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– Se casó joven, pero no soportó que lo amarraran a un sitio, era un espíritu libre. Se dedicó a viajar por el país con su guitarra y su magnetismo personal. Lo conocí en México. Entonces se llamaba Jack Magellan y tenía a todas las mujeres a sus pies. Éramos jóvenes, poco más de veinte años, y nos llevábamos bien. Montamos un negocio en Nueva Jersey y él se hizo llamar Coyote, porque así era como le llamaba de niño un viejo fugitivo negro.

– El anciano de Virginia -dije, contento de encajar una nueva pieza del rompecabezas-. El que le enseñó a tocar la guitarra. ¿Y por qué en Nueva Jersey?

La mirada de Matías se tiñó de nostalgia.

– Coyote no hacía nada de una manera convencional. Tomó un mapa de Estados Unidos y cerrólos ojos, y yo le hice dar varias vueltas sobre sí mismo. Luego puso su dedo sobre el mapa, era Nueva Jersey, y ya está.

Recordé el rostro de Coyote que aparecía en mi sueño.

– Pero estuvo en la guerra, ¿no?

– Sí. Cuando Estados Unidos entró en la guerra, Coyote se alistó. Le gustaba la aventura.

– ¿Ysu familia?

– Dios sabe si su esposa lo aguantó. Nunca hablaba de ella, y yo no hice preguntas.

– Coyote siempre estaba huyendo, Mischa -dijo María Elena con ternura-. Abandonó a su esposa y a sus hijos, fue a la guerra para huir, y a su regreso no estaba nunca quieto. Su trabajo consistía en viajar por todo el mundo comprando objetos. Creo que huía de sí mismo.

– Y era una persona distinta en cada Estado, hijo. Apuesto a que ni siquiera se llamaba Jack Magellan. Coyote era un apodo que le iba muy bien. ¡Realmente era un perro salvaje!

– Ni siquiera él sabía quién era en realidad -añadió María Elena.

– Así que volvió a huir, esta vez de nosotros -resumí.

– Ésta es la parte de la historia que no acabo de entender, hijo -dijo Matías, sacudiendo su testa llena de rizos-. El negocio marchaba bien, ganábamos dinero. Era feliz con tu madre y a ti te quería.

– Oh, Mischa, te adoraba, y estaba muy orgulloso de ti -dijo María Elena.

– Y entonces, ¿por qué no regresó?

– Yo estaba convencido de que había muerto -dijo Matías muy serio.

– Por lo menos eso habría tenido sentido -coincidió María Elena-. Pero ahora que sabemos que no está muerto, el misterio se vuelve más denso.

– No tiene lógica. ¿Creéis que su desaparición puede estar relacionada con los ladrones que entraron en casa y también en la tienda? -sugerí.

– Tal vez -dijo Matías-. Coyote era un hombre muy misterioso, aunque te diera la impresión de que lo conocías bien. Tenía tantas capas como una cebolla, y nadie sabía lo que guardaba en su interior. Supongo que si supiéramos toda la verdad nos quedaríamos de piedra, porque nunca hacía las cosas de una manera convencional.

– Ni honesta -intervino María Elena-. Era tan imposible de apresar como un fantasma. Y debo añadir que buena parte de lo que vendía en la tienda era falso o robado.

– Pero no había ningún Tiziano -dije.

– Ninguno. Créeme, de haber tenido un Tiziano guardado en la tienda, no se habría marchado.

Aquella noche cenamos en Viña del Mar, en un restaurante de pescado desde donde se veía el océano. Las mujeres me parecieron muy guapas, de piel dorada y largo pelo negro. A la trémula luz de las velas tenían los ojos brillantes y llenos de misterio. Yo las contemplaba descaradamente, deteniéndome en cada una conmirada apreciativa, y ellas bajaban rápidamente los ojos como pajarillos asustados, con una timidez que nunca había visto en Estados Unidos. Linda ya no era más que un recuerdo lejano, a miles de kilómetros de distancia.

– Me alegra que hayas encontrado tu camino y hayas tenido éxito con tu negocio -dijo María Elena conafecto maternal.

