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La súbita reaparición de Coyote había despertado mi curiosidad. Mi madre no solía mencionarlo, salvo para decir que algún día regresaría. «Y entonces, querido, yo le estaré esperando.» Yo le creía al principio, pero a medida que fueron pasando los años perdí la esperanza, y el dolor dio paso a la rabia. Sin embargo, ella siempre ponía un plato más en la mesa, como si esperara al hijo pródigo. Únicamente al final de su vida empezó a sentarse sola. Percibió que se acercaba la muerte, igual que se percibe en el túnel la llegada del tren por el aire que desplaza. Mi madre oyó el silbido del tren que se acercaba para llevarla a aquel cielo en el que tan firmemente creía. Mientras el tumor crecía en su interior, llevándose su vida y su esperanza, ella comía sola.

Cogí el abrigo y bajé por la escalera. Stanley hablaba con un cliente acerca de un mueble inglés de nogal que databa del siglo diecisiete. Me dirigió una mirada cautelosa sobre sus gafas. Sentada frente a su desordenado escritorio, rodeada de montañas de libros y papeles, Esther hablaba por teléfono. El auricular quedaba oculto tras su mata de pelo rizado. Al verme, colgó y me saludó con la simpatía de cada mañana.

– ¡Qué día más hermoso! -dijo, sin reparar en mi mal humor-. Me encanta la nieve. Siempre me ha gustado, desde que era niña.

Su fuerte acento de Jersey me recordó mis años en Jupiter, el pueblito donde nos instalamos mi madre, Coyote y yo cuando salimos de Francia.

– ¿Quieres un café, Mischa? Pareces cansado. Supongo que no duermes bien. Cuando mi madre murió, me pasé un mes sin pegar ojo. Para aguantar, me ponía ginebra en el café.

– Me tomo el día libre -dije, poniéndome el abrigo.

– Buena idea. Pasea, disfruta de la nieve, observa a tu alrededor, respira hondo, llama a un amigo. Te sentirás mejor.

– Gracias.

– No me des las gracias, es un placer. Nada como una caminata a paso ligero para levantar el ánimo.

– Qué bien me conoces -dije, para seguirle la corriente. Me parecía feo mostrarme malhumorado con una persona tan llena de entusiasmo.

Esther asintió.

– Sí que te conozco. Mi padre nunca sonreía, era un auténtico Schliemiel. Parecía que cargaba con todas las penas del mundo sobre sus hombros. Siempre estaba malhumorado y triste, contestaba con malos modos a todos los que querían animarlo. Estoy acostumbrada a estas cosas.

– Gracias, Esther. Eso me hace sentir mucho mejor.

– Estupendo, me alegro. Por eso me levanto todas las mañanas, para hacer que el mundo sea un lugar mejor.

Sonreí, pero no había ninguna ironía en sus palabras.

La campanita de la puerta sonó cuando salí a la calle nevada. Me pregunté si yo era tan horrible como el padre de Esther. Por el rabillo del ojo vi a Zebedee, el relojero, charlando en la calle con el cartero. Me saludó con la mano, y yo le respondí con un gesto para no parecer un cascarrabias. Zebedee soltó una carcajada.

– ¡Que día más bonito! Lástima de nieve.

Me miraba por encima de las pequeñas gafas, posadas en la punta de la nariz. Cuando se reía parecía uno de esos gnomos de jardín. Tenía un pelo gris y lanoso a los lados y en la parte de atrás de la cabeza, una coronilla calva como una bola de billar, y unas orejas grandes y carnosas. Me quedé observando cómo se deshacían los copos que se depositaban sobre su calva como suaves plumas.

– Esta mañana ha venido a visitarte un auténtico personaje -dijo.

– ¿Lo has visto?

– Oh, sí. Hay demasiados vagabundos por aquí. Habría que hacer algo al respecto, sobre todo en esta época del año. Los pobres se morirán de frío.

– ¿Lo habías visto antes?

– Todos me parecen iguales. -Le dio las gracias al cartero, que continuó su camino.

– ¿Lo viste entrar?

