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Y es que Matías, con su inmensa figura, era un personaje peculiar, un tipo reconocible en cualquier lugar del mundo. Pensar en él me hacía sonreír.

– ¿Hola? -Cuando respondió al teléfono con su voz gruesa y poderosa me sentí en casa. No había cambiado en lo más mínimo.

– Matías, soy yo, Mischa. -No le costó reconocerme. Me saludó con la misma alegría que si nos hubiéramos despedido el día anterior.

– ¡Mischa! Ahora serás un hombre.

Me reí.

– Soy un viejo, Matías.

– Si tú eres un viejo, yo tendría que estar bajo tierra. ¿Cómo está tu madre?

Deseé haberle llamado antes.

– Ha fallecido.

– Lo siento, Mischa.

Se me hizo un nudo en la garganta. Mi madre y yo siempre habíamos sido barquitas a la deriva en un mar agitado. Coyote fue la roca a la que nos amarramos durante un tiempo, y Matías la cueva donde nos refugiamos cuando la roca nos falló. Tenía un inmenso deseo de refugiarme en sus poderosos brazos como había hecho de niño y de llorar la pérdida de mi madre hasta aliviar mi corazón herido.

– Me gustaría ir a veros -gemí.

– Puedes venir cuando quieras, Mischa, ya losabes. Eres el hijo que nunca tuve. -Debió de notar mi pena porque me hablo con ternura-. Ven mañana. Te iré a buscar al aeropuerto de Santiago.

No perdí ni un minuto. De repente me ahogaba y tenía prisa por salir de la ciudad. Metí cuatro cosas en una maleta y dejé el apartamento tal como estaba, con el correo todavía sin leer y la bolsa de recuerdos sobre mi cama. Sólo me llevé la pelotita de goma, que me metí en el bolsillo, como siempre.

Una vez a bordo del avión me sentí más tranquilo. No sabía que había iniciado un viaje que me obligaría a enfrentarme a mis demonios. Esta vez no me había limitado a esconder la cabeza debajo de la almohada, sino que había seguido mi instinto.

Cuando el avión se elevó por encima de las nubes, dejando atrás las luces de Nueva York, me sentí más optimista. Era posible que Matías tuviera alguna pista sobre la desaparición de Coyote. En realidad, nunca hablamos del tema. Ignoraba si lo había hablado conmi madre, porque ella no me dijo nada. Cuando Coyote desapareció yo era sólo un niño, y en la adolescencia no quise saber nada deltema, seguramente como autodefensa, pero no me enfrenté a la realidad. Lo que no sabía no podía herirme, o eso creía. Sin embargo, la herida era demasiado profunda, y por más que exteriormente parecía haber cicatrizado, por dentro sangraba aún. Partí con la idea de encontrar a Coyote, pero en realidad quería volver a casa.

No me importó que el vuelo fuera largo; me dediqué a pensar. Me sentía suspendido entre dos mundos; el presente, que dejaba atrás en Nueva York, y el futuro, que era en realidad un retorno al pasado. Amanecía cuando el avión sobrevoló la cordillera de los Andes. El sol se elevaba en un cielo azul cobalto iluminando unos áridos pliegues de color tostado que anunciaban el calor del verano. Cuando empezamos a descender sobre Santiago vi por primera vez el famoso smog que se formaba en aquel valle entre montañas, una sopa espesa esperando a que el viento la disipara. Me olvidé de Linda, de mi fría oficina en el centro de Nueva York y del silencioso apartamento de mi madre. Cuando vi a Matías esperándome en la zona de Llegadas, tomé conciencia de lo perdido que me encontraba.

El pelo rizado de Matías se había vuelto gris, pero por lo demás los años le habían dejado poca huella. Su rostro rubicundo se iluminó con una sonrisa al verme y nos fundimos en un abrazo. Ahora yo era más alto que él, pero aparte de eso me sentía de vuelta al hogar. Matías se rió con ganas y me dio una palmada tan fuerte en la espalda que no pude evitar una mueca de dolor.

– Dios,cómo has crecido. ¿Qué has estado comiendo?

