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– Es muy posible -dijo María Elena-. Y tal vez por eso volvió, porque estuvo presente en la liberación del pueblo.

– Podría ser -dije, encogiéndome de hombros-. Yo sólo tenía tres años.

María Elena me pidió que continuara.

– Quiero saberlo todo -dijo.

– Un domingo Coyote nos acompañó a la iglesia. Yo detestaba ir a misa, porque era someterse a una humillación. Allí estaban los que nos habían maltratado y habían pedido nuestras cabezas, los que vinieron armados de hoces y martillos con la intención de matarnos a golpes. Incluso el cura presenció aquello sin hacer nada. Y mi madre insistía todos los domingos en que fuéramos a misa y nos sentáramos en medio de aquellas gentes a rezar. No sé por qué lo hacía, supongo que para demostrarles que no les tenía miedo, que no la habían derrotado. Pero yo estaba muy asustado. Sin embargo, todo cambió en cuanto Coyote vino con nosotros. Ya no nos miraban con odio, sino con admiración. Y de repente, en mitad del servicio, creí oír la voz de un ángel, pero no era un ángel, sino mi propia voz, que por fin me había sido devuelta.

María Elena se secó las lágrimas con mano temblorosa.

– Mischa, mi amor, no sabíamos que habías sufrido tanto.

– Coyote lo arregló todo. De no ser por él, habríamos vivido siempre ocultos y con miedo, y yo hubiera sido incapaz de comunicarme con nadie.

– Entonces se marchó -dijo Matías.

– Y yo perdí el rumbo.

– Es comprensible.

– Pero tú tienes buena parte del mérito -dijo María Elena-. Coyote te ayudó a abrir tu corazón, pero todo el resto lo has hecho tú solo.

Aquella misma noche, María Elena y yo fuimos a pasear solos por la playa. Bajo aquel cielo despejado y cristalino, me pareció que las estrellas eran los ojos de un mundo más allá de nuestros sentidos, un mundo donde esperaba que mi madre se hubiera reunido por fin con mi padre y hubiera encontrado la paz, ahora que yo empezaba a desvelar los secretos que ella guardó durante tanto tiempo.

– Ahora entiendo por qué tu madre se mostraba tan protectora contigo -dijo María Elena cogiéndome la mano.

– Siempre estuvimos los dos solos, los dos contra el mundo.

– Porque no había sitio para nadie más. -Fruncí el ceño. María Elena alzó la mirada hacia mí. A la luz de la luna, sus arrugas parecían ríos en un mapa-. Sabes que tengo razón. ¿No te parece que Linda debía de sentirse como una extraña?

– Tal vez. Nunca le di una oportunidad.

– Tú fuiste el hijo que no habíamos tenido, Mischa, y tu madre lo sabía. ¿Por qué te imaginas que os marchasteis de Nueva Jersey?

– Porque Coyote ya no estaba y mi madre no tenía nada que hacer allí.

– No, porque no podía soportar que quisieras a otra persona.

– ¡No es cierto! -exclamé, pero mi voz no sonó muy convincente.

– Es así, te quería sólo para ella. Cuando os trasladasteis a Nueva York, intenté quedar con ella muchas veces porque quería verte. Pero ella siempre estaba ocupada con una cosa u otra. Desaparecisteis.

– Yo pasaba por una etapa difícil -dije con una carcajada amarga.

– Y yo quería ayudarte. Eras muy inestable. Cuando Coyote se fue, te deslizaste por una pendiente terrible. Quería ayudarte, pero tu madre se opuso. Ahora lamento no haberlo intentado con más energía. Nos quedamos destrozados cuando os fuisteis de la ciudad. Al final, la única manera de seguir adelante era volver a Chile.

– Recuerdo que jugaba con los perros en vuestro jardín -dije, lleno de pesar.

– Gringo y Billy.

– Gringo y Billy. ¿Qué fue de ellos?

– Siguieron el camino de todas las criaturas. -María Elena alzó los ojos al cielo-. Tu madre era una buena mujer. Ahora que conozco vuestro pasado entiendo por qué se aferraba a ti. Eras lo único que tenía.

– Y ella era lo único que yo tenía -añadí.

