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Al observar sus ojos ensombrecidos no pude evitar la pregunta:

– ¿Eres feliz, Claudine?

Se volvió hacia mí con la cara encendida y turbada.

– Esas cosas no se preguntan. ¡No me puedes preguntar algo así, Mischa! ¡Es de mal gusto!

– ¿Por qué no? Yo no soy feliz. Hasta ayer, pensaba que estaba bien, pero cuando te vi me di cuenta de que llevaba años sintiéndome desgraciado. El sentimiento de infelicidad estaba tan integrado en mi vida que ni siquiera lo notaba. Pero tú lo has cambiado todo, Claudine, y ya nunca volveré a ser el mismo.

– ¿Qué estás diciendo, Mischa? Ni siquiera me conoces.

– Eso no es cierto. -Claudine apartó la mirada-. ¿Me habrías escrito una nota si no te sintieras desgraciada, si no hubieras sentido algo por mí?

– Quería verte -dijo encogiéndose de hombros-. A Laurent no le gusta que tenga amistades masculinas, dice que no está bien visto. Tenía miedo de que te marcharas sin hablar conmigo.

– No, si me enviaste esa nota fue porque sentiste lo mismo que yo. -Cuando se volvió hacia mí, vi que le brillaban los ojos-. Dime que tú también lo sentiste. -Claudine inspiró profundamente el aire helado. Los labios le temblaban, y aunque estaba pálida, tenía en las mejillas dos manchas rojas, como dos picaduras de abeja. Era un momento irreal, como si estuviéramos fuera del tiempo-. Sé que parece una tontería -insistí- porque hace tantísimo tiempo que no te veo, pero no me lo parece. Siento como si te hubiera conocido de toda la vida. Claudine, confiesa que tú sientes lo mismo.

– Tienes razón -dijo en un susurro apenas audible-. He sentido lo mismo.

La estreché entre mis brazos y besé su boca cálida y tentadora. Tenía la cara fría y la nariz roja, pero sus labios eran suaves y me acogieron con ternura. No se resistió, se entregó a mis caricias como si también ella hubiera estado esperando aquel momento, como si su vida entera la hubiera conducido hasta allí. Llevaba un grueso abrigo, un polo, un pañuelo al cuello, guantes y sombrero. Sólo su cara quedaba libre. Para sentirla más cerca le quité el sombrero y metí las manos entre su espesa mata de pelo, ligeramente húmedo alrededor de la frente. Ninguno de los dos rompió el silencio. Sólo queríamos estar muy juntos. Saboreé la sensación de su piel bajo mis labios, inhalé su olor y probé el sabor salado de sus lágrimas. Supe que llevaba toda la vida esperándola.

– ¿Es posible? -Claudine se apartó un poco y me escrutó con incredulidad.

– Si me lo hubieras preguntado hace una semana te habría contestado que no, que no se puede uno enamorar en un instante. Yo estaba convencido de que ese tipo de amor sólo existía en las malas novelas y en las películas, no pensé que pudiera sucederme a mí.

– Siento que te conozco desde siempre, que estás hecho para mí. He pensado mucho en ti, ¿sabes? Te eché de menos, y más aún porque te fuiste sin decirme nada. Mi mundo se quedó vacío. Me sentí abandonada. Todo me recordaba a ti, todo el mundo hablaba de ti. Eras el tema central del pueblo, y sin embargo te fuiste sin decir adiós.

– Me arrastraron en mitad de la noche. No tuve tiempo de despedirme, pero lloré durante todo el viaje a América.

– Yo también lloré. Eras mi amigo. Entonces comprendí que eras algo especial para mí, pero mucho más después que te habías ido, porque sentí un dolor largo tiempo y nunca te olvidé.

– Yo también he pensado mucho en ti. Al principio estaba contento de haber dejado atrás Maurilliac, y Estados Unidos me pareció un país brillante y colorido. Pero luego, después de que Coyote se marchara, aquellos años en que me odiaba y odiaba a todo el mundo, te estuve buscando sin saberlo. Inconscientemente me sentía atraído por las mujeres francesas, pero con ninguna funcionó. No me enamoré de verdad, no me entregué, sabía que no funcionaría. Oh, Claudine, ¿adónde han ido a parar todos esos años? Ahora me parecen un suspiro, como si nunca nos hubiéramos separado. Pero los dos somos ya personas maduras.

