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Levanté la vista al cielo.

Dentro de la cabaña se estaba más fresco, pero me costó habituarme a la oscuridad. Detrás del mostrador, un joven oía la radio. Había una nevera con bebidas frías y un expositor lleno de bocadillos que me despertaron un hambre feroz.

– Te recomiendo los bocadillos de aguacate -dijo Matías-. Y los zumos que preparan son los mejores de Chile.

Una joven bonita, de piel morena y una larga trenza que casi le llegaba al trasero, salió de detrás de la cortina de cintas. Al verme sonrió y se ruborizó. Matías la saludó en castellano y conversaron un rato. Pero aunque hablara con Matías, la joven me iba lanzando miradas, incapaz de apartar los ojos de mí. Me sentí halagado, pero también sorprendido, porque no debía de tener muy buen aspecto, recién llegado del aeropuerto, sin duchar y sin afeitar.

Matías pidió dos zumos de frambuesas y dos bocadillos de palta, aguacate, y nos sentamos en una mesa a la sombra.

– Sigues teniendo éxito con las mujeres -bromeó Matías dándome un codazo-. Cuando eras un crío ya te comían en la mano, y ahora apareces aquí sucio y con barba de tres días como si acabaras de salvarte de un naufragio, y te encuentran irresistible.

– No me merezco tantas atenciones -dije sonriendo.

– ¿Tienes una chica esperándote en casa?

– Ya no.

– Qué pena. Un hombre tan guapo como tú, pero en realidad no me sorprende. Me detengo aquí cada vez que voy a Santiago -añadió, cuando estuvimos sentados-. El sitio es encantador, y también la pareja que lo lleva. La anciana es la madre de José.

– Así vestida, tendrá calor -comenté.

Matías dio un mordisco a su bocadillo.

– Está de luto -aclaró.

– ¿Cuándo murió su marido?

– Hace unos cuarenta años. -Se rió al ver mi cara de sorpresa-. No me preguntes cómo murió porque lo ignoro, pero ella llevará luto hasta que muera. Y no creo que tarde demasiado. -De repente se puso serio y dejó el bocadillo sobre la mesa-. No he tenido valor para preguntártelo, pero ha llegado el momento. ¿Cómo murió tu madre, Mischa?

– Tenía cáncer.

Matías meneó la cabeza y suspiró profundamente.

– Siempre se van los mejores.

– Ella sabía que iba a morir. Me traspasó el negocio y arregló sus asuntos. Sólo hay una cosa que me tomó de sorpresa, y pensé que a lo mejor sabías algo.

– Dime.

– Tenía un Tiziano.

– ¿Un Tiziano?

– Sí, La Virgen Gitana.

– ¿Un auténtico Tiziano?

– Es auténtico, y lo donó al Metropolitan.

– Tuvo que ser una mujer de negocios muy perspicaz para invertir en semejantes obras de arte.

– De eso se trata, Matías. Yo ignoraba que tuviera ese cuadro, y desde luego ella no tenía medios para comprarlo.

Se incorporó y me miró ceñudo.

– ¿No tienes ni idea de cómo llegó el cuadro a sus manos?

– No se nada de nada.

– ¿Se lo preguntaste?

– Se negaba a hablar del tema. Sólo me dijo que tenía que devolverlo, y lo dijo llena de determinación, absolutamente decidida. Joder, Matías, al final estaba tan triste, tan tremendamente triste… como si al entregar el cuadro estuviera entregando su propia alma. Te parecerá raro, pero le costó un gran esfuerzo decidirse. Le dije que se quedara con el cuadro, pero ella movió la cabeza con resignación, como solía hacer, y me aseguró que tenía que devolverlo, pero que no me podía explicar por qué.

– ¿Se lo regaló alguien? ¿Había un hombre en su vida, un amante?

Me sentía decepcionado. Esperaba que Matías supiera algo.

– No había nadie. Precisamente quería preguntarte si esto podía tener relación con Jupiter.

Matías dio un mordisco a su bocadillo.

