– Lo entiendo.
– Pues no hablemos más del asunto. Quiero que volvamos al punto en el que estábamos.
Coyote le acercó una silla. Mi madre se sentó y tomó mi mano entre las suyas.
– ¿Cómo estás, cariño?
– Muy bien -dije, mientras masticaba mi tostada.
– ¿Te lohas pasado bien en el colegio?
– Sí.
– Estupendo.
Coyote le sirvió una copa de café. Mi madre se la bebió con los ojos cerrados para saborearlo mejor, y exhaló un suspiro de satisfacción.
Yo estaba encantado de que hubieran hecho las paces, y no sólo porque Coyote parecía feliz de nuevo. En realidad, sentía un gran alivio por no tener que volver con Madame Duval y el padre Abel-Louis. Me encaminé con paso ligero a la parada del autobús, tarareando las canciones de Coyote. Los árboles estaban perdiendo sus hojas y dejaban pasar los rayos del sol entre las ramas. Sentí que el mundo se abría ante mí repleto de infinitas oportunidades. Me gustaba vivir en Jupiter, tenía amigos en el colegio y me caían bien los vecinos de aquella pequeña localidad costera, pero sobre todo me gustaba mi nueva identidad. Por primera vez en mi vida, me sentía a gusto en mi propia piel.
Aquel día, después del colegio, mi madre me llevó en coche a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. En el dedo anular de la manoizquierda lucía un anillo de oro con un pequeño diamante, y en sus ojos asomaba una mirada distinta, más dura que antes. Con todo lo que le había ocurrido después de la guerra, mi madre no había perdido su candor, pero ahora la inocencia había desaparecido, reemplazada por un aire pragmático y mundano que resultaba nuevo para mí.
– Es un anillo muy bonito -le dije. Habíamos empezado a hablar en inglés incluso cuando estábamos solos. Mi madre sólo recurría al francés cuando estaba enfadada, dolida o demasiado nerviosa.
– ¿Verdad que sí?-Movió la mano para admirar el anillo y exhaló un suspiro.
– ¿Irá todo bien ahora?
– Todo irá bien, Mischa.
– Me gusta vivir aquí.
– Ya lo sé.
– Me gusta la Tienda de curiosidades.
– También a mí.
– Podría ayudar allí después del colegio. ¿Me dejarás?
– Claro que te dejo. Yo también les echaré una mano.
– ¿En serio?
No sé por qué me extrañaba que mi madre quisiera trabajar. Después de todo, había trabajado en el château. Pero ahora, con sus nuevos vestidos, no parecía una trabajadora. O tal vez lo que me chocaba era aquel brillo de determinación que había venido a sustituir a la resignación que dulcificaba sus facciones en Francia. Ahora parecía saber que, aunque Coyote nos había rescatado de Madame Duval, seguíamos siendo maman y su pequeño chevalier. Seguíamos estando solos, ella y yo, y siempre lo estaríamos.
Cuandollegamos al almacén, Matías nos saludó con su vozarrón.
– ¡Dos ayudantes! ¡Coyote, han llegado los refuerzos!
Saqué del bolsillo la pluma verde que me había regalado y me la coloqué detrás de la oreja. Matías me dirigió una radiante sonrisa.
– Ahora pareces un indio de verdad -dijo con una risotada.
Mi madre nos interrumpió.
– ¿Dónde está Coyote?
– En el despacho, como siempre, con el papeleo.
Coyote odiaba el papeleo. Le costaba horrores quedarse sentado ante el escritorio. Era un espíritu libre, y lo que le hacía feliz era ir de un lado a otro. El papeleo era una auténtica tortura para él, pero mi madre iba a liberarle de esa carga. Ella quería trabajar en la tienda, quería participar en el proyecto y necesitaba saber cómo funcionaba todo. Mientras mi madre hablaba con Coyote, yo seguía a Matías como un perrillo faldero por el almacén. Él me explicó dónde habían comprado cada objeto.