Algo se rompió de repente en mi interior. Oí el chasquido, pero era demasiado tarde para evitar el desbordamiento. Nos sentamos sobre la arena y María Elena me rodeó con sus brazos, una frágil mujer abrazando a un gigante. Me puse a sollozar como un niño. Dejé escapar toda la pena que había ido reteniendo a lo largo de los años, y así empecé a curarme.

26

Me quedé quince días con Matías y María Elena, quince largos días de verano dedicados a conocernos otra vez. Bebimos demasiado pisco sour, reímos hasta que nos dolieron las mandíbulas y, sobre todo, rememoramos. Ya no tenía secretos para ellos. Me ocurrió como a las ostras, que una vez que se abre la concha, ya no se vuelve a cerrar. Al atardecer, cuando la luz ambarina lo inundaba todo de un resplandor casi sobrenatural, caminábamos descalzos por la playa, y las olas que me lamían los pies se llevaban toda mi tristeza. Observé cómo acariciaba y alimentaba Matías a sus pájaros, cómo jugaba con ellos y con qué ternura los cuidaba, y me di cuenta de que eran ellos los hijos que nunca tuvo, no yo. Me habría quedado más tiempo ahora que habíamos vuelto a encontrarnos, pero no podía. Matías y María Elena me habían dado el valor necesario para volver a Maurilliac y desenterrar los esqueletos del pasado.

Fue duro partir y ver sus rostros apenados. Matías me dio una palmada demasiado fuerte en la espalda y me abrazó con tanta fuerza que casi me ahoga. María Elena me plantó un beso en la mejilla, y lo seguí notando durante todo el viaje a Francia, suave y ligero como un susurro. Me dijeron que siempre podría contar con ellos, pero no era cierto. Nada en la vida es para siempre. Teníamos tiempo por delante, pero un día se nos acabaría. Un día ellos desaparecerían y yo volvería a quedarme solo, un chevalier solitario.

Volver a Francia me resultaba difícil. Sabía que los viejos demonios, como Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis, estarían muertos, o tan decrépitos que ya no darían ningún miedo. A pesar de que tenía más de cuarenta años, todavía era aquel crío que se escondía detrás de una butaca del château con la esperanza de ver a Joy Springtoe o a Daphne Halifax.

Recordaba perfectamente el paisaje de mi niñez, y temía comprobar los cambios. Deseaba que los viñedos siguieran exactamente igual que cuando corría por allí en compañía de Pistou. Quería que Jacques Reynard continuara en su taller con su gorra ladeada y sus ojillos maliciosos. Pero si Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis se habían convertido en unos ancianos, lo mismo le habría ocurrido a Jacques.

Me pregunté si, como adulto, los vería a todos con otros ojos, como me pasó cuando me tropecé en Nueva York con mi vieja profesora de Nueva Jersey y nos fuimos a tomar un café; aunque no me caía bien como profesora, descubrí con asombro que teníamos muchas cosas en común. ¿Sería ahora capaz de bromear con Monsieur Cézade? ¿Podría comprender al padre Abel-Louis?

Me dije que seguramente no reconocería a nadie. Me había marchado de allí a los seis años, y los rostros delpasado habían ido perdiendo color y definición con los años, como sucede con las viejas fotografías si las dejas al sol. Sólo recordaba con nitidez los rostros que aparecían en mis pesadillas, pero los demás los había olvidado. Durante mis años de ausencia habría surgido una nueva generación, se habrían abierto nuevas tiendas en la Place de l'Église,y unos niños desconocidos para mí jugarían al escondite entre los árboles hasta que la sombra de la iglesia descendiese sobre ellos y los hiciera volver corriendo a casa como pichones asustados. Tal vez reconocería los rasgos de Claudine en una chiquilla, o vería a Laurent en las facciones de un niño de pelo negro y ojos oscuros. De haberme quedado en el pueblo, mis hijos jugarían ahora con los suyos. ¿Yque habría sido de las gentes de Maurilliac? Tal vez los años habrían apagado sus recuerdos y embotado sus cuchillos. Hacía cuarenta años que había terminado la guerra, ¿sería tiempo suficiente para apagar su odio?