– ¿Nos dejas tan pronto? -preguntó extrañado Monsieur Autruche.
Asentí en silencio. Por una vez, me sentía aliviado de no poder hablar.
11
A Joy Springtoe la había querido con toda mi alma, con un amor donde se mezclaba la admiración y la emoción, un sentimiento parecido al que nos inspira una hermosa puesta de sol o el milagro de un arco iris, el que se siente por algo inalcanzable, idealizado. Y la verdad es que la echaba mucho de menos. Pero con Claudine descubrí que existía otra clase de amor: el que nacía de la gratitud y del entendimiento sin necesidad de palabras. Aunque éramos muy niños, el amor por Claudine vino a suplir el hueco que había dejado Joy. Pensaba en ella a todas horas, y pasaba largos ratos en el puente con la esperanza de que ella vendría a buscarme en cuanto pudiera. Cuando yo no estaba con Coyote o con mi madre, estaba con Claudine. Gracias a ella, ya no tenía pesadillas por la noche, porque cuando me iba a la cama pensaba en su risa contagiosa y en su imbatible optimismo.
Al principio no podía creer que me hubiera elegido a mí entre todos los niños de Maurilliac. Desde que la vi jugando en la plaza con el sombrero de Coyote me di cuenta de que Claudine era una niña muy popular, y aunque no fuera guapa resultaba atractiva, porque no le tenía miedo a nada. Mientras yo luchaba a diario con mis demonios personales, ella no parecía tener preocupaciones, Y tal vez lo que la atrajo de mí fue el reto de lo prohibido, porque estaba mal visto hacer amistad con el pequeño alemán. Su madre le había advertido que no jugara conmigo, y a ella le divertía desobedecer sus numerosas prohibiciones.
– A maman le preocupa más la apariencia de las cosas que lo que son en realidad -me dijo un día-. Delante de los demás tenemos que estar sonrientes, con las manos limpias, y no podemos cuchichear entre nosotros. No le gusta que cuchicheemos porque no sabe lo que decimos. Le daría un ataque si supiera que tú y yo somos amigos.
Más adelante, cuando la conocí mejor, entendí que yo le gustaba por mí mismo. Lo veía en su mirada y en lo que no me decía con palabras. En realidad, Claudine nunca llegó a sospechar lo mucho que me ayudó. Por las tardes nos veíamos a escondidas para jugar. Por su cumpleaños, su padre le regaló una caja preciosa, hecha a mano, con todo tipo de juegos de mesa: ajedrez, Ludo, la Oca, dominó, cartas… Nos gustaba mucho jugar a la Oca, y teníamos feroces discusiones. Estar con ella me animaba, me llenaba de luz, me daba tanta energía que me sentía capaz de volar. Nos pasábamos largo rato charlando, yo con mi bloc y mi lápiz, y ella discurriendo sobre cualquier cosa, saltando de un tema a otro sin previo aviso y riéndonos a carcajadas por la menor tontería. Otras veces nos sentábamos en silencio y mirábamos el río y las mosquitas que revoloteaban sobre el agua y nos sonreíamos sin decir nada, conscientes de que disfrutábamos de la escena. A veces escarbábamos en la tierra en busca de lombrices y descubríamos un curioso hormiguero, o perseguíamos conejos, o intentábamos cazar grillos, pero lo que más nos gustaba era contemplarlo todo en silencio mientras la naturaleza zumbaba y bullía a nuestro alrededor, ajena a nuestra presencia.
Yo le estaba muy agradecido a Claudine por su amistad, y nunca pensé que sería capaz de mostrarle cuánto, pero un día me llegó la oportunidad de hacerlo. Nunca me había considerado valiente, nunca me había sentido capaz de desenvainar la espada y usarla de verdad, pero aquel día hice algo más, tuve un pequeño gesto que dejaría en Claudine un recuerdo imborrable.
