Se presentó una criada mayor, menuda, con uniforme azul pálido, portando una bandeja de bebidas.
– Tienes que probar el pisco sauer, sour -dijo María Elena-. Es un cóctel tradicional chileno que se prepara con limón y pisco, te gustará. -La criada dejó los vasos y la jarra sobre la mesa y desapareció dentro de la casa-. Estoy tan contenta de que hayas venido. -Me sirvió una copa.
– ¡Joder, qué bueno está! -exclamé, mientras la ácida bebida me hacía arder la garganta.
– Cuando te marchaste eras todavía un crío alto y desgarbado, con unas piernas y unos brazos interminables -dijo María Elena-. Ahora te has convertido en ti mismo.
– Vosotros no habéis cambiado -comencé, después de tomar otro trago-. Estáis tal y como os recordaba.
– Bastante más viejos, me temo -suspiró ella.
– El tiempo te hace envejecer -gruño Matías. Le dio al loro otra nuez.
– ¿Cómo se llama el loro?-le pregunté.
– Alfredo. Lo rescaté de una tienda de animales.
– Aquí vivirán muy bien.
Matías soltó una carcajada.
– Están tan gordos y felices como sus amos.
– Lo llenan todo de porquería -dijo María Elena exasperada-. Pero ¿qué quieres que haga?
– Calla, mujer. Tú también les tienes cariño. Lo sé porque veo tu rostro lleno de amor cuando les das de comer.
María Elena rió y movió la cabeza con resignación.
– ¡Eres un viejo tontorrón!
Seguimos charlando y bebiendo. El calor me soltóla lengua y me ablandó el corazón. Me sentía feliz de estar allí, lejos de la nieve y de Nueva York, lejos de Linda y del apartamento vacío de mi madre. Le pregunté a María Elena si sabía algo del cuadro, pero ella estaba tan sorprendida como yo.
– ¿Un Tiziano? ¿Un Tiziano auténtico?
– Sí, y no me dijo nada hasta el final, poco antes de morir, cuando aseguró que tenía que devolverlo a la ciudad.
– ¿A la ciudad? -María Elena levantó las cejas con perplejidad.
– Bueno, no dijo exactamente eso, sino que «tenía que devolverlo». Se lo regaló al Metropolitan.
María Elena arrugó el ceño.
– ¿Aquién tendría que devolvérselo?
– No lo sé, porque ignoro quién se lo dio. Confiaba en que Matías y tú supierais algo.
– Si el cuadro pertenecía a una personaoa unafamilia, tu madre se lo hubiera devuelto, pero si era robado, bueno, eso es otro tema…
– Pero no crees que lo robara mi madre, ¿no?
– No, tu madre era una mujer honrada. Además, ¿cómo podría haber hecho algo así? Es imposible. ¿Qué sentido tiene robar un cuadro tan famoso? ¿Quién iba a comprarlo? -Le dirigió a Matías una mirada furtiva que despertó mi curiosidad-. Lamento mucho que sufriera -añadió, bajando la mirada-. Aunque al final nos distanciamos, yo la quería mucho.
Estaba claro que me ocultaban algo, pero no tenía ni idea de qué podía ser.
– He visto a Coyote -dije, dejando la copa sobre la mesa. Los dos me miraron perplejos-. Hace unos días se presentó en mi oficina.
– ¿Cómo está? -preguntó María Elena.
– Prácticamente irreconocible. Más parecido a un vagabundo que al hombre atractivo que conocíamos.
– ¡Dios mío! -acertó a decir Matías. Alfredo trepó por su pecho y empezó a picotearle los botones, pero Matías no se inmutó-. ¿Qué le ha ocurrido?
– No lo sé. No me lo explicó.
– ¿No se lo preguntaste?
– Yo estaba demasiado enfadado.
– Por supuesto, lo entiendo. -María Elena volvió a llenarme la copa-. Además, ¿cuántos años han transcurrido? ¿Más de treinta?
