– Así es.
– Desde luego, te habría visto -dijo con mirada acariciadora-. ¿Tienes nombre o prefieres que te llame Guapo?
Me reí de aquel chiste tan malo y comprendí que el alcohol me estaba haciendo efecto.
– Soy Mischa, Mischa Fontaine. -Extendí la mano. La suya era suave y húmeda.
– Bien, Mischa, bienvenido a mi bar. Eres bastante alto, ¿verdad? Me gustan los hombres altos. Y no eres de por aquí, eres extranjero. Tienes un acento curioso.
Yo negué con la cabeza.
– Pues te equivocas. Soy de por aquí. -Me reí al ver la cara que ponía, como si no se tomara las cosas en serio y sobre todo le gustara coquetear.
– Ahora, tal vez, pero no has nacido aquí.
– ¿Por qué lo dices?
– Por tus ojos. Veo en ellos un mundo distinto. Por eso me gustas: tienes un aire de ser de otro mundo.
Me reí y alcé la copa a su salud.
– Debe de ser el alcohol.
– Oh, la bebida les hace otras cosas a los hombres. -Me puso la mano sobre la bragueta-. Mejor que no bebas demasiado, ¿no? No, tú eres un río de aguas profundas, muy profundas. Si lanzo mi anzuelo puede que encuentre un mundo allí abajo. -Se me acercó y me susurró al oído-. ¿Qué tal si te llevo a mi apartamento? -Pasó una larga uña roja entre los botones de la camisa-. Quiero follar contigo, Mischa. Estás en mi bar, eres mi invitado, es justo que te enseñe todo lo que puedo ofrecerte.
Subimos a su apartamento, que era pequeño pero coqueto, con un olor a flores y a perfume barato. No perdí el tiempo. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio, aunque estuve a punto de entrar primero en el armario, lo que la hizo reírse con ganas. Era una mujer deliciosa en la cama, suave y juguetona, tremendamente sensual y desinhibida. Abría las piernas sin pudor y ronroneaba como un gatito cuando la acariciaba, giraba las caderas para que metiera la cabeza entre sus muslos y lamiera su sexo. Hacía muchos años que no disfrutaba tanto de una noche con una mujer. Ella tenía experiencia y aprovechaba golosa todo lo que hacíamos. Acabamos abrazados, con el corazón todavía acelerado por la adrenalina. Ella enterró el rostro en mi pecho y murmuró:
– Sabía que serías un buen amante.
– ¿Cómo lo sabías?
– Los franceses saben hacer el amor.
– ¿Cómo sabes que soy francés?
– Por tu acento. Hay un rastro de acento francés.
– Era francés hace mucho tiempo. -De repente sentí añoranza de aquellos viñedos y del cálido aroma a pino del château.
– Ya te lo dije, te dije que en tus ojos había otro mundo.
– Acertaste, pero es un mundo perdido.
– Nada se pierde por completo, Mischa -sentenció-. Puedes recuperarlo si quieres.
– Yo no creo que se pueda.
– Esto, mi guapo amigo, es precisamente lo que te impide llegar a él.
24
A la mañana siguiente llegué a la tienda con un aire tan alegre y animoso que Stanley se me quedó mirando. No se habría sorprendido más si me hubiera crecido una segunda cabeza.
– ¿Te pasa algo? -me preguntó.
Esther levantó un momento la vista del escritorio.
– Ya sé que Linda se ha marchado -dijo, cruzando los brazos y moviendo la cabeza con pesar-. Lo siento mucho.
Stanley la quiso hacer callar con la mirada pero yo les dirigí una sonrisa.
– Me voy de vacaciones -anuncié.
Stanley se quitó los lentes.
– ¿De vacaciones?
– Sí, eso que hacen las personas cuando necesitan un cambio de aires.
– Pero tú nunca te vas de vacaciones.
– Harás muy bien -interrumpió Esther con expresión comprensiva-. Tu madre se ha muerto y tu novia te ha dejado. Además, hace frío y nieva, está todo gris y deprimente. ¿Adónde piensas ir?
