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– Vivo improvisando -me dijo un día alborotándome el pelo-. Lo entenderás cuando seas mayor.

Coyote viajaba mucho. La mayor parte del tiempo no estaba con nosotros. Yo le echaba de menos, pero nuestra casa era tan acogedora y alegre que su ausencia era fácil de soportar. Matías y María Elena se convirtieron en mis segundos padres. Pasaba mucho tiempo en su casa, entre juegos y risas. Con ellos me sentía mimado y comprendido. Me encantaban las historias de magia y de misterio que me leía María Elena, y sus poesías. Me acurrucaba a su lado y respiraba el aroma cálido y especiado de su piel. Era magnífico contar con el cariño de otra mujer.

Ya tocaba bien la guitarra y había empezado a componer mis propias canciones. A la salida del colegio tocaba con un grupo de amigos: Joe Lampton tocaba el saxo, Frank Mullet la batería, y Solly Halpstein el piano. Nos reuníamos en casa de Joe porque su madre tenía un piano en el salón. Lo que tocábamos no sonaba demasiado bien, en realidad era horrible, pero no nos importaba. Por lo menos hacíamos algo mejor que dar vueltas por la calle pasando frío.

Mi madre llevaba las cuentas de la tienda y María Elena se convirtió en su mejor amiga. Ella y Matías nos visitaban o nosotros íbamos a su casa. Los dos matrimonios estaban siempre juntos y yo iba con ellos. A veces me quedaba dormido en su casa y después Coyote me llevaba en brazos al coche y me metía en la cama sin que yo me enterara de nada.

Matías y María Elena no tenían hijos. Me pregunté si habrían tenido un disgusto como el de Daphne Halifax, pero sabía que no debía mencionarlo.

Con el verano llegaron los turistas, los bañistas que abarrotaban la playa, el alboroto en los bares y cafés, y las tiendas a rebosar de clientes. Las parejas paseaban arriba y abajo por el paseo marítimo, los niños jugaban en la arena, los perros entraban y salían del agua y todo el mundo era feliz. Coyote, con sus idas y venidas, nos llenaba de amor y alegría y nos traía de sus viajes objetos extraordinarios. Siempre regresaba con historias sobre los lugares que había visto y las gentes que había conocido, pero yo prefería sobre todas la historia del anciano de Virginia y se la hacía contar una y otra vez. A veces Coyote volvía con barba, y otras veces limpio y recién afeitado, con un traje nuevo recién planchado y los zapatos lustrosos. En ocasiones aparecía con una barba de varios días, áspera y punzante como los rastrojos de maíz después de la cosecha, y en otras tenía las mejillas suaves y aterciopeladas. Pero ya viniera con aspecto de rico o de pobre, siempre me traía algún regalo, nunca llegaba con las manos vacías. Podía ser una tela para mi madre, que había vuelto a hacerse sus propios vestidos, o un juguete para mí, zapatos, una baratija, una cajita o un libro… siempre traía un regalo y a mi madre siempre le gustaba.

Su relación era cada vez más sólida, como las raíces de un árbol que se hunden en la tierra para que las ramas puedan crecer. Se notaba en las miradas que intercambiaban, en la forma en que se acercaban el uno al otro, y en los gestos de ternura que tenían. Cuando veía aparecer a mi madre, a Coyote se le iluminaba el rostro; la dicha le confería una luz especial, como esos farolillos chinos que se iluminan por dentro, y la seguía con mirada arrobada y una mueca amorosa y sensual en los labios. Y mi madre coqueteaba y adoptaba poses seductoras, consciente de que él no dejaba nunca de mirarla.

Se acostumbró a poner un plato en la mesa pura él cuando estaba de viaje, porque Coyote nunca nos decía cuándo llegaría. Para no estar triste, mi madre trabajaba duramente en la tienda, pero por las noches se sentaba junto a la ventana, igual que en Francia, a contemplar las estrellas, como si pudieran traerle a casa. Todo el tiempo hablaba de él con un amor que le arrebolaba las mejillas, y cuando finalmente lo veía llegar, se arrojaba en sus brazos, se colgaba de su cuello y lo cubría de besos, olvidando que yo los miraba. Luego Coyote se me acercaba y me daba un abrazo.