Empezó todo como un juego en un cobertizo abandonado. Habíamos encontrado unas viejas redes de pesca y decidimos usarlas para pescar, pero no conseguíamos pescar nada. Éramos buenos para encontrar gusanos, pero malísimos para engañar a un pez. Los peces se escurrían rápidamente, saltaban fuera del agua un instante, dejándonos ver el brillo de sus cuerpos plateados, y se zambullían de nuevo en las aguas oscuras de la orilla. Nos reíamos de nuestra propia torpeza. En broma, le di un empujón a Claudine y alcancé a sujetarla justo a tiempo, cuando estaba a punto de caer al agua. Habría sido un autentico desastre, porque ninguno de los dos sabíamos nadar, pero a ella le pareció muy divertido y estalló en carcajadas.
De repente, cortó la risa en seco yse quedó inmóvil con la mirada fija en su red. Allí se debatía un pez, no muy grande, pero vivo y coleando. Entre los dos sacamos la red del agua y la dejamos sobre la orilla. El pez siguió debatiéndose un rato hasta quedarse inmóvil, con los ojos bien abiertos y el cuerpo cubierto de limo. Le pasamos los dedos sobre el lomo, para ver qué se sentía. Claudine se llevó los dedos a la nariz y los olfateó.
– ¡Puf, qué mal huele! -exclamó-. Lo podría llevar a misa como perfume, así maman tendrá algo de qué quejarse.
Saqué mi bloc y garabateé a toda prisa:
«¡Las bragas de Madame Duval!»
A Claudine le encantó la idea.
– ¡Qué asco! -dijo con una risita. Pero se le ocurrió una idea mejor-. ¿Por qué no lo escondemos entre los pasteles y los cruasanes de Monsieur Cézade? Con este calor, el pescado no tardará en apestar.
Asentí con entusiasmo y me reí, pero en realidad no pensé que se atreviera a hacerlo.
Cuando volvimos al pueblo, yo llevaba el pescado en el bolsillo; en el otro llevaba la pelota de goma; no quería que se manchara de escamas y limo. Le advertí a Claudine que la gente del pueblo nos vería juntos y avisaría a su madre, pero ella respondió que no le importaba; en realidad disfrutaba metiéndose en líos.
– Detesto al gordo de Cézade -dijo-. Es un antipático y es amigo del cureton. ¿Recuerdas que te conté que había visto al cureton borracho? Pues también lo he visto bajar por nuestra calle de madrugada haciendo eses y con el gordo de Cézade apoyándose en él. Son una pareja de cerdos, y ahora Cézade apestará como un auténtico cochino.
Yo no las teníatodas conmigo. Monsieur Cézade me daba miedo, pero se mostraba respetuoso con Coyote. Deseé que Coyote estuviera con nosotros. Ahora que mi madre era amiga suya, tal vez Monsieur Cézade me trataría mejor, pensé sin demasiada convicción. Mientras mi madre nolo viera, seguro que se sentía impune para sacarme de su tienda a patadas. Todos pensaban lo mismo: que como yo no hablaba, no podía contar nada.
En el pueblo, al vernos juntos, nos miraban con curiosidad. Los viejos que dormitaban en los bancos abrían los ojos, la gente corría las cortinas a nuestro paso, las señoras que hacían la compra murmuraban entre ellas por encima de sus cestos, seguramente aliviadas de que Claudine no fuera su hija. Yo empecé a sentirme cada vez más inquieto y solo, incluso junto a Claudine. Al fin y al cabo, ella era uno de ellos, por más que desaprobaran su conducta, mientras que yo era un paria.
Claudine estaba pálida pero caminaba con la cabeza bien alta y la mirada desafiante al frente, y su boca esbozaba una media sonrisa. Me apretó la mano con fuerza. Yo forcé una sonrisita.
– Vamos a darle una lección al viejo Cézade. ¿Has visto qué pandilla de idiotas; cómo nos miran? Seguro que si doy un grito salen todos corriendo como conejos.
Cuando llegamos a la boulangerie-pâtisserie,le entregué el pescado a Claudine, que se lo metió debajo de la manga. Yo tenía un nudo en el estómago. No lo estaba pasando nada bien. No sabía qué me asustaba más, si entrar en aquel establecimiento o no ser capaz de hacerlo. Supongo que el miedo se me notaba en la cara, porque Claudine me puso la mano en el hombro y me sonrió.