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– Estoy muy preocupada. Lo he estado buscando por todas partes. Es tan pequeño. -Ignoro si fue el idioma o la mirada de la joven lo que despertó en mí al chevalier,pero el caso es que me ofrecí a ayudarla en su búsqueda-. Oh, se lo agradezco muchísimo -dijo esforzándose en sonreír. Y así empezamos a caminar y a llamar al perro-. Me llamo Isabel.

Yo me presenté.

– Mischa. ¿De dónde eres?

– De París. Soy fotógrafa y llevo aquí unos años. ¡Bandit! Espero que no lo hayan robado. Es un perro muy bonito.

– Lo encontraremos, ya verás. Sigue llamándolo y seguro que vuelve.

– Espero que tengas razón.

Noté que se le formaba una arruga de preocupación junto a los ojos, y también que era una chica muy bonita, de piel suave y morena y ojos color del café. Era menuda y bien proporcionada, como suelen ser las francesas, con una cintura estrecha y unos bonitos pechos bajo la blusa blanca.

– Lo encontraremos, no te preocupes -le dije.

Esto pareció inspirarle confianza porque la noté más relajada. Ya no se sentía sola ante el problema.

Estuvimos llamando a Bandit por todo el parque. Yo estaba convencido de que encontraríamos al perro, y también de que seríamos amantes, ella y yo. Volvía a tener esa intuición que solía tener en Francia. La chica me parecía tan familiar como los viñedos por los que correteaba con Pistou, y podía sentir el sabor de su piel como si ya hubiésemos estado allí antes. Mi tranquilidad le inspiró confianza, y al poco rato charlábamos como amigos.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienes al perro? -le pregunté, para iniciar la conversación.

– Tiene tres anos. Lo tengo desde que era un cachorro. Significa mucho para mí.

– ¿Se había escapado otras veces?

– Nunca. No sé qué le ha pasado. ¡Bandit!

– ¿No habrá ido en busca de una hembra? -le pregunté en broma. La joven me miró sonriente.

– ¿Acaso no lo hacen todos los perros?

– A lo mejor ha olido a una perra en celo. Ya sabes cómo son, en cuanto huelen a una hembra no pueden dejarla en paz.

«Como los hombres», me dije. Me gustaba mucho su olor.

– ¿Y qué puedo hacer? No existen burdeles para perros, ¿no? ¡Bandit!

– Todo el mundo necesita una pareja. Incluso los perros. -Lo dije sin pensar, pero en cuanto las palabras salieron de mi boca sentí que era eso lo que me ocurría: necesitaba querer a alguien, así de sencillo. Todos necesitamos a alguien. Por fin entendía de dónde provenía mi dolor: del corazón, ¿de dónde si no? El simple reconocimiento del problema, aquella soleada tarde de verano, supuso un gran alivio. Miré hacia el sol con ojos entrecerrados y me sentí mejor.

No me sorprendió que Bandit apareciera finalmente sucio de polvo y moviendo la cola alegremente. Isabel se arrodilló y lo acogió entre sus brazos.

– ¡Qué malo eres! -exclamó, pero no estaba enfadada. Por supuesto, Bandit no tenía ni idea de la inquietud que había provocado en su ama y parecía esperar un premio.

Isabel se levantó con el perro en brazos.

– ¿Cómo puedo darte las gracias por ayudarme a encontrarlo? -Ya no tenía huellas de preocupación en el rostro. Me miraba con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas.

Se me ocurrió cómo podría darme las gracias, pero decidí que se lo pediría con más delicadeza.

– Te invito a tomar el té -dije-. No sé tú, pero yo me muero de hambre.

– Conozco un café francés en la Calle 55 Oeste donde sirven cruasanes recién hechos y chocolatines.

– ¿Chocolatines? -El recuerdo de la pâtisserie de Maurilliac fue tan intenso que me produjo un mareo.

– Son mis favoritos.

– Los míos también -dije-. Sería capaz de matar por una chocolatine.

El sabor del pastel y del chocolate y el olor de los cigarrillos y el café me transportaron a mi infancia en Francia. Sentía la caricia de la brisa cargada de aroma a eucaliptos y oía el canto de las cigarras. Nos pusimos a hablar en francés como viejos amigos, y convertimos nuestra pequeña mesa redonda en una isla. Era como si ya conociera a Isabel, como si ya la hubiera olido y oído su voz, como si hubiera pasado mis dedos entre su espeso pelo castaño. Era una vieja conocida, y yo la recibía con los brazos abiertos como a alguien llegado de muy lejos.

