Deposité el baúl en el suelo pero no lo abrí; primero quería servirme un trago. Mi madre tenía un pequeño armario de bebidas detrás del salón. Las botellas de cristal seguían tal como ella las dejó, llenas de líquidos dorados y plateados, como el laboratorio de un alquimista. Me serví un vaso de ginebra y cogí un puñado de cacahuetes del bol pintado con una escena de caza muy inglesa: perros corriendo a través de un prado. El alcohol me animó. Me senté en la alfombra del dormitorio y levanté la tapa del baúl.
Me asaltó un olor mezcla de limón y del aroma inconfundible de mi madre que me transportó a la infancia. Sentí una intensa nostalgia; aquel olor significaba hogar, seguridad y refugio, era el aroma que aspiraba en sus brazos y que me indicaba que todo estaba bien. Saqué un vestido de paño verde y me lo acerqué a la nariz para oler. Todavía recordaba a mi madre como una mujer joven con una larga melena que le caía sobre los hombros hasta la mitad de la espalda, con la piel suave como el pétalo de una flor. La veía dirigirse al château por el camino de tierra, moviendo las caderas y haciendo ondear graciosamente la falda. Al morir no pasaba de los sesenta y cinco años, pero la enfermedad la había dejado en los huesos. Los pómulos sobresalían en sus mejillas hundidas y la hacían parecer mayor de lo que era. Sólo los ojos, aunque hundidos en las órbitas, seguían siendo los mismos. Eran los ojos de una muchacha atrapada en un cuerpo que se desmoronaba.
Dejé el vestido en el suelo. Había otros cinco más, en perfecto estado. Saqué un par de sombreros que nunca había visto, así como guantes y medias, todo cuidadosamente envuelto en papel de seda. Debajo de la ropa había algunos viejos libros: El conde de Montecristo,de Alexandre Dumas, Nana,de Zola, un par de libros para niños en inglés y una enciclopedia, todos bellamente encuadernados. Me pregunté si eran libros de cuando mi madre era pequeña o regalos de mi padre. Sólo había dedicatorias en los libros infantiles: «Para Anouk, sobre hadas y otros seres mágicos, Papá». Los coloqué en el suelo sobre los demás libros y seguí rebuscando.
Mi ilusión al encontrar un álbum de fotos superó a la tristeza. Era un álbum de tapas de cuero, y las páginas eran de papel negro. Las esquinas de las pequeñas fotografías, en blanco y negro, estaban cuidadosamente introducidas en unas cuñas adheridas con pegamento a la página. Debajo de cada fotografía mi madre había escrito los nombres con su letra florida de niña, pero la mayoría no tenían ningún significado para mí. Examiné con atención las fotos de mis abuelos, intentando descubrir en sus rostros las facciones de mi madre y las mías. Era muy poco lo que me había contado de su infancia, sólo que vivía cerca de Burdeos. Su madre, francesa, conoció allí a su padre, un irlandés que estaba en Burdeos para aprender sobre vinos. Apenas sabía yo nada más de ellos, aparte de la supersticiosa creencia de mi abuela en el poder del viento.
A medida que pasaba las páginas, el nombre de Michel aparecía con mayor frecuencia. Estaba en todos los grupos familiares, normalmente junto a mi madre, y cuanto más lo miraba, más claro me resultaba su parecido con ella. Pero ella nunca me dijo que tuviera un hermano, nunca había pronunciado el nombre de Michel. Aunque tampoco hablaba de sus padres. Me había contado que su madre había muerto. ¿Y su padre? Si tenía un hermano, ¿qué había sido de él? Tal vez murió en la guerra, aunque lo más probable era que la familia repudiara a mi madre tras su matrimonio. Sin embargo, en las fotografías se los veía unidos. No cabía duda de que era una familia bien avenida. A la vista del álbum, no entendía que no hubieran formado parte de mi infancia, aunque teniendo en cuenta que mi padre era alemán, tal vez no resultaba tan extraño.
