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– Matías tampoco la habría llamado. -María Elena se había vuelto a poner de rodillas para fregar-. ¡Hombres! Detestan sentirse incapaces. Si no pueden arreglar estas cosas por sí mismos, parece que son menos hombres. En Chile lo llamamos machismo.

– Sólo las mujeres somos lo bastante débiles como para acudir a los representantes de la ley.

– ¡Eso mismo!

Se rieron. Pero a mi entender lo que había dicho mi madre era muy interesante. Después de todo, era posible que la tienda no tuviera sólo un montón de baratijas.

Una semana más tarde, Coyote anunció que se iba de viaje. Explicó que los ladrones habían destrozado tantas cosas que no le quedaba más remedio que ir en busca de material. Besó a mi madre en la boca, estrechándola largamente entre sus brazos, y luego me dio un beso.

– Cuida de tu madre por mí, ¿vale, Junior? -me dijo, revolviéndome el pelo. Me sonrió con su amplia sonrisa de siempre, pero mi madre debió presentir que había tomado una decisión, porquele pidió que tuviera cuidado.

– Ten cuidado, cariño. No hagas tonterías.

Lo vimos subir al coche y colocar la maleta y la guitarra en el asiento trasero. Mi madre estaba seria y se mordía las uñas. Coyote nos dijo adiós con la mano y nosotros le dijimos adiós como hacíamos siempre, pero ambos sentimos que esta vez había algo diferente, aunque no supimos qué.

De nuevo nos quedamos solos. Sólo nosotros dos. Mi madre y yo.

21

Aquella fue la última vez que vi a Coyote, hasta que se presentó en mi oficina treinta años más tarde convertido en un vagabundo sucio y maloliente. Mientras hacía girar en la mano la pluma verde, los viejos sentimientos de resentimiento y de odio volvieron a brotar en mi corazón y me hirieron con sus púas, me hicieron sangrar. No fue su marcha lo que nos destrozó -se había ido incontables veces- sino el hecho de que no volviera.

Al principio, mi madre y yo seguimos con nuestras costumbres. Cada noche, ella ponía tres cubiertos en la mesa, por si Coyote regresaba. Recuerdo el mantel blanco con las cerezas rojas y las servilletas a juego. La de mi madre y la mía estaban usadas y arrugadas, pero la de Coyote seguía limpia y planchada. Y así siguió cada noche, en su servilletero de plata, hasta que el lugar de Coyote se convirtió en una suerte de santuario. Recuerdo el olor a limón de mi madre, su pelo brillante, su alegre caminar, sus labios cantarines y sus ojos llenos de luz porque contaba con el amor de Coyote. Nunca dudó de que volvería. Siempre había vuelto.

Pero Coyote no regresó, y pasamos meses sin noticias suyas. Hurgué en el baúl hasta que encontré sus postales, atadas en un pequeño fajo con un cordel. No me sorprendía que mi madre las hubiera guardado: habían sido un arco iris, habían traído un rayo de luz a nuestro hogar para luego dejarnos a oscuras. Ahora me doy cuenta de que ella lo guardaba todo. Las conté. Eran ocho postales en total. Los dos primeros años nos habían dado ánimos, luego sólo nosquedó un rayo de fe y esperanza de tanto en tanto, hasta que finalmente me sumergí en una oscuridad donde no había esperanza ni luz ni arco iris. Odié el mundo, odié a mi madre, pero sobre todo odié a Coyote por lo que me había hecho.

No me gusta pensar en aquellos años tan dolorosos. Prefiero recordar el verano en el château,cuando apareció Coyote con su misterio y su magia y nos cambió la vida por completo. Con su cariño, nos ayudó a superar el pasado. Me enseñó a tener confianza en mí mismo, y yo a cambio le entregué mi alma, mi vida, todo mi ser. Los primeros tres años en Jupiter fueron años dorados, porque el sol me había iluminado por una vez, y me había sentido especia!, querido y valorado. Después Coyote se marchó, y al parecer yo no era lo suficientemente bueno, o no le importaba demasiado, para que volviera. O eso sentí, porque así como el cariño de mi madre me parecía gratuito, el de Coyote era la medida de mi propia valía. Cuando él me rechazó, empecé a odiarme y entré en una etapa de oscuridad y rebeldía. El chevalier tuvo que librar la batalla más importante contra el más feroz enemigo: uno mismo.