– Fue mi madre la que convirtió la tienda en un negocio próspero, yo sólo he tenido que continuarlo.

– Pero seguro que tienes ojo para estas cosas, ¿no?

– Me gustan las antigüedades, me gusta sentir el pulso del pasado en su interior, los ecos de las personas que tuvieron el objeto en sus manos, de los lugares por donde pasaron. Me gusta imaginar lo que sucedió en los castillos ingleses, en los châteaux franceses, en los palazzi italianos o los grandes Schlösse alemanes, a las grandes familias que vivieron en ellos durante siglos y coleccionaron tesoros llegados de lejanos lugares del planeta, a veces haciendo viajes larguísimos para regresar con preciosos objetos. Me gusta tocar la madera y sentir su latido, porque os aseguro que la madera tiene corazón y puedes oírlo.

Me estaba mostrando más abierto de lo que nunca había sido con nadie. Jamás había sido capaz de hablar sobre amor y sentimientos.

– Había un viejo escritorio de nogal que te encantaba cuando eras pequeño -dijo Matías.

– Ya me acuerdo -exclamé con entusiasmo-. ¡Era precioso! Tenía cajones secretos, y debajo del tablero había un segundo nivel que normalmente quedaba oculto.

– Siempre preguntabas de dónde venían las cosas. Había un tapiz que te fascinaba. -Matías bebió un sorbo de vino.

– Ya me acuerdo, Baco y sus ninfas, todos borrachos. Me recordaba el château donde viví de niño.

– Tu madre nunca hablaba de Francia -musitó María Elena.

– Porque en realidad no vivíamos en el château,que pertenecía a una familia antes de la guerra. Mi madre trabajaba allí como criada, y cuando los alemanes loocuparon, se enamoró de uno de los oficiales.

– Nunca nos habló de eso -dijo María Elena-. Pensaba que tu padre era francés.

– No, mi padre era alemán, y al acabar la guerra mi madre fue duramente castigada por su traición. Por eso perdí la voz, por la humillación que sufrió, y porque casi me matan.

– ¡Mischa, no sabía nada! -Con los ojos llenos de lágrimas, María Elena apoyó la mano sobre mi brazo. Sin pensarlo, apoye la mano sobre la suya y la dejé allí.

– Nunca había hablado de esto con nadie -confesé-. Ni siquiera con Linda, mi novia durante nueve anos.

– ¿Te lo has guardado todo este tiempo?

– Nunca tuve necesidad de compartirlo. Mi madre me entendía, era mi mejor amiga.

– Ya lo sé. Te quería con toda su alma.

– Dijiste que Coyote te había devuelto la voz -dijo Matías- Recuerdo que lo dijiste por la radio.

– ¡Gray Thistlewaite! -reí-. «A todos los que me estáis escuchando, en vuestros salones y en vuestras cocinas, voy a intentar, dentro de mis pequeñas posibilidades, haceros la vida más alegre y llevadera» -recité, imitando su voz a la perfección. Matías estalló en carcajadas que parecían los rugidos de un león-. Cuando dije que Coyote era mágico lo decía en serio. En cuanto llegó él, todo cambió. No os hacéis una idea de cómo nos trataban en el pueblo antes de su llegada. Éramos unos parias, nos trataban peor que a las ratas que cazaban con trampas en la bodega. Coyote se puso a tocar su guitarra y a cantar viejas canciones de vaqueros y ablandó el corazón de la gente. Primero los niños me dejaron jugar con ellos, y luego los adultos empezaron a perdonar. Coyote conseguía encandilarlos o hacer que se avergonzaran de sus actos. Tengo un vago recuerdo que no sé si es totalmente cierto: recuerdo que fue Coyote quien nos rescató de las garras de una muchedumbre enfurecida. A mi madre la habían desnudado, la habían rapado. Estaba asustada y pálida como una muerta. Me alzaron por encima de la multitud y recuerdo sus gritos de odio. Luego alguien me puso en brazos de mi madre y un norteamericano le puso su chaqueta sobre los hombros, y juraría que era Coyote.