– En cuanto se marchó, me vinieron a la cabeza todas las preguntas que quería hacerle y salí corriendo a la calle, pero ya no lo encontré. Supongo que lohe vuelto a perder.
– ¿Por qué volvió?
– Había leído algo sobre el Tiziano, el tema salió en todos los diarios, como os podéis imaginar. Era una obra sin catalogar de un maestro de la pintura… todo el mundo se preguntaba de dónde había salido, incluso Coyote. No sabía nada del fallecimiento de mi madre. Se quedó muy impresionado.
– ¿Tu madre no dio ninguna pista?
– Absolutamente nada.
– Y Coyote va y aparece de repente. -Matías movió la cabeza con ademán desdeñoso-. Podemos eliminarlo de la lista de sospechosos. Si tuviera algo que ver con el cuadro, hubiera dado señales de vida. ¡Aunque lo veo muy capaz de robar un Tiziano!
– ¡Como si fuera tan hábil para eso! -exclamó burlona María Elena.
– Pero ¿a dónde se marchó? -volví a preguntar. En mi rostro debía de reflejarse la angustia porque mis amigos volvieron a intercambiar una mirada misteriosa-. Vosotros sabéis algo, ¿verdad? Ahora ya me lo podéis contar. Lo he superado hace mucho tiempo.
Matías cogió a Alfredo y lo dejó con cuidado en el suelo. Acarició la cabecita del loro con su dedo grueso como una salchicha, se acomodó y se sirvió otra copa. Los tres estábamos ya un poco bebidos. La mezcla de copas y calor había actuado como un lubricante emocional, y sentíamos que no podía haber secretos entre nosotros.
– Coyote estaba casado -dijo por fin Matías. La noticia me sentó como un mazazo. Ahora entendía por qué mi madre se había encerrado durante tres días en su dormitorio.
– Mierda, yo no entendía nada. Me preguntaba por qué mi madre se ponía tan furiosa cuando él iba diciendo por ahí que se habían casado en París. ¡Me parecía un lugar tan romántico para casarse! Ahora entiendo que no podía casarse con ella.
– Su familia vivía en Virginia, a las afueras de Richmond.
Moví la cabeza con incredulidad.
– Mi madre estaba destrozada. Se encerró en su dormitorio y estuvo tres días sin querer salir, pero finalmente apareció y dijo que no quería hablar del tema nunca más. Le obligó a comprar un anillo para ella. Decía que era por mí.
– No quería que la gente pensara que tenían una relación indecorosa. La gente puede mostrarse muy cruel en estos temas.
– A mí me lo vas a decir -contesté. Pero no estaba seguro de que ellos supieran lo que había ocurrido en Francia. A mi madre nunca le gustó hablar de eso-. Así que cuando se ibade viaje de negocios, en realidad estaba con su familia, en Richmond.
– Supongo que sí -dijo Matías muy serio-. Aunque puedo afirmar con total seguridad que a tu madre la quería como nunca había querido a nadie.
Eché un vistazo a mi alrededor, al pequeño paraíso que nos rodeaba, y me pregunté si alguien podía saber de verdad lo que había en el corazón de Coyote.
– ¿Por qué la abandonó, si la quería tanto?
– Coyote era un enigma, incluso para los que mejor le conocíamos. No sé mucho sobre su infancia y juventud en Virginia, pero puedo decirte que lo tuvo bastante crudo. Su padre era un borracho y le pegaba, su madre tenía dos empleos y estaba siempre fuera de casa, así que él correteaba por ahí como un perro callejero. No sé si tenía hermanos. No le dieron mucha educación. Vivía… ¿cómo te diría?
– Improvisando -dije, recordando las palabras exactas de Coyote y su tono irónico al pronunciarlas.
– Improvisando -repitió Matías riendo. Seguramente él también lo había oído de sus labios.