Coloqué el álbum en el suelo, con la idea de estudiarlo con tranquilidad en casa, y seguí mirando dentro del baúl. Saqué una caja con un par de cartas en sus sobres, un pequeño joyero con una pulsera de diamantes y unos pendientes a juego que no había visto jamás, así como viejas medallas, y una foto en blanco y negro de mi padre, no enmarcada. Aquí aparecía más alegre y espontáneo que en la foto que mi madre tenía sobre la mesilla de noche en Francia. Se le veía relajado, con el pelo alborotado por el viento, la cabeza inclinada y una sonrisa abierta. Llevaba un jersey oscuro de cuello abierto y pantalones anchos, y tenía las manos en los bolsillos. Noté un nudo en el estómago al ver lo mucho que nos parecíamos. Me quedé largo rato mirándola, hipnotizado de verme reflejado allí, aunque hacía tiempo que yo no estaba tan sonriente y relajado. El baúl estaba casi vacío, pero algo me llamó la atención: en el fondo, la pelotita de goma que llevaba tantos años perdida.
Tomé un largo trago de ginebra que me abrasó el estómago pero me hizo sentir mejor. Tomé la pelotita de goma y la hice rodar en mi mano como cuando era niño. El gesto me trajo a la mente imágenes de Pistou, del puente sobre el río, de los viñedos, de Jacques Reynard, Daphne Halifax, Claudine y Joy Springtoe. Vi con toda claridad las paredes color arena del château,los postigos azul celeste, abiertos de par en par para que entrara el sol, las cortinas blancas de lino agitándose al viento, el canto de los pájaros, el cric-cric de los grillos, los grandes plátanos del jardín, las verjas de hierro de la entrada, los leones de piedra y el camino que llevaba a lo alto de la colina. No recordaba el momento preciso en que perdí la pelota, pero sabía lo importante que había sido para mí. Era el único vínculo que me unía con mi padre, y me daba seguridad. ¿Cuándo y por qué se había roto ese vínculo? Lo ignoraba.
Las medallas debieron de pertenecer a mi padre, y las joyas fueron seguramente un regalo que le hizo a mi madre. Nunca vi que se las pusiera. Imaginé que se habían convertido en reliquias, al igual que los vestidos. Mi madre las guardó en el baúl cuando cerró aquel capítulo de su vida. No me sentí capaz de leer las cartas, que presumía eran de amor. Las coloqué junto al álbum de fotos y la pelota para llevármelo todo a casa. Cogí una caja de zapatos atada con un cordel. En la tapa, mi madre había escrito con bolígrafo negro: «Jupiter». Me puse la caja en las rodillas, desaté el cordel y levanté la tapa. Dentro había recuerdos: el billete de Burdeos a Nueva York, a bordo del Phoenix, menús, jaboncillos todavía envueltos y sin usar, tiques de autobús y flores secas y prensadas. Nunca me imaginé que mi madre guardara tantas cosas. Cuando Coyote se fue, asumió la dirección del negocio con gran eficacia y sentido práctico. Ignoraba que le quedara lugar para el sentimentalismo y que hubiera acumulado todos esos tesoros.
Los revisé todos, uno por uno. Cada uno me recordaba algún momento. Cada momento era más maravilloso que el anterior. Me había olvidado de muchos de esos momentos. Habían sido buenos tiempos, tal vez los más felices de mi vida. Sin embargo, fue una pluma verde aislada lo que corrió la cortina para revelar el escenario con todo su color y esplendor. La hice girar entre mis dedos pulgar e índice, lo que me hizo sonreír: ahora podía ver el letrero, tan claramente como si de nuevo fuera un niño: Tienda de curiosidades del capitán Crumble.
17
Jupiter, Nueva Jersey, 1949
– Bueno, ¿y quién es tu joven amigo? -preguntó Matías, mientras toqueteaba una pluma verde con sus dedos gordezuelos.