– Pregúntele a él, se casó con ella -replicó encogiéndose ele hombros. El hombre exhaló un suspiro. Era alto y delgado, y la mujer parecía pequeñita a su lado-. El Día de Acción de Gracias celebraremos en mi casa su cumpleaños. -La madre tenía una cara larga, de mejillas flojas, y un poco de papada-. Vamos, Antonio, cuéntale qué cosas le gustan.
– Es muy femenina -dijo él. No hizo caso del resoplido de su madre y continuó-: Le gustan las cosas bonitas para la casa.
– Tengo justo lo que necesitan. -Matías los guió al fondo del almacén. Yo me escondí detrás de la pata de elefante para observar sin ser visto.
La madre la emprendió contra su hijo.
– No llamáis, no escribís nunca, apenas venís a vernos. Cualquiera diría que vivís en otro país, pero estáis en el mismo estado, por el amor de Dios. ¿Qué diría tu abuela si viviera? Te he educado para que respetes a tu familia. -Antonio quiso apaciguarla con un gesto, pero la madre le apartó la mano-. Es igual, moriré sola. No pasa nada.
– Pero…
– ¿Tu padre? No está nunca en casa. No me preguntes por tu padre, Antonio. Dice que tiene trabajo, pero lo más probable es que se trata de otra mujer. Puedo aguantarlo, ¿qué otra cosa voy a hacer? -Alzó la barbilla y respiró ruidosamente por la nariz.
Matías regresó con una caja antigua con botellas de cristal tallado con tapones de plata. Eran para el tocador. A Antonio se le iluminó la cara.
– Esto le encantará -dijo.
– ¡Es demasiado bueno para ella! -exclamó su madre.
– Mamá…
– ¿Qué va a hacer con esto? ¿Acaso no tiene suficientes trastos?
Matías se volvió hacia mí.
– Mischa, ven a echar un vistazo a esto.
Salí de detrás de la pata de elefante con las manos en los bolsillos, fingiendo que había estado ocupado.
– ¿Qué es? -Miré dentro de la caja.
– Pertenecía a una dama victoriana. ¿Ves la inicial? Es una uve doble, por Wellington. Esta caja pertenecía a la duquesa de Wellington. Señora, esto es auténtico, una antigüedad de gran valor que viene de Inglaterra.
– Es precioso -dijo Antonio-. ¿Cuánto cuesta?
– Será demasiado caro, Antonio. Perteneció a una duquesa -protestó su madre.
– Si me dedican una sonrisa, se lo dejaré por doce dólares -dijo Matías en un intento por hacer que olvidara su mal humor.
– ¿Y por qué iba a sonreír? Ya nunca veo a mi hijo -dijo la mujer con tristeza-. De haber sabido que iba a morirme sola no habría aguantado esas veinticuatro horas de parto.
– Mamá…
– ¿Quieres a tu madre? -me preguntó la mujer.
– Sí.
– Cuando te enamores, no la olvides, como ha hecho Antonio. No olvides a tu anciana madre. Te ha entregado su vida. -Antonio me dirigió una sonrisita de disculpa-. ¿Me vende esto por doce dólares? -preguntó, volviéndose a Matías.
– Para usted, doce dólares.
– Entonces, sea. -Una sonrisa iluminó su rostro-. Es lo más parecido a un regalo de duquesa que me puedo permitir -dijo riendo con ganas-. Puedes decirle que pertenecía a la realeza, Antonio, seguro que eso le gustará.
– Y le gustará que se lo regale usted -dijo Matías.
– Si la ve por aquí: es bajita, con una cara afilada y pelo rubio, dígale que yo me llevaría al chico.
Me quedé escandalizado, pero Matías se rió a carcajadas.
– A lo mejor se lo vendo, si me paga bien -dijo. Me dio una palmada en la espalda.
La mujer me pellizcó la mejilla hasta hacerme daño.
– Eres demasiado bueno para mí, y caro, vales tu peso en oro. Además eres guapo. Antonio nunca fue tan guapo. Pero ¿qué puedes hacer? Cada uno tiene que arreglárselas con lo que Dios le ha dado.
