerto -admitió Daphne.

– O sobre Pedro el Grande, la medicina china o el hecho de que la mariquita nace primero como una oruga -rió Debo-. Parece que sabía lo suficiente de todo como para impresionarnos.

Gertie estaba indignada.

– Pero ¡de antigüedades sabe más que nadie! Ha demostrado un conocimiento muy detallado.

– Bueno, al fin y al cabo vive de eso. De antigüedades tiene que saber -observó juiciosamente Debo.

– Venga, confiésalo -le espetó Gertie volviéndose hacia ella-. Admite que no te fías de él.

Debo se encogió de hombros.

– Demasiado perfecto para ser real. Sólo los personajes de las novelas pueden ser tan encantadores.

– ¡Eres de un escepticismo tremendo! -Gertie chasqueó la lengua, exasperada.

– Es posible, pero tengo buen olfato para la gente. Claro que me gusta, me parece encantador, me gusta mucho. Es inteligente, divertido, amable y agudo, pero es… -se detuvo, buscando la palabra exacta- es impenetrable. Parece que estuviera actuando. Ves su sonrisa, pero no sabes quién es realmente Jack Magellan.

– Te llevarías un chasco si lo supieras, Debo -dijo Daphne. Sus labios pintados de granate esbozaron una sonrisita.

– Oh, no lo creo, todo lo contrario. El verdadero Jack Magellan debe de ser fascinante.

Me lo estaba pasando bien con las pinturas, arrastrando el pincel sobre el papel a derecha e izquierda. Utilizaba el rojo, el azul, el amarillo, el verde. Me gustaba dibujar, pero en casa no teníamos pinturas. Cuando vivíamos en el château solía pintar con lápices de colores. Le pedía a mi padre que me dibujara aviones y tanques, y él accedía con infinita paciencia. Un día construyó bombarderos alemanes con papel y me enseñó a hacerlos volar a través de la habitación. Me encantaba verlos planear y posarse suavemente sobre la alfombra del salón. Mi padre llevaba siempre en el bolsillo del uniforme un dibujo que había hecho yo; eso me lo contó mi madre. Entonces yo era muy pequeño, le dije, así que debía de ser un dibujo bastante malo. Eso no tenía importancia, dijo mi madre. Le gustaba porque lo había hecho yo. Me pregunté qué pensaría ahora mi padre de mis creaciones.

Dibujé una barca en medio del mar, con un sol amarillo y redondo como un balón y pececillos en el agua. Me pareció que me había quedado muy bien. Monsieur Autruche se inclinó a mirar mi dibujo y se sorbió la nariz.

– Para ser tan pequeño, tienes un estupendo sentido del color -comentó.

Me molestaba que se inclinara por encima de mi hombro para mirar lo que hacía, pero tenía que aguantarme, porque Monsieur Autruche no parecía dispuesto a marcharse. Rex se había vuelto a acomodar en el regazo de Daphne, y ella lo acariciaba distraída mientras pintaba.

– ¿No os pareció mágico cuando se puso a tocar la guitarra? -preguntó.

– Canta muy bien -asintió Gertie, y añadió, más animada-: Qué romántico estar cantando ahí fuera, bajo las estrellas. -Se quedó pensativa un momento, inclinando a un lado su largo y blanco cuello.

– No te pongas romántica, querida -dijo Daphne con ternura-. Somos demasiado viejas.

– ¡Tonterías! -exclamó Debo-. Tienes la edad que sientes en el corazón.

– Pues yo me siento vieja -dijo Daphne.

– ¡O la edad del hombre que sientes! -dijo Debo con una carcajada.

– Debo, en serio, eres demasiado mayor para este tipo de comentarios -la regañó Daphne, pero sin ocultar una sonrisa.

– Hace tantos años que Harold murió, que ya no recuerdo lo que es tener a un hombre cerca -dijo Gertie con tristeza.

Debo señaló con la barbilla a Monsieur Autruche y enarcó las cejas con intención.

– ¡Por Dios, Debo! -exclamó Daphne-. Yo diría que le interesa más nuestro joven amigo que nuestra hermana pequeña.

Gertie se tapó la boca con la mano y Debo sonrió con picardía mientras sacudía la ceniza del cigarrillo sobre la hierba.

– Dios mío, Daphne. Vigílalo, porque es sólo un niño, y es muy mono -dijo, dando una calada.

Monsieur Autruche se había olvidado por completo de las tres mujeres y sólo prestaba atención a mi talento incipiente. Me disgustaba su presencia y su olor a perfume. Había algo en su mirada que me resultaba repulsivo. No podía reconocerlo porque no lo había visto nunca, pero no me gustaba, así que al cabo de un rato dejé el pincel.