– No te imaginas cuánto me alegro de verte. -Apoyé las manos sobre sus gruesos hombros y clavé la mirada en esos ojos color café con leche que tan bien conocía.

– Claro que lo sé, porque yo también me alegro. -Sacudió la cabeza con fastidio-. No teníamos que haber dejado que pasara tanto tiempo. Le echaré la culpa a María Elena. ¡Es más fácil culpar a una mujer! -Cogió mi maleta y, asombrado de lo poco que pesaba, me condujo al aparcamiento.

Miré agradecido a mi alrededor. Después del frío y la nieve de Nueva York, resultaba agradable sentir en la piel el calor del verano y aspirar el aire cargado de olor a flores. Todavía era temprano, pero había mucha humedad y el ambiente era pesado. Los pájaros cantaban en las altas y correosas palmeras y las abejas zumbaban en los arriates. Matías se detuvo frente a una vieja camioneta pintada de blanco que olía a cuero y a polvo. En la parte trasera se apilaban las pajareras, los sacos de semillas y otros trastos; lanzó allí de cualquier manera mi equipaje, se puso unas gafas de sol y subió al vehículo. El asiento junto al conductor tenía un agujero, y un calcetín rojo hacía las veces de pomo en la palanca del cambio de marchas. Me acomodé y estiré las piernas cuanto pude.

– ¿Para qué son todas estas cajas? -le pregunté.

Matías se encogió de hombros.

– Compro pájaros en el aviario de Valparaíso y los suelto en mi jardín.

– ¿Y se van?

– Algunos se van y otros se quedan. Les pongo la comida que les gusta, y muchos son tan golosos como yo, así que se quedan.

– En el aviario me dieron tu teléfono.

– Pensaba que María Elena le había enviado a tu madre nuestra nueva dirección. Hace ya quince años que nos mudamos.

– Siempre decías que cuando te jubilaras te dedicarías a la cría de pájaros.

– ¡Todavía te acuerdas! -Me dio una palmada en la rodilla. Aunque conservaba un aspecto juvenil, tenía manchas de edad en las manos-. Me alegro de que te tomaras la molestia de encontrarme, hijo.

Matías solía sembrar su conversación de expresiones en castellano. No recuerdo cuándo empezó exactamente, pero poco después de que Coyote desapareciera empezó a llamarme así, «hijo». Saliendo de Santiago, en dirección a la costa, los blancos edificios iban dejando paso al desierto y hacía mucho calor, incluso con las ventanillas abiertas. El aire cálido me daba en la cara y me alborotaba el pelo, renovándome por dentro.

– No has cambiado nada -le dije.

Matías se encogió de hombros.

– Estoy un poco más gordo, pero por lo demás soy el mismo, lo que es una suerte. No me gustaría ser otra persona. -Cuando se reía con su risa profunda, alzaba la barbilla e inflaba el pecho-. Tú, en cambio, pareces un hombre, hijo. -Me dio una palmada en el muslo-. ¡Aquel guapo chiquillo se ha convertido en un hombre, por fin!

Al cabo de una hora, Matías detuvo la camioneta frente a una caseta rodeada de macetas con flores de vivos colores y bajó del coche. Una anciana vestida de negro se abanicaba con una revista, unos sucios chiquillos jugaban bajo la ancha sombra de un árbol, y un burrito dormía de pie, atado al tronco con una cuerda.

– Vamos a beber un zumo -dijo. Saludó con la mano a la anciana, que le devolvió el saludo.

Los chiquillos me observaron. Supongo que les resultaba extraño, tan pálido y rubio. Uno de los críos le dio una patada a una lata de coca-cola y me la envió rodando hasta los pies. Todos se quedaron mirando a ver qué hacía, y cuando les devolví la lata de una patada estallaron en gritos de júbilo. Matías les dijo algo en castellano y se echaron a reír.

– Creen que eres un gigante -dijo-, y tienen miedo de que te los comas.

Nos dirigimos a la cabaña.

– ¿Yqué les has dicho? -pregunté con curiosidad, porque me parecía que los había dejado muy nerviosos.

– Les he dicho que sólo comes perros, y ya no queda ninguno en tu país. ¡Por eso estás aquí!