– Supuse que tenía llave, porque entró por su cuenta. Pensé que era un aristócrata inglés. He oído que todos parecen vagabundos.

– Forzó la cerradura, Zeb, aunque no tengo pruebas.

– Maldita sea. ¿Se llevó algo?

Negué con la cabeza.

– Bueno, es un milagro.

Hacía muchos años que no oía esa palabra.

El apartamento de mi madre estaba en Upper West Side. Marcello, el portero, salió de detrás de su mesa y me dio un abrazo.

– Lo siento muchísimo -me dijo con el rostro pegado a mi pecho, porque era mucho más bajo que yo-. Su madre era una buena mujer, señor Fontaine.

– Gracias, Marcello. -Volvía a tener un nudo en la garganta. Mi madre se había convertido en una mujer que imponía respeto, pero siempre había tenido una sonrisa para Marcello. A lo mejor le recordaba a Jacques Reynard, pues también era pelirrojo y tenía un rostro amable.

Marcello volvió a su mesa.

– Le he recogido el correo. Hay un montón de cartas, y alguna pura usted, me parece. Supongo que son cartas de condolencia. Hoy es el primer día en que su madre no ha recibido nada. Las noticias corren, ¿no le parece?

– Muchas gracias. -Cogí el montón de cartas y entré en el ascensor.

No tuve fuerzas para mirar el correo. Me dije que era pronto para eso, y dejé las cartas en la entrada. En el apartamento flotaba todavía el olor a mi madre y a las velas aromáticas que le gustaba encender. Con las cortinas echadas, el piso estaba triste y en penumbra, silencioso como una cripta. No había movimiento, ni música, ni vida de ningún tipo, ni flores siquiera. Tal vez para ella había sido un alivio marcharse. No me parecía que siguiera allí en espíritu. Ella se había ido y yo estaba solo. Era un hombre maduro y echaba de menos a mi madre. Siempre habíamos estado juntos, maman y su pequeño chevalier. Ahora sólo estaba yo. Recorrí las habitaciones en estado de aturdimiento, con los hombros hundidos bajo el peso de mi pena.

A mi madre siempre le había gustado la sobriedad, detestaba las puntillas y los volantes. Era muy francesa, de un estilo elegante y sencillo. Los suelos eran de madera oscura y pulida, la mayor parte de los muebles provenían de anticuarios ingleses y franceses, y la tapicería era de colores pálidos, neutros. En un rincón del salón había un piano de media cola sobre el que se apilaban ordenadamente gruesos libros de arte y decoración bellamente encuadernados. Mi madre sabía tocar el piano, pero ignoro en qué momento de su vida tomó lecciones. Mientras ella vivió, las cortinas no estaban echadas y el apartamento era luminoso y bien ventilado, y altos floreros con lirios y jarrones con gardenias constituían su jardín. Ahora todo estaba oscuro y ya no había jardín, aunque en el ambiente cerrado flotaba todavía su aroma.

Cada rincón me recordaba a ella, pero el piso me parecía mucho más grande y extraño en su ausencia. Me fijaba en cosas que no había visto antes, como un adorno curioso, y también en aquello que me recordaba nuestra vida en Francia, como el escabel tapizado que mi abuela le había hecho cuando era una niña. Pensaba que nos habíamos traído muy pocas cosas de Francia, hasta que me encontré con el baúl que mi madre guardaba en su dormitorio, sobre la cómoda.

De niño me parecía muy grande, pero en realidad no era un baúl de gran tamaño. Lo recordaba repleto de los vestidos, las medias y los sombreros que le compraba mi padre durante la guerra. Mi madre guardaba esas prendas en el edificio de las caballerizas, y sólo se las ponía dentro de casa. En Estados Unidos las siguió guardando en el baúl como reliquias sagradas. Se las hubiera podido poner, pero nunca quiso hacerlo; formaban parte de su vida con mi padre, un capítulo que sólo visitaba en sueños, porque se había entregado por completo a Coyote y había empezado de cero con él. Aquel capítulo estaba cerrado para siempre, y me daba miedo abrirlo.