– ¿Qué tal, Junior? ¿Me has echado de menos? -preguntaba, dándome un beso.

Solían acostarse pronto y yo oía sus risas a través de la pared. Aunque también se peleaban. A veces mi madre se ponía furiosa con Coyote y le gritaba, despeinada y hecha una fiera. Pero siempre acababan por reconciliarse. Coyote intentaba por todos los medios que ella no volviera a encerrarse y apartarse de él como con el asunto de la boda. Parecían muy felices, y yo también era feliz. Hasta que ocurrió algo inesperado que hundió una daga en el corazón de nuestra pequeña familia.

20

Todo empezó en otoño de 1951. Supongo que el hecho de que sucediera precisamente la noche de mi décimo cumpleaños -el día que marcaba el final de mi niñez- puede considerarse simbólico. Ahora, si miro hacia atrás, puedo señalar ese día y decir: aquella noche cambió mi vida. Por más que los acontecimientos de 1944 me habían afectado profundamente, había conseguido superarlos. Coyote me había ayudado a romper el molde que me constreñía. Aquel día, sin embargo, cuando más lo necesitaba, Coyote no estaba.

Mi madre estaba nerviosa. María Elena nos había invitado a cenar a su casa y había insistido en preparar el pastel ella misma. Mi madre tenía tanto trabajo en la tienda que no le quedaba tiempo para pensar en celebraciones. Aquel verano habíamos tenido muchos veraneantes. En el paseo marítimo no se podía dar un paso, las playas estaban a rebosar de gente tomando el sol, y por la tarde todos iban de compras. Acabadas las vacaciones, la actividad disminuyó, las playas se vaciaron de turistas y sólo quedaban los vecinos. Como había estado ayudando en la tienda todo el verano, me conocía al dedillo los artículos en venta y me había convertido en un vendedor competente. Me gustaba el trabajo, me gustaba bromear con Matías a espaldas de los clientes. No me sentía como un crío al que dejan merodear entre adultos, sino como uno más del equipo, y como tal me trataban. Cuando cerrábamos la tienda por la tarde, Coyote sacaba la guitarra y, sentados sobre la hierba a la sombra de un arce, cantábamos viejas canciones de vaqueros. Si el negocio había ido bien, abría una botella de vino y me daban un vasito. Me encantaba cuando Coyote explicaba historias del anciano de Virginia.

Siempre me había gustado el día de mi cumpleaños, siempre fue un día especial. Si cierro los ojos y me concentro, puedo rememorar perfectamente mi tercer cumpleaños en el château. Mi padre no estaba, pero no recuerdo que me importara, porque mi madre no parecía sentirse desgraciada. Yo era entonces demasiado pequeño para darme cuenta de lo que sucedía, pero sí recuerdo que mi madre me había preparado un pastel con forma de aeroplano, que apagué yo mismo las velas y que había más gente. También recuerdo lo importante que me sentí. Desde entonces el olor a vainilla me parece reconfortante.

Entre las paredes del château me sentía seguro, y cuando el enemigo conseguía traspasar aquellas paredes, yo me refugiaba en los brazos de mi madre. Pero ni el día de mi tercer cumpleaños ni cuando cumplí los diez tuve conciencia de que un enemigo merodeara entre las sombras.

A Matías le encantaba preparar barbacoas. Nos dijo que en Chile lo llamaban «asado», y aseguraba que allí la carne era mucho más sabrosa. Aquel día había invitado a algunos amigos, y nos sentamos todos en el jardín disfrutando del olor a carne asada y de los suaves aromas de otoño. Matías, con su inmensa tripa, se había puesto el delantal de María Elena y apenas podía atárselo a la espalda, por lo que se veía muy divertido. Así ataviado, bailaba moviendo el trasero al ritmo de la guitarra de Coyote. María Elena lo abrazó por detrás y empezó a bailar con él un baile lento y perezoso. Coyote tocaba con la espalda apoyada contra un árbol y el sombrero ladeado sobre la cabeza, como había hecho en Francia, en el claro junto al río. Mi madre, con pantalones blancos y un turbante en la cabeza que dejaba al descubierto su pico de viuda, miraba a Coyote sonriente. Tenía la piel de color café con leche y las pecas de su nariz eran más visibles que nunca.