Por fin me soltó la mejilla, pero me seguía doliendo una hora más tarde.
– Tus primeros clientes -rió Matías-. Aquí vienen muchos parecidos.
– Su hijo no ha dicho casi nada.
– Siempre se comportan así. Están dominados por la madre, los pobrecitos. Estas matriarcas italianas ven a sus nueras como competidoras. Me gustaría poder espiar su comida del Día de Acción de Gracias por el ojo de la cerradura.
– ¿De verdad pertenecieron las botellas a una duquesa inglesa?
– Por supuesto. -En sus ojos brillaba una chispa traviesa.
– ¿Y por qué no las has vendido más caras?
– Todo es relativo. Lo que para una persona resulta caro, para otra es una ganga.
– Cuando le dijiste el precio, la mujer sonrió.
– Sí, señor, así es. Seguro que tiene un montón de dinero escondido debajo del colchón. Conozco a esas mujeres.
– ¿Crees que su nuera vendrá? -le pregunté asustado.
Matías se rió de mi cara de miedo.
– Tienes que aprender a distinguir una broma, Miguelito. -Él no podía saber que ese tipo de amenazas eran reales en el château.
Dejé a Matías y fui en busca de mi madre y de Coyote. Caminé por la tienda como una pantera, sin hacer ruido, y cuando llegué a la oficina no entré, sino que me puse de puntillas y miré por la ventana. Mi madre estaba sentada sobre las rodillas de Coyote. Se estaban besando. Me quedé observándolos, con un intenso sentimiento de déjà vu. Me recordaba al día en que Pistou y yo espiamos a Jacques Reynar y a Yvette en el pabellón. Coyote había deslizado una mano bajo la falda de mi madre y la apoyaba en su pierna. Se daban besos y se reían. No cabía duda de que se habían reconciliado. La oficina estaba en penumbra, pero el anillo destellaba en el dedo de mi madre. Todavía llevaba su sombrerito, la chaqueta verde abotonada hasta arriba y el collar de perlas. La mano de Coyote pugnaba por quitarle las medias. Mi madre parecía una niña allí sentada, aunque no había nada inocente en la escena. Me quedé un buen rato mirándolos, fascinado por los secretos del mundo adulto, hasta que por miedo a que me descubriera Matías -o, peor aún, mi madre- volví al almacén para ayudar con un grupo de clientes que acababa de entrar.
Me encantaba la vida que llevaba en Jupiter. Por primera vez, me gustaba lo que era, me sentía feliz. El Día de Acción de Gracias comimos con Matías y su esposa, María Elena. Matías aseguraba que había matado con sus propias manos al inmenso pavo que nos íbamos a comer. Me senté frente a mi plato repleto de comida con la agradable sensación de formar parte de una familia, una familia de verdad.
– ¿Quieres que te explique la historia del Día de Acción de Gracias, Junior? -me preguntó Coyote dando un sorbo al vino tinto debidamente chambré. Yo estaba deseoso de aprender todo lo posible de aquel país que ya consideraba mío-. El este de América del Norte estaba poblada por indios que vivían de la pesca y la ganadería. En el siglo diecisiete, los colonos que llegaron de Europa los mataron a casi todos, pobres diablos. Los que no morían en combate caían víctimas de las enfermedades. Muchos de los primeros colonos eran puritanos, y entre ellos estaban los que llegaron a Cape Cod a bordo del famoso Mayflower. Eran ingleses, en su mayoría perseguidos por motivos religiosos, que querían fundar un nuevo mundo en América. A la tierra que acababan de descubrir la llamaron Nueva Inglaterra. El Día de Acción de Gracias se celebra en todo el país, y conmemora el final del primer año de los peregrinos del Mayflower y el éxito de su cosecha. -Paró de hablar un instante y posó en mi madre una mirada cargada de vino y de amor-. Quiero brindar por los recién llegados a este Nuevo Mundo. Quiero celebrar su huida de Francia y su llegada por mar sanos y salvos, y les deseo un futuro de salud y bienestar, pero también lleno de oportunidades. Porque esto es para mí esta tierra, el país de las infinitas oportunidades.