– Un día tendrás ganas de casarte -le dije con aire burlón-. Siempre llega el día para las mujeres.
– Bueno, pues para mí todavía falta. Sólo tengo veintiséis años.
«¡Joder -pensé-, podría ser su padre!» Caroline levantó la barbilla y me miró sonriente y segura de sí. Era la mirada de una mujer que sabe lo que hace.
– Mientras no esté preparada para el compromiso, tendré amantes. Me casaré y tendré hijos cuando encuentre al hombre adecuado, pero ahora mismo lo que me apetece es darme una ducha.
Salió de la habitación y oí que ponía música bastante alta. Luego apareció en el umbral, con el pelo suelto sobre los hombros, una imagen llena de sensualidad y muy francesa. Nos quitamos la ropa y nos quedamos desnudos sobre el suelo de tablas de madera de su dormitorio. Yo estaba moreno por el sol de Chile, y ella era totalmente blanca salvo por el triángulo oscuro entre las piernas. Yo era mucho más alto, pero eso no parecía intimidarla. Me contempló lentamente de arriba abajo y sonrió.
– Tienes un buen cuerpo para ser tan mayor -dijo burlona-. ¿Cómo te hiciste esto? -preguntó acariciándome la cicatriz en el costado.
– Un accidente -me apresuré a responder. Era lo que les decía a todas, a cuantas me veían sin camisa. No le había explicado la verdad a nadie.
– Debió de dolerte mucho.
– Así es.
– Es muy viril. Me gusta.
– Pues es una suerte, porque no se va con jabón.
Se rió y entró en el cuarto de baño. Yo la seguí. Noté las baldosas frías bajo mis pies. Ella tenía la carne de gallina. Cuando se inclinó para abrir los grifos de la ducha, le vi la marca de una vacuna en un muslo. Entramos en la estrecha ducha y la alcé en brazos para besarla, dando vueltas bajo el chorro de agua que caía como un chaparrón de verano sobre su cara y su pelo, sobre nuestros cuerpos. Era agradable besarla, tenía una boca suave y exploraba con la lengua dentro de mi boca. Me rodeaba la cintura con las piernas y emitía unos ruiditos de satisfacción parecidos a los maullidos de un gatito.
– Tienes una bonita polla -me dijo cuando me estaba enjabonando. Su comentario podía parecer el colmo de la sofisticación, pero en realidad ponía de relieve lo joven que era. Las chicas solían decirme algo así en la adolescencia, pensando que esto me daría más confianza en mí mismo, pero yo prefería que no dijeran nada. La tomé de la mano, la saqué de la ducha y la envolví en una toalla. Ella se rió.
– Llévame a la cama, mi guapo americano -dijo. Pero yo no quería hablar, sólo quería hacer el amor.
Si la charla insustancial enfriaba mi ardor, la confianza durante el sexo lo avivaba. Caroline no sólo maullaba como un gatito, sino que se comportaba como un felino: se estiraba, ronroneaba, movía las caderas y se abría para acogerme hasta que empezaba a jadear y a moverse a un ritmo acelerado, Cuando dejaba de hablar, Caroline era un banquete para los sentidos, un delicioso bocado. Tenía un cuerpo lleno y redondeado, una piel de melocotón y una vulva sonrosada, joven y ávida de placer bajo el triángulo de vello negro.
Acabamos abrazándonos como todos los amantes. Caroline apoyó la cabeza sobre mi pecho y me pasó un dedo desde el pecho hasta el vientre.
– ¡Eres fantástico! -suspiró-. Ojalá no tuvieras que ir a Maurilliac. ¿Por qué no te quedas conmigo? No tengo que volver a volar hasta pasado mañana.
– Debo irme -dije.
– Estaré de vuelta dentro de tres semanas -dijo.
– Esto sí que me tienta. -Pero sabía que no volvería a verla.
– ¿Has estado enamorado? -me preguntó, mientras me acariciaba con la uña.
– Pues no, y no creo que me enamore nunca.
– Pero no eres demasiado mayor para enamorarte, de eso estoy segura.
– La edad no tiene nada que ver. Simplemente, es que no es mi estilo.
– No puedes pasarte toda la vida solo, ¿no?
