– Tío, menudo asunto. -Alguien me apartó la mano del costado, miró y volvió a colocarla en su lugar-. Hay mucha sangre. Mierda, está jodido. ¿Qué hacemos ahora?
No tuvieron que hacer nada. Un vigilante nocturno que lo había visto todo telefoneó a la policía, y cuando los faros de los vehículos policiales iluminaron el aparcamiento, los Halcones Negros me abandonaron. Todos sin excepción. Me quedé solo, tendido sobre el asfalto mojado, y me acordé de mi madre. Ella nunca me habría abandonado, pasara lo que pasara. Mientras yacía moribundo bajo la fina llovizna pensé que tenía que sobrevivir para decirle cuánto lo sentía.
Cuando recuperé la conciencia, estaba en el hospital y mi madre estaba a mi lado. Me cogía la mano y tenía entre los ojos esa arruga que se le formaba cuando estaba preocupada. Al ver que abría los ojos sonrió.
– ¡Qué tonto eres! Un chevalier sólo pelea por una buena causa. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?
– Lo siento -susurré.
– No pasa nada -me dijo muy decidida-. Nos iremos a vivir a Nueva York. Ya me he cansado de Jupiter. Y necesitamos un cambio, ¿no te parece?
Me sentí presa del pánico.
– Pero ¿cómo va a encontrarnos allí? -pregunté con voz ronca.
Mi madre me miró con ojos relucientes, haciendo lo posible para que no se le escapara una sonrisa.
– Si quiere encontrarnos, nos encontrará.
– ¿Crees que volverá algún día?
– Estoy segura. Algún día. -Parecía muy segura. Yo hubiera querido estar tan seguro como ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé. Tengo una especie de intuición. El viento nos lo trajo y un día nos lo devolverá. Te lo prometo.
– Pensaba que no creías en la magia.
Mi madre se inclinó y me acarició la frente.
– Debería darte vergüenza, Mischa Fontaine. Yo te enseñé toda la magia que sabes.
Y así fue como hicimos las maletas y nos trasladamos a la Gran Manzana, como llaman aquí a Nueva York.
22
Manhattan me gustó desde el primer momento. Con el dinero que obtuvo por la venta de la tienda y de los cachivaches que había dentro, mi madre compró un apartamento encima de un local en el centro de Nueva York, justo al lado del excéntrico relojero, el señor Halpstein. Era un piso muy sencillo, pero no importaba. Los dos experimentamos un sentimiento de liberación, como si hubiéramos cambiado de piel y renaciéramos limpios del pasado.
El anonimato de la gran ciudad me permitió dejar atrás a los violentos Halcones Negros y emprender un nuevo camino en un lugar donde nadie me conocía ni sabía de mi pasado. Podía caminar por la calle sin que nadie se apresurara a cambiar de acera como si fuera un lobo feroz.
Mi madre y yo abrimos una tienda que se llamaba Fontaine's, y donde se vendían auténticas antigüedades, y no los trastos que ofrecía Coyote en la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. Mi madre empezó a acudir a las subastas y a ventas de casas, y como tenía buen gusto, fue creando poco a poco un negocio con objetos de calidad. Al fin y al cabo, era francesa y había pasado buena parte de su vida en un château,rodeada de personas cultas y refinadas. Como era inteligente, no tardó mucho en aprender las claves del negocio. Cuando quería, podía resultar irresistible, y en poco tiempo se hizo un nombre por su sentido común y buen olfato para detectar los objetos auténticos. Estaba muy satisfecha de utilizar su inteligencia, tan poco aprovechada en la lavandería del château y como contable de Coyote. Ahora, en cambio, era dueña de un negocio y tenía que fiarse de su propio instinto. Llegó a conocer a mucha gente, pero dudo que tuviera amigos de verdad.