La voz tenía que haber sido mi más importante medio de comunicación. Después de todo, era lo que más deseaba de niño: pensaba que la voz lo resolvería todo. Me imaginaba que si volvía a hablar, todo se resolvería y se acabarían mis problemas. Y así sucedió al principio. En Maurilliac me proclamaron santo, y en Jupiter todos me querían. Pero con la marcha de Coyote todo empezó a descomponerse, y yo perdí mi espíritu poco a poco hasta que apenas podía mirarme en el espejo sin sentir asco de mí mismo. Porque a mi padre se lo había llevado la guerra, pero Coyote se había marchado por su propia voluntad. Mi padre no me abandonó, lo mataron, en tanto que Coyote había decidido marcharse porque ya no me quería. Como yo no significaba nada para él, me había abandonado como a una maleta vieja.

Para expresar la angustia no me servía la voz, porque no conocía las palabras adecuadas. De hecho, ahora entiendo que no existen palabras para expresar ese dolor. Y como era incapaz de hablar, empecé a usar la violencia. La primera vez que destrocé una ventana sentí un alivio tan embriagador que por un momento me creí curado. Encantado de mi hazaña, orgulloso de haber dominado la situación, regresé pavoneándome a casa. Me había herido con los cristales, y la sangre que manaba de la herida se llevaba consigo todo el veneno que tenía dentro. Mi madre se asustó muchísimo al verme tan pálido y me llevó corriendo al hospital mientras yo sonreía como un bobo. Por primera vez mi madre me miró con recelo, como si no me conociera.

Durante los dos primeros años me entregué a la violencia sin ton ni son. A la salida del colegio me unía a unos cuantos amigos tan perdidos como yo y hacíamos gamberradas: pintarrajeábamos las paredes, arañábamos coches aparcados y cometíamos pequeños hurtos en las tiendas, pero sobre todo hablábamos. Nos pasábamos el tiempo planeando cosas mientras fumábamos los cigarrillos que habíamos logrado gorrear y compartíamos el alcohol que habíamos birlado; entre risas nos mostrábamos fotos de chicas y hablábamos de sexo, aunque ninguno de nosotros tenía experiencia. Pasé de ser el niño preferido de Jupiter a convertirme en una amenaza. La gente cambiaba de acera para evitarme. Mis ojos azules y mi pelo rubio no podían esconder al criminal en que me había convertido. Y no me importaba que me detestaran, porque también me odiaba a mí mismo.

Cuando empecé el instituto, los problemas aumentaron: sexo, drogas y violencia. Sólo tenía quince años, pero aparentaba más. Aunque había sido un niño menudo, la abundancia de comida en Estados Unidos me convirtió en un chico alto y fornido. Además, la furia que me ardía por dentro me tornaba audaz. Cada día me unía a una banda de chicos mayores que yo y fumábamos marihuana en un edificio abandonado. Se llamaban a sí mismos los Halcones Negros. En el instituto les tenían miedo porque se metían con los débiles y los pequeños y les quitaban el dinero para pagar a los traficantes que merodeaban por allí. A mí eso no me atraía. En Maurilliac había sido el niño más débil y sabía lo que se sentía. Me interesaban el sexo y la violencia, dos maneras de olvidarme de todo.

Yo era el más alto y el más fuerte y podía enfrentarme a cualquiera; gracias a las peleas callejeras adquirí un estatus y me gané el respeto de los demás. Cuando me enfurecía, lo veía todo rojo y me convertía en una máquina de golpear, rugir y dar patadas. Me quedaba con una fantástica sensación de alivio, como si me hubieran sajado un absceso y hubiera salido iodo el pus. Como había sido un niño asustadizo, ahora me encantaba comprobar el miedo que me tenían, y cuando me peleaba con un crío, solía ponerle la cara de Monsieur Cézade antes de atizarle un puñetazo en la mandíbula. Con la violencia podía dar salida a la furia y acallar el dolor, y el sexo me permitía olvidar lo que era en realidad: un niño perdido. Creyéndome un hombre podía cerrar la puerta a mi atribulada infancia y esconder la llave.