– No estoy solo -mentí-. He vivido nueve años con una mujer, pero no he querido casarme con ella.
– ¿No sueñas con encontrar a la mujer adecuada?
– No soy un romántico.
– No hace falta ser un romántico. Eres guapo y sexy, y eres fantástico en la cama. -Rió con la boca junto a mi pecho-. No creo haber tenido nunca tantos orgasmos, lo que resulta extraño porque soy muy orgásmica.
– El amor romántico no me interesa demasiado. A lo mejor es que carezco de sentimientos, no lo sé. -Le acaricié el pelo. ¡Qué joven era! Ni siquiera sospechaba los desengaños que le reservaba la vida.
– No creo que carezcas de sentimientos, lo que pasa es que no has encontrado a la mujer adecuada, pero un día la encontrarás y entonces te llenarás de pasión. No estoy hablando de sexo, sino de que otra persona te importe más que tu propia vida.
– Eso me gustaría -dije-. No quisiera envejecer solo. -Y era cierto. Hubiese querido amar con la intensidad con que mi madre amaba a Coyote, pero dudaba que me sucediera algo así. ¿Cómo sabría que había encontrado a la mujer adecuada? ¿Cómo sabría que habría llegado el momento de bajar el puente levadizo para permitirle el paso?
– Bien, pues si no la has encontrado en las próximas tres semanas, llámame y volveremos a pasar juntos un buen rato. Me gustas, Mischa. Es una cuestión de piel. Puedes meterte en mi cama siempre que quieras.
Tal como prometió, telefoneó al château y reservó una habitación, luego me dio su teléfono y me llevó a la casa de alquiler de coches en su impecable dos caballos. Al separarnos, nos besamos como dos amantes pero nos dijimos adiós como amigos.
– Antes de volver a Estados Unidos, hazme una visita -me dijo. Pero yo sabía que no volveríamos a vernos.
TERCERA PARTE
27
Divisé las torres del château mucho antes de llegar a Maurilliac. Las agujas gris oscuro rematadas por finos triángulos se elevaban tentadoras por encima de los árboles, tal como las recordaba, y parecían encontrarse al alcance de la mano. Sobresaltadas por un ruido, una bandada de palomas levantó el vuelo y se desparramó por el cielo gris pálido como una oscura nube de perdigones. Se me aceleró el pulso y empecé a sentir calor dentro del coche. Abrí la ventanilla para tomar una bocanada de aire fresco. Estaba en casa por fin.
Al pie de la colina detuve el coche. La carretera subía dibujando una suave curva, y a la luz lechosa del invierno, la hierba junto al arcén parecía relucir. Pensé en todas las veces que me habrían llevado de niño por esa misma carretera. Parecía que había sucedido en otra vida, y sin embargo lo recordaba como si hubiera sido ayer. Me había convertido en un hombre, pero en mi pecho latía el corazón de un niño.
Era invierno y la tierra estaba desnuda. El viento que entraba en el coche estaba cargado de escarcha, y sin embargo yo recordaba aquel día de verano en que Coyote nos llevó a la playa en su descapotable. Podía revivir la sensación del viento alborotándome el pelo, el sentimiento de libertad y de optimismo ante un futuro repleto de posibilidades, el cariño y el orgullo que me henchían el corazón. Recordaba que Coyote había puesto una mano sobre la rodilla de mi madre y que ella se la había apartado con suavidad, pero había dejado la mano sobre la de él. Yo lo veía todo y lo oía todo, pero no podía recordar qué se sentía al no poder hablar. Y a pesar del aire frío que me congelaba las narices, podía sentir el calor y oler el aire cargado de aroma a pino, a hierba fresca, a chopo y a jazmín. Podía oír las cigarras, el suave zumbido de las abejas y el canto estridente de los pájaros, y a pesar de que los únicos animales que tenía cerca eran una pareja de cuervos que buscaban gusanos en el frío suelo, notaba en la piel la caricia de unas alas de mariposa. Era como si volviera a ser un niño, pero las manos que agarraban el volante pertenecían a un hombre de mediana edad. Suspiraba por hacer revivir un pasado que estaba muerto y frío como el invierno.