Yo echaba de menos a nuestros únicos amigos, María Elena y Matías. Al principio nos visitaron unas pocas veces, pero nosotros nunca volvimos a Jupiter. Desde que tome la decisión de cambiar, no quería que me recordaran lo que había sido. Finalmente, hasta nuestros amigos dejaron de venir. Mi madre había cambiado en relación a María Elena. Ya no se mostraba cariñosa y confiada con ella, ya no se reían juntas como antes. Algo había cambiado en la relación, al parecer de forma definitiva. Comprendí que mi madre se había ido retirando y encerrándose en sí misma, y por eso también mi relación con ella se había resentido. María Elena y Matías regresaron a Chile, y aunque no fue un abandono voluntario ni una muestra de rechazo, me sentí abandonado una vez más.
Prácticamente todo lo que yo sabía me lo había enseñado mi madre, y también me incluyó en el negocio, de manera que volvimos a estar más unidos.
– Un día este negocio será tuyo -me dijo cuando conseguí distinguir un Luis XV de un Luis XVI. Pero yo no le creí. Mi madre siempre había estado allí; no me imaginaba la vida sin ella.
Fontaine's avivó en mí la emoción que me inspiraban los trastos del almacén de Coyote. Me encariñé con aquellas viejas mesas y butacas, más que con las personas. ¿Cómo iba a confiar en alguien cuando todos me habían abandonado, uno tras otro? Cada vez que había entregado mi corazón, había perdido, y con cada pérdida me había vuelto más escéptico. Las personas habían entrado y salido de mi vida como semillas en primavera. Ninguna de ellas se había quedado ni echado raíces, aunque el terreno estaba en sazón y hambriento. Sólo me quedaba mi madre, y los muebles en los que habíamos puesto nuestro cariño.
Ya no pertenecía a los Halcones Negros, pero todavía estaba rabioso y agresivo, y desesperadamente solo sobre todo. Pero aunque en Nueva York había muchos grupos juveniles, desde los que se reunían para salir hasta las bandas que sólo buscaban pelea, yo no tenía interés en unirme a ellos. Aquel navajazo me había enseñado dos cosas muy importantes: una, que no existe la lealtad entre los miembros de una banda, y segunda, que prefería estar vivo que muerto, así que me olvidé de la violencia y me concentré en mi trabajo, lo único que tenía.
Con los años aprendí a ocultar mi rabia y fui conociendo gente. Era un hombre atractivo y divertido, porque escondía mi tristeza bajo una capa de humor. Hacía chistes de todo y me reía de mí mismo. Mi humor seco y desengañado hacía reír, y la risa es el vínculo más poderoso. Al igual que mi madre, podía mostrarme encantador cuando me lo proponía, pero en el fondo me sentía desgraciado, y tan asustado como un niño.
Cerca de nuestro apartamento había un local llamado Fat Sam's, y allí acudía cada noche para conocer chicas. Me acosté con muchísimas mujeres, buscando algo que era incapaz de formular. Pero sólo eran un refugio temporal, porque por la mañana volvía a sentirme desgraciado. No sabía cómo aliviar mi tristeza.
Una bochornosa tarde de verano -hacía mucho calor- iba paseando por Central Park con las manos en los bolsillos y me puse a mirar a mi alrededor: niños jugando, perros que corrían detrás de una pelota, familias que charlaban y reían tumbadas al sol en la hierba. Los contemplé con envidia, sintiéndome envuelto en sombras. ¿Qué había conseguido con casi treinta años? Mi única relación seria era con mi madre, tenía un negocio próspero que compartía con ella: comprábamos y vendíamos objetos hermosos que no podían devolverme afecto alguno. Mirando a aquellas personas que disfrutaban en compañía de los suyos sentí el anhelo de volver a amar. Me acordé de Joy Springtoe, de Jacques Reynard y de Claudine… Procuré no pensar en Coyote porque su recuerdo siempre me afligía. De repente me fijé en una joven que se acercaba un poco acalorada y con expresión preocupada; tenía el pelo castaño recogido en una cola de caballo y me miraba con ojos brillantes.
– Perdone que le moleste, ¿ha visto un perrito blanco por aquí? -Hablaba con un fuerte acento francés.
– Lo siento, no lo he visto -le respondí en francés. La joven pareció sorprendida y continuó hablando en su propia lengua.