– En Jupiter no hubo nada de eso. Dios mío, de haber tenido ese tipo de mercancía en el almacén me habría comprado un palacio, y no una humilde casita junto al mar. Lo siento, hijo, no puedo ayudarte. Pero este misterio me intriga. A lo mejor María Elena sabe algo. Hubo una época en que eran íntimas, tu madre y ella. Aunque me extrañaría que me hubiera ocultado algo tan importante. María Elena es estupenda, pero no sabe guardar un secreto, por lo menos no uno tan grande.

Seguimos nuestro viaje a través del desierto. De vez en cuando veíamos carros tirados por caballos y pasábamos junto a grupos de chabolas cubiertas con planchas de cinc acanaladas, niños que jugaban entre los árboles y chuchos famélicos correteando en busca de comida, con el morro pegado al suelo reseco. En medio de aquel desierto implacable, enormes letreros anunciaban pañales y detergentes. Finalmente, desde lo alto de las montañas divisamos el Pacífico, un azul intenso que destellaba al sol. La carretera iniciaba una serie de curvas para entrar en Valparaíso, una ciudad portuaria de altos edificios de oficinas y parques con exuberantes palmeras que parecían tocar el cielo. Había una parte elegante y decadente que para mí reunía mucho encanto, casas que fueron señoriales, con sus grandes verjas, sus porches y sus avenidas, y que ahora se caían a pedazos entre las callejuelas atestadas de tráfico. Por todas partes se veían las cicatrices de los continuos terremotos de Chile: grietas en los muros, en el estuco de las casas, en el firme de las calles.

Seguimos por una carretera con muchas curvas junto a la costa, donde el aire era más fresco. Vimos focasque tomaban el sol sobre las rocas y mamás con sus niños jugando en las pequeñas calas que se abrían de vez en cuando entre la piedra negra. Finalmente, la camioneta subió por una empinada colina y entró en un jardín lleno de macizos de gardenia. Matías hizo sonar la bocina.

– ¡Bienvenido a casa! -exclamo-. Hacía mucho que te esperábamos.

Cuando vi aparecer a María Elena con un vestido azul pálido y el pelo gris recogido en una trenza, mi alegría se mezcló con un punto de tristeza. Bajé de la camioneta y corrí a abrazarla, y a pesar de que era una mujer de huesos grandes, me pareció pequeña y frágil entre mis brazos. Enterró el rostro en mi pecho y me apretó con fuerza, demasiado emocionada para hablar. Oí sus hipidos, y cuando apartó la cara me dejó la camisa mojada de lágrimas. Me volví a Matías y lo vi tan desesperado como su mujer. Sacó mi maleta del vehículo y me dio una palmada en la espalda, otra vez con tanta tuerza que casi me tira al suelo.

– Nos sentimos felices de que hayas venido -dijo. María Elena asintió temblorosa.

– Por fin -susurró-. He esperado veinticinco años este momento, veinticinco años. Pero tú no lo entiendes, no entiendes nada. -Vino junto a mí y me tomó la cara entre las manos, haciendo que me inclinara para besarme. Noté sobre la mejilla sus labios húmedos, María Elena tenía razón, yo no entendía nada, pero no me importaba.

25

Nos sentamos en el porche, desde donde se veía el jardín y el marmás abajo. La brisa traía aromas de gardenia mezcladas con el olorhúmedo y ligeramente cenagoso que venía del océano. Entre los árboles revoloteaban pájaros de un sinfín de tamaños y colores, llenando el aire con sus gritos como si quisieran competir en estruendo con los niños que jugaban en el jardín vecino. Un loro verde se posó en el respaldo de la silla de Matías, y cuando él tomó asiento pasó a ocupar su hombro, estirando las patas con la habilidad de un danzarín. Matías charlaba con nosotros mientras le daba nueces al loro, quien las cogía con el pico y las giraba con lagarra hasta que conseguía partirlas, sin dejar de mirarnos con ojillos negros llenos de interés.

La casa, blanca, con un tejado de tejas rojas y postigos verdes, me gustó desde el primer momento. Necesitaba una capa de pintura, y una ancha grieta corría irregularmente por una de las paredes, pero las flores que se adherían al estuco eran tantas y tan brillantes que no te fijabas en los defectos de éste. En cuanto llegué me gustó el ambiente que creaban. Las palmeras y los macizos de gardenias que la rodeaban contribuían a crear una sensación de refugio.