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Estuvimos esperando largo rato, preguntándonos qué hacer, hasta que finalmente Coyote apareció con semblante serio, más serio de lo que yo lo había visto nunca, y subió al coche.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó mi madre. Estaba blanca como el papel.

– Han dejado toda la casa patas arriba -dijo con una voz que no parecía la suya.

– ¿Qué se han llevado?

– Nada, por lo que he visto.

– Bien, gracias a Dios -dijo mi madre con alivio-. Lo que hayan roto puede arreglarse.

Coyote puso el coche en marcha.

– Quiero ir al almacén a comprobar si han entrado.

– ¿Crees que también habrán estado allí?

– No lo sé. Es una intuición.

– ¿Han entrado en mi cuarto? -Me preocupaba que hubieran tocado mis juguetes.

– Han entrado en todas partes, Junior. No han dejado ni un cajón sin abrir.

Cuando llegamos a la tienda, Coyote sacó una pistola. Mi madre ahogó un grito.

– No te preocupes, cariño. Sólo la usaré si no queda más remedio.

– ¿Por qué no llamamos a la policía?

– No pienso llamar a la policía, no pienso llamar a nadie, ¿entendido? Esto es asunto nuestro. Hacemos las cosas a nuestra manera, no hace falta que intervengan las autoridades -dijo Coyote con un tono de filo acerado que no admitía réplica.

Mi madre estaba asustada.

– No hagas tonterías, Coyote, por favor. Hazlo por Mischa.

Coyote le dio un beso.

– Si los encuentro aquí, ya pueden prepararse. -Salió del coche y nos ordenó que nos agacháramos para que no pudieran vernos.

– ¿Estás bien, Mischa? -me preguntó mi madre una vez que él se hubo marchado.

Yo me lo estaba pasando estupendamente.

– Estoy bien.

– ¿No tienes miedo?

– No. -Ya no era su pequeño chevalier. Era demasiado mayor para niñerías, pero aquella noche mi mano estuvo en la empuñadura de la espada, preparada para desenvainarla si se presentaba el enemigo.

Coyote tardaba en volver. Mi madre y yo esperábamos en la oscuridad, escuchando nuestra propia respiración.

– Espero que no tenga que utilizar la pistola -dijo mi madre.

– ¿Sabías que tenía una?

– No.

– ¿Crees que alguna vez ha matado a alguien?

– No seas tonto, Mischa. Claro que no ha matado a nadie.

– Pero no lo sabes con seguridad.

– No, pero lo conozco.

– En la guerra habrá matado a gente.

– Eso es otra cosa.

– ¿Y qué estaban buscando?

– Cosas valiosas, me imagino. No se habrán llevado nada porque no tenemos objetos de valor.

– Aquí los tenemos.

– No demasiados, Mischa. Aquí hay un montón de chatarra.

– ¿En serio? ¿No hay nada valioso?

– Bueno, hay algunas cosas auténticas, y algunas cuestan dinero, pero no hay nada que tenga un gran valor. Si lo hubiera, seríamos ricos.

– Matías dice que valen una fortuna. Coyote las recoge de todas las partes del mundo.

Mi madre se rió con escepticismo.

– No son las joyas de la corona inglesa, Mischa. Son cosas que encuentra en zocos y mercadillos. Lo único que las hace interesantes es que no puedes adquirirlas aquí, como esa estúpida pata de elefante.

– ¿Y el tapiz?

– No sé de dónde lo ha sacado -se apresuró a contestar mi madre-. Lo que él encuentre por ahí no es asunto mío.

Oímos que abrían la portezuela del coche. Coyote estaba de vuelta.

– Ya podéis salir -dijo. Su voz volvía a ser la de siempre.

– ¿Está todo bien? -le preguntó mi madre.

– Lo han desordenado todo pero no se han llevado nada importante.

– ¡Gracias a Dios!

– ¿Y qué querían? -le pregunté trepando para salir del coche.

– No lo sé, Junior, pero fuera lo que fuese no lo han encontrado.