– De todo el mundo, Mischa, desde Rusia hasta Chile, y todos los países que hay enmedio.
Cogí un enorme colmillo.
– Viajarás mucho.
– Ya no tanto como antes -dijo, poniéndose las manos sobre la tripa-. Ahora no me resulta tan fácil viajar. Yo era un chiquillo delgado, aunque te parezca increíble. Me llamaban «flaco», delgaducho. El que viaja es Coyote, y vuelve cargado de cosas.
– ¿Son objetos valiosos?
– Algunos sí y otros no. -Se inclinó y me susurró al oído-: Pero te aseguro que para el cliente todo es de gran valor, raro, difícil de conseguir. ¿Entiendes? -Asentí-. Lo primero que tienes que aprender para trabajar en esta tienda es que todo es precioso. El cliente paga por un objeto único, como esta pata de elefante, algo fuera de serie. La señora Slate no la encontrará en el salón de la señora Gardner ni en ningún otro salón de Nueva Jersey. Sólo hay una.
– ¿Quieres decir que hay un elefante de tres patas cojeando por ahí?
Matías soltó una carcajada.
– No creo. Primero tuvieron que matar al elefante.
– ¿Y para qué sirve?
Se encogió de hombros.
– Como papelera, tal vez, o para dejar los paraguas.
– ¿Y esto? -Levanté el colmillo.
Matías lo cogió y lo sostuvo en alto.
– Este diente perteneció a un rinoceronte. Muy afilado, ¿verdad? Como te dije, es único. Nadie más lo tiene.
– ¿Ycómo encuentra estas cosas Coyote? -Lo admiraba más que nunca. Me lo imaginaba matando animales en África con un rifle.
– Tiene su propio sistema, pero no hay que hacerle preguntas. Coyote es un misterio, un hombre lleno de secretos. No le gusta que la gente sepa demasiadas cosas acerca de él -bajó la voz-. Es mi fantasma, Mischa. No creo que nadie conozca al verdadero Coyote.
Excepto yo, me dije con orgullo. «Yo lo conozco mejor que nadie, mejor incluso que mi madre.»
Matías me llevó por todo el almacén y me fue explicando la historia de cada objeto. Yo quería saberlo todo. Había una alfombra «mágica» de Turquía, y Matías me dijo que anteriormente había tenido el poder de volar, y un juego de sillas en miniatura que venían de Inglaterra, y que se suponía eran las del Sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas. Y también había un equipo de caballero medieval, con su armadura casi tan pequeña como yo.
– En la Edad Media los hombres eran casi de tu estatura, Mischa. Mira, éstos son el escudo y la espada. ¡Vaya, para ser un chevalier no pareces muy familiarizado con ellos!
Me dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de enviarme volando al otro lado del almacén. Vimos también un bonito tapiz donde aparecía Baco, el dios del vino, rodeado de ninfas, y un unicornio en un bosque de un intenso color verde. Los colores eran preciosos, aunque un poco desvaídos. Matías desenrolló el tapiz y me lo mostró con orgullo.
– Lo encontramos en Francia al principio de la guerra.
– Es muy bonito -dije espontáneamente. En el château había uno muy parecido en el recibidor.
Matías lo enrolló de nuevo. Luego me mostró una prenda hecha con retales de colores.
– ¿Sabes qué es esto?
Abrí los ojos como platos. No me lo podía creer.
– ¡El abrigo del vagabundo de Virginia! -exclamé emocionado.
Matías frunció el entrecejo.
– ¡Es un abrigo de muchos colores, y más viejo que este país!
Una mujer y su hijo entraron en la tienda. Matías los recibió con los brazos abiertos, como si fueran de su propia familia.
– ¿En qué puedo ayudarles?
– Estoy buscando un regalo para mi nuera -dijo la mujer, sin mucho entusiasmo.
– ¿Qué tipo de cosas le gustan?