– Eso no tiene importancia. Ahora estás aquí, en Maurilliac, y todo está bien. Deberías haberte quedado. No tendrías que haberme abandonado.

– Lo sé, y ojalá hubiese tenido el valor de volver. Lo único que he hecho hasta ahora es sobrevivir. Tengo el sentimiento de que he estado buscándote todo este tiempo, y ahora te he encontrado.

Ninguno de los dos osaba plantear la cuestión inevitable: ¿qué hacemos ahora?

– ¿Por que has vuelto a Maurilliac? -le preguntó Claudine.

– Es una larga historia.

– Tengo todo el día. Laurent trabaja en Burdeos, es abogado. No volverá hasta tarde.

– Entonces no te soltaré hasta la puesta del sol.

– ¿Por qué has tardado tanto en regresar?

– Tenía miedo de volver.

– ¿Miedo? Pero eras el chico milagroso, todo el pueblo estaba a tus pies.

– Era un bicho raro, diferente a todos los demás. Era el niño alemán, el crío cuya madre había colaborado con el enemigo, y ningún milagro -por más que el padre Abel-Louis diera su aprobación- podía lavar esa mancha. He seguido soñando con este pueblo. A veces me despierto con la sensación de que es verano. -En realidad ni yo mismo sabía por qué había venido-. Supongo que se ha dado una combinación de circunstancias. Al morir mi madre, se rompió el último vínculo que me unía al pasado, y hay preguntas para las que no tengo respuesta, sombras que necesito iluminar. Me di cuenta de que el pasado me seguiría atormentando mientras no descubriera todos sus secretos.

– ¿Has visto al cureton?

– Era mi peor enemigo, pero ahora no es más que un anciano triste y decrépito que se balancea al borde de su tumba. Me pregunto por qué le tenía tanto miedo.

– ¿Has hablado con él? -Claudine me miraba con asombro.

– Le he hecho una visita.

– ¿Y qué dijo? ¿Te reconoció? ¿Estaba sorprendido de verte?

– No me reconoció hasta que le dije quién era, y entonces simuló que no me conocía. Estaba aterrorizado.

– Cómo lo detestaba. Era un hombre malo.

– Más malo de lo que te imaginas. Colaboraba con los alemanes. Casó a mis padres en secreto, y cuando los aliados liberaron Maurilliac, se volvió contra mi madre porque sabía demasiado.

– ¿Dejó que os torturaran a los dos para salvar el pellejo?

Asentí muy serio.

– Una vez que mi madre quedara marcada como colaboracionista, ya no podría acusarle, porque nadie le creería. Tiene las manos manchadas de sangre, te lo aseguro. Y creo que hay algo más que no me ha contado, aunque ya no me importa. Por mí, es como si ya estuviera enterrado, como si no existiera.

– Seguro que traicionó a luchadores de la Resistencia a cambio de ventajas materiales -dijo Claudine-. Conocía los secretos de todos, porque todo el mundo confiaba en él, y los fieles le confesaban sus pensamientos más íntimos. Es un miserable, y espero que se pudra en el infierno.

Recordé la puerta cerrada a cal y canto y la atmósfera irrespirable de su casa.

– No te preocupes, Claudine. Ya está en el infierno, hace años que vive allí.

– Me avergüenzo de formar parte de este pueblo, me avergüenzo del papel de mi familia en todo esto. Entiendo que no quisieras volver, y te admiro por tu valor ahora.

– Hay algo más -dije. Necesitaba contárselo todo.

– ¿Sí?

– Justo antes de morir, mi madre hizo entrega de una pintura muy valiosa, se la regaló al Metropolitan.

– Un gesto muy generoso.

– Yo ignoraba que poseyera ese cuadro. Se trata de un Tiziano, La Virgen Gitana. Al parecer es la primera versión del cuadro que está expuesto en Viena. El primero fue robado y por eso pintó otro. Es una pintura muy valiosa.

– ¿Ycómo llegó a sus manos?