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Puse el coche en marcha, y el ruido del motor perturbó mi ensoñación como cuando se arroja una piedra a la superficie quieta de un lago. Fui directamente al lugar que siempre había amado, a pesar del odio que me profesaban sus gentes. Me preguntaba si Yvette seguiría con vida, y qué habría sido de Monsieur y Madame Duval. ¿Me reconocerían, o acaso yo había cambiado tanto que resultaba imposible? Me miré en el retrovisor y pensé que aunque me vieran no sabrían quién era, había pasado demasiado tiempo. Sólo quien me hubiera querido podría reconocer al niño solitario en los ojos de un hombre que aparentaba más edad de la que tenía.

El château seguía tal como lo recordaba, no había cambiado en lo más mínimo: las paredes de piedra clara, las altas ventanas de guillotina, los postigos azul pálido abiertos para dejar entrar el sol, el tejado de tejas grises con sus bonitas ventanas abuhardilladas, sus esbeltas chimeneas y sus dos bonitas torres. Hasta entonces no había apreciado su belleza, sólo lo que significaba. Representaba un tiempo pasado, pero seguía siendo bonito. Aparqué el coche, y un joven con uniforme blanco y gris salió de recepción y se ofreció a llevarme la maleta. Me llamó la atención el bonito suelo de losas de piedra del vestíbulo. La alfombra azul y dorada que yo recordaba ya no existía. Me recibió un hombre atractivo de unos treinta años, alto y tieso, con el pelo negro peinado hacia atrás. Se presentó como Jean-Luc Lavalle y, dando por supuesto que yo era extranjero, se dirigió a mí en inglés.

– Bienvenido a Château Lecrusse. ¿Viene de lejos?

Su sonrisa dulzona y su aire de suficiencia me irritaron desde el primer momento. No podía imaginarse que mi padre había pisado estas mismas losas con sus botas negras, y que yo había jugado aquí mismo con mis cochecitos; que este lujoso hotel había sido un día mi hogar. Como no tenía ganas de conversar, fui breve.

– De Estados Unidos.

– Tenemos muchos huéspedes de Estados Unidos -dijo con orgullo-. Sobre todo a causa de la historia. Este château es del siglo dieciséis, y creo que en Estados Unidos no tienen muchos lugares con historia.

– Sabe muy pocas cosas del mundo, monsieur -le respondí. Pero mi respuesta no lo amilanó en absoluto.

– A los estadounidenses les fascina la cultura europea.

– Tal vez porque no tienen cultura -repliqué. Pero el hombre no detectó mi sarcasmo.

– Exactement. En cambio en Maurilliac hay mucha cultura, ya lo verá.

– Desde luego, no lo dudo. Pero ahora me gustaría ir a mi habitación.

– Claro, monsieur. Si es tan amable, tendría que rellenar un formulario. He hecho que le subieran la maleta a la habitación.

Tomé asiento en el lugar que me indicaba y aproveché para hacer unas preguntas.

– Dígame, ¿a quién pertenece el hotel?

– Pertenecía a un matrimonio llamado Duval, pero hace unos diez años lo compró una empresa, Stellar Châteaux, que tiene mansiones de este tipo en Francia.

– ¿Y usted es…?

– El gerente. Si tiene usted un problema o alguna pregunta, estoy a su disposición.

– Es muy amable por su parte -respondí-. ¿Quién se ocupa de los viñedos?

La pregunta le sorprendió.

– Alexandre Dambrine.

– ¿Yla iglesia? ¿Cómo se llama el párroco?

– El padre Robert Denous.

– Ah, ¿ya no está el padre Abel-Louis?

– Se ha jubilado. Vive en el pueblo, en la Place de l'Église.

Empecé a rellenar el formulario.

– Perdone que se lo pregunte, monsieur,¿ya había estado aquí otras veces?

Alcé la vista del papel y le miré a la cara.

– Yo vivía aquí -respondí. Y luego añadí con cierto humor-: antes de que usted naciera.

Jean-Luc pareció animarse. Parecía deseoso de hacerme un montón de preguntas, pero se dio cuenta de que yo no tenía ganas de hablar y desistió. Cuando acabé de rellenar el formulario, me acompañó a mi habitación. En el pasillo descubrí la silla tapizada que utilizaba de niño para esconderme. Estaba en el mismo sitio, y hasta la tela del tapizado era la misma, aunque ahora estaba más ajada, y los colores apagados por el sol que entraba por la ventana cercana. Me pareció demasiado pequeña para ocultarme tras ella; no me imaginaba que hubiera sido tan pequeño. Llegamos a mi habitación y Jean-Luc abrió la puerta. Más allá, siguiendo el pasillo, estaba la habitación de Joy Springtoe, la recordaba bien. Saqué del bolsillo la pelotita de goma que estuve a punto de perder para siempre detrás de la cómoda, y recordé con nostalgia cómo Joy me la había devuelto. Al rememorar su último beso y el sabor de su piel se me encogió el corazón pensando lo triste que me sentí tras su partida. Pocas personas me dieron tanto cariño en mi infancia, y no las olvidaría nunca.

– Desde aquí se ven muy bien los viñedos, es un panorama precioso -dijo Jean-Luc-. Aunque, como usted ya sabe, es mucho más bonito en verano.

– Muchas gracias. -Estaba deseando que se marchara. Quería quedarme solo, y él tenía ganas de charla.

– Muy bien. Si necesita algo, marque el cero, el servicio de habitaciones. Si no quiere nada más, le dejo descansar.

Me acerqué a la ventana y contemplé ensimismado los campos donde jugaba de pequeño. En cuanto acabé de deshacer mi escaso equipaje, decidí dar una vuelta por los alrededores. Tenía ganas de ver el resto del château y el edificio de las caballerizas. Era un fastidio que los Duval ya no estuvieran; me hubiese divertido atormentándolos un poco, porque seguro que no me habrían reconocido. Había planeado comportarme como un huésped exigente e insoportable sólo para hacerlos sufrir. Era un placer estar al otro lado de la valla. Recordé una ocasión en que Madame Duval me descubrió espiando la llegada de los huéspedes y me arrastró de la oreja hasta la cocina, donde me propinó una paliza delante de Yvette y sus horribles empleados. Ahora que yo era un huésped y no podía vengarme, esperaba una justicia divina, que a causa de sus duros corazones se hubieran convertido en seres desgraciados, condenados a envejecer en triste soledad.

Bajé las escaleras y di una vuelta por la planta baja. Todo me parecía mucho más pequeño de lo que lo recordaba, los lugares donde me escondía eran minúsculos, y el comedor que recordaba tan grande y ruidoso era en realidad una sala acogedora pero con mala acústica. Sin embargo, el olor era el mismo, una mezcla de cera de muebles, humo de leña de la chimenea del recibidor y cuatrocientos años de historia que me entró por la nariz, me impregnó los huesos y me transportó al pasado, inundándome de agridulce nostalgia. Entré en el invernadero y miré hacia fuera: la terraza estaba húmeda y cubierta de musgo. Las sillas donde los Faisanes se habían sentado para hablar de Coyote mientras yo jugaba con Rex debajo de la mesa estaban cubiertas de hojas secas. Como estábamos en pleno invierno, no había mesas en el jardín, y la hierba se veía castigada por el viento y cubierta de desechos otoñales. Rememoré cómo me escondía con Pistou entre los arbustos para espiar a los huéspedes que tomaban el té. No eché un vistazo alrededor para ver si lo veía, porque sabía que no estaba, y sentí el dolor de su ausencia. Ya no podía conjurarlo como antes. Al hacerme mayor lo había perdido.