Isabel tenía una nube de pecas en la nariz y en las mejillas y una sonrisa luminosa. Me hacía sentir ebrio como si me hubiera bebido todo el vino de Francia, y me acometió un ataque de nostalgia. Nos reímos muchísimo aquel día, sobre nada en particular, pero todo lo que yo decía nos parecía gracioso. Bandit estuvo sentado en las rodillas de Isabel y comía galletas de su mano, igual que hacía Rex con Dahpne Halifax. Isabel le acariciaba la cabeza y lo besaba como si fuera un bebé.

Me invitó a su apartamento y estuvimos toda la tarde haciendo el amor. Tenía una visión muy francesa del sexo: era simplemente un placer que había que tomar cuando uno lo deseara. Isabel no se reservaba para el matrimonio, como tantas chicas estadounidenses; había tenido otros amantes y era una mujer con experiencia. Además, estaba hecha para el amor, era confiada y audaz al mismo tiempo, y cuanto más la acariciaba yo, más pedía ella.

Llevaba una bonita ropa interior: medias de seda con ligas de encaje y un sujetador a juego. Su piel era suave y olía a nardo. Acostados en el sofá acaricié todo su cuerpo, y la fina capa de sudor de su piel me recordó el rocío de la mañana en el jardín del château. Pasé la lengua por su cuerpo y noté su olor a sal. Estaba feliz porque ya no tenía que buscar más. Al abrazar a Isabel recuperaba el país que había perdido; en las suaves curvas de su cuerpo tostado encontré Francia.

Aquella noche soñé con Claudine. Estábamos en el puente, en un cálido día de verano sin una nube en el cielo. Sobre el agua revoloteaban pequeños insectos, y los pájaros trinaban alegres en las ramas. Junto a Claudine me sentía cómodo y en paz. No teníamos necesidad de hablar, nos entendíamos perfectamente sin palabras. Estábamos allí contemplando los insectos sobre el río y los pequeños remolinos de los peces en el agua. Me acordé del pescado que quisimos esconder en la tienda de Monsieur Cézade, y Claudine me miró como si hubiera pensado lo mismo. Me miró con expresión de cariño, sonrió con su boca dentona y me cogió de la mano. No pronunció una sola palabra, pero su mirada era elocuente: «Estoy aquí, Mischa, siempre estaré aquí». Yo le apreté la mano y se me llenaron los ojos de lágrimas. Cuando me desperté, abracé a Isabel y la besé, y aquel beso tenía sabor a Francia.

Pensé que mi madre se alegraría de verme enamorado, que compartiría mi felicidad, pero tal vez mi propio contento dejaba en evidencia el vacío de su corazón, el hueco que Coyote había dejado y que nadie podía llenar. Pensé que acabaría por querer a Isabel, no sólo por mí, sino porque era francesa, hija de un país que los dos amábamos y que nos habíamos visto obligados a abandonar. Francia estaba en nuestra sangre, y Estados Unidos no podría suplantarla jamás. Pero mi madre no se alegró, sino que se cerró a Isabel como una flor cierra sus pétalos a la helada. No se mostró nunca abiertamente antipática, pero su reticencia a aceptarla resultaba ofensiva. Nunca mencionaba su nombre, como si no existiera. Yo hubiera querido compartir con ella mi felicidad, pero cuanto más lo intentaba, más aumentaba su amargura.

Todavía era una mujer hermosa, y la animé para que saliera con hombres que la cortejaban, pero ella insistía en que Coyote regresaría algún día. Insistió en reservarle un lugar en la mesa como si aquella especie de santuario fuera a traerle de vuelta. Y también rezaba en su cuarto, arrodillada ante la cama y con el rostro entre las manos, igual que aquella vez en la iglesia de Maurilliac. Tal vez pensaba que el poder de la oración actuaría como un imán. A veces se sentaba junto a la ventana como si esperara que el viento que nos trajo a Coyote fuera a soplar de nuevo. Pero por más que ella esperaba y se reservaba para él, Coyote nunca regresó.