Me quedé horrorizado al comprobar el desorden en que habían dejado la tienda. Todo estaba por el suelo, como si hubiera pasado la marabunta. Todo eran cristales rotos y muebles astillados. Habían pasado por encima de los muebles y habían ido arrojando las cosas al suelo. Mi madre estaba desesperada.

– Nos llevará semanas poner esto en orden -dijo-. Estamos en la ruina.

De repente, la tienda ya no era un montón de chatarra sino su medio de vida. Me sentí tentado de hacérselo ver, pero me dije que probablemente no era el momento.

– No te preocupes, cielo, no estamos en la ruina -dijo Coyote rascándose pensativo la barbilla-. Todo esto lo podemos arreglar.

– Pero han destrozado muchas cosas…

– Venga, vamos a casa. Nos pondremos manos a la obra por la mañana.

– Creo que tendríamos que telefonear a la policía -insistió mi madre.

Pero Coyote se mostró inflexible.

– No. De esto, ni una palabra a nadie, ni a la policía. -Mi madre asintió lentamente con expresión sombría-. Recuérdalo tú también, Junior. Ni una palabra.

– Ni una palabra -dije, sintiéndome de nuevo como un espía-. ¿Sabes quién ha sido, Coyote? -Porque aunque él lo negaba, yo tenía la sensación de que sabía algo.

– No, no lo sé.

– ¿Crees que volverán? -le preguntó mi madre.

– No si puedo evitarlo.

Cuando entramos en casa nos encontramos con el mismo desastre. Habían puesto todas las habitaciones patas arriba, y hasta habían arrancado algunas tablas del suelo. Mi madre enterró la cara entre las manos y rompió a llorar.

– Nuestra bonita casa. Han destrozado nuestra preciosa casa.

Yo me había quedado mudo de la impresión. Hasta aquel momento no había tenido miedo, pero de repente volví a sentirme inseguro, y me vino a la mente la imagen del padre Abel-Louis. Había que ser muy poderoso para poner nervioso a Coyote y saquear su casa. Los fundamentos de mi seguridad se habían visto fuertemente sacudidos.

Aquella noche dormimos en casa de Matías. Me quedé despierto en la cama rodeado de los juguetes que ya habían perdido su magia, atento a la conversación de los mayores en el piso de abajo. No entendía lo que decían, sólo oía el murmullo de la conversación, pero mi imaginación estaba desbocada. ¿Y si era el padre Abel-Louis que me buscaba? Si habían sido los ladrones y no habían encontrado nada de valor, ¿volverían? ¿Y si iban detrás de Coyote? ¿Volverían a por él? Quería respuestas, pero no obtuve ninguna.

Al día siguiente, mientras Matías y Coyote iban a la tienda, mi madre y María Elena emprendieron la pesada tarea de poner nuestra casa en orden.

– No entiendo por qué no llama a la policía -dijo mi madre irritada.

– Coyote es así. Considera que él lo puede arreglar todo solo -respondió su amiga.

– Puede que lo piense, pero está claro que no es así.

– No te preocupes. Sabe lo que hace.

De repente mi madre dejó de limpiar y se puso en cuclillas.

– Tú crees que sabe quién ha sido, ¿verdad?

– ¿Por qué dices eso? -Ella también se detuvo en su tarea. Yo seguí guardando cosas en los cajones como me habían ordenado y simulé que no estaba escuchando.

– No lo sé, sólo lo intuyo.

– Un presentimiento.

– Eso es. Creo que sabe lo que buscaban.

– ¿Y qué era?

– No lo sé. No me lo dijo, pero ayer noche, cuando salía de la tienda parecía satisfecho. Todo estaba patas arriba, nos habían destrozado la casa y él sonreía.

– Matías lleva años trabajando con él. Si hubiera algo de valor, lo sabría.

– A lo mejor no es algo de valor. -Mi madre negó lentamente con la cabeza-. No lo sé. Supongo que estoy diciendo tonterías, pero no entiendo por qué no quiere llamar a la policía.