– Adonde haga buen tiempo -dije, encogiéndome de hombros-. A Chile.
– ¿Eso es un país? -bromeó Esther-. No suena como un país serio.
– Me voy mañana, y quiero que vosotros dos os ocupéis de todo mientras estoy fuera.
– Hoy tienes mejor aspecto que ayer. Pareces encantado de la vida -señaló Esther-. O estás enamorado o ayer ligaste. Pero sea lo que fuere, deberías hacerlo más a menudo.
– Lo que pasa es que me he dado cuenta de que necesito un cambio de aires.
– Y si ves algo interesante en Chile, tráetelo. -Stanley se limpió las gafas con la corbata-. ¿Por qué no te vas a Europa? En Chile es difícil que encuentres algo que valga la pena.
– ¡Europa! -exclamó Esther-. Oh, me encantaría ir a Europa. ¿Seguro que noquieres que te acompañe? Soy una excelente compañera de viaje. Puedo hablar mucho, pero nunca soy aburrida.
– Deja que lo piense antes de responderte. -Hice como que reflexionaba-. No, muchas gracias, pero prefiero ir solo -le dije con una amplia sonrisa.
Esther se rió.
– ¡Eres un meshuggah,un chalado! Me alegro de ver de vuelta al Mischa de siempre, ya estaba empezando a cansarme del schliemiel gruñón que había ocupado su lugar. La verdad es que necesitas un descanso. ¡Te rejuvenecerá! Nadie diría que sólo tienes cuarenta y pocos años.
El resto del día estuve ordenando mis papeles para facilitarles el trabajo a Esther y a Stanley en mi ausencia. El negocio iba bien. Mi madre vendió todos los trastos que Coyote había ido acumulando y se dedicó a las antigüedades en serio. A base de preguntar y de escuchar a los expertos, había acabado por aprender y se había hecho un hueco en el mercado. Así como me enseñó a leer y a escribir de niño, más tarde me enseñó lo que sabía sobre el oficio, de manera que cuando cayó enferma, yo me pude hacer cargo de todo. Su paciente dedicación me traía a la mente las tranquilas tardes en el edificio de las caballerizas en Francia, cuando yo aprendía poco a poco las letras y ella me animaba cariñosamente a seguir. Empecé a trabajar con ella porque era un joven problemático y no sabía a qué dedicarme, y también porque el trabajo me gustaba. Era un solitario. Siempre lo había sido, y me sentía muy perdido. La tienda de mi madre, repleta de objetos inanimados que no podían juzgarme, ni amarme ni abandonarme, constituía un refugio. Y con el correr de los años, cuando mi rebeldía juvenil no era más que un doloroso recuerdo, aprendí a apreciar las antigüedades lo mismo que había apreciado los cachivaches de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble: allí no había decepción posible.
Al mirar por la ventana vi a Zebedee en la acera nevada charlando con una joven mamá y sus dos niños, uno en la sillita y otro que llevaba de la mano. Tenían las mejillas coloradas como manzanas y los ojos brillantes, y en el aire frío su aliento se convertía en nubecillas de vapor. Pensé en Linda, y en lo buena madre que sería. ¿Había sido un estúpido al dejar que un futuro más que aceptable se me escurriera de entre los dedos como el cordel de un globo inflado de aire? ¿Tendría una segunda oportunidad de fundar una familia? Zebedee agitaba los brazos y hacía reír a los niños. La madre los contemplaba con indulgencia, feliz de verlos contentos. Era una escena de puro amor.
Localizar a Matías no resultó tan difícil como pensaba. El número de teléfono que me había dado no me sirvió, como era de esperar, veinte años más tarde, pero recordé que quería criar pájaros cuando se jubilara, y se lo mencioné a la señora que me contestó al teléfono. Ella me dio la idea de llamar al aviario de Valparaíso. El encargado del aviario soltó una carcajada al oír el nombre de Matías.
– ¿Ese gordo loco? -preguntó, y me dio su teléfono y dirección sin dudarlo.