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– Eso es loque me gustaría saber.

– ¿Crees que lo encontró aquí?

Me encogí de hombros, pero entendí lo que quería decir Claudine.

– No creo que lo robara -afirmé, pero en realidad no estaba seguro. La posibilidad del robo iba adquiriendo cada vez más peso. Me sentí un poco mareado.

– Entonces, ¿quién se lo dio?

– No lo se.

– ¿Conocía a gente del mundo del arte?

– Sí, debido a su trabajo.

– ¿A qué se dedicaba?

– Vendía antigüedades.

– ¿También cuadros?

– No.

– Entonces tal vez lo guardaba para alguien. ¿Por qué iba a regalar al Metropolitan un cuadro robado? Esto hubiera supuesto hacerte cargar con un montón de problemas, y ella no quería eso, ¿verdad? -Se rascó pensativa la barbilla-. ¿Y qué ocurrió con Coyote?

La mera mención de su nombre me hizo dar un salto como si me hubiera picado una avispa.

– ¡El escurridizo Coyote! -exclamé con amargura-. Desapareció cuando yo tenía unos diez años. Un día estaba allí, y al día siguiente se había ido para no volver. Ahora sé que llevaba una doble vida, que tenía esposa e hijos en Virginia. No era lo que parecía. Sin embargo, si el cuadro hubiera sido suyo, se lo habría llevado consigo, o habría vuelto a buscarlo.

– ¿Crees que aquí encontrarás las respuestas?

– Mi instinto me dice que aquí hay algo. Tengo recuerdos vagos que no puedo fijar del todo, imágenes sueltas que van y vienen. Si pudiera unirlas, estoy seguro de que descubriría algo importante.

– No puedo creer que tu madre nunca te dijera nada, ni siquiera antes de morir.

– Se negaba a hablar del tema. -La miré angustiado-. Dicho así, parece sentimiento de culpabilidad, ¿verdad?

Claudine me estrechó la mano.

– Si lo hubiera obtenido por medios legales, lo habría compartido contigo. Un cuadro tan valioso es para admirarlo y mostrarlo, no para esconderlo. Tal vez se lo dieron para que lo guardara y luego el propietario murió. ¿Quién sabe lo que pudo ocurrir en la guerra? O tal vez lo encontró y no conocía su verdadero valor. Hay muchas posibilidades, pero no deberías angustiarte por eso, no es tu problema. De haber querido que lo supieras, tu madre te lo habría contado.

– Hay algo más que no te he dicho.

– Adelante.

– Hace unas semanas, Coyote se presentó en mi oficina. Apareció como si tal cosa después de más de treinta años.

– ¿Te explicó dónde había estado?

– No, pero parecía un vagabundo. Iba cubierto de ropas harapientas, y hacía días que no se lavaba.

– Me acuerdo de lo elegante que estaba con su sombrero y su guitarra, tan guapo como un actor de cine. Todo el pueblo estaba revolucionado, y durante años siguieron hablando de él, sobre todo porque se fue del château sin pagar, y eso que parecía un hombre acomodado.

– Pues no lo era, pero lo simuló toda su vida.

– Y ejerció su encanto con tu madre.

– Yo creo que quería a mi madre, y que me quiso a mí también.

– Te devolvió la voz.

– ¿Lo recuerdas? Después de todo, no fue un milagro.

Claudine sonrió, y el corazón me dio un brinco.

– Me acuerdo de todo lo que se refiere a ti, Mischa -dijo, ruborizándose. Le cogí la mano y la miré a los ojos-. ¿Qué quería de ti?

– Preguntó por mi madre. No sabía que había muerto. No sabía que ella lo había seguido queriendo hasta el final, y yo no se lo dije. ¿Para qué? No volvía por ella, sino por el cuadro. Como puedes imaginarte, el asunto suscitó el interés de la prensa, así que Coyote se enteró por los periódicos. Por eso regresó.

– Pero no dijo que el cuadro le perteneciera.

– No. Se imaginaba que éramos ricos y acudió como un buitre.

– Pero algo te diría.

– Dijo que no quería nada de mí, que iba tras un espejismo.

– ¿A qué se refería?

– Lo ignoro. Deposité un beso en su frente-. Pero sí que sé por qué yo he regresado. El destino me ha devuelto a tu lado, Claudine, y tú eres la razón por la que me quedo.

Fuimos hasta el viejo pabellón paseando de la mano, como una pareja de amantes, no como dos viejos amigos a punto de cometer adulterio. Recordamos viejos tiempos. Claudine me fascinó hablando de su vida. Yo hubiera querido saber más acerca de Laurent, pero ella no quería hablar del tema. Deseaba saber si lo quería, si la trataba bien. Sabía que ella no era feliz, pero ¿era una infelicidad con la que podía vivir o tan terrible como para marcharse? Quería pedirle que viniera conmigo a Estados Unidos, pero no me atrevía a preguntárselo. Era demasiado pronto, y además me daba miedo que me dijera que no.

Llegamos al pabellón en lo alto de la colina donde estuve espiando a Jacques Reynard y a Yvette. Era un pequeño palacio de invierno, elegante y discreto, pero abandonado a las inclemencias del tiempo. Cubierto de hierba y de musgo, estaba envuelto en una neblina que le concedía un mágico encanto. La vegetación se había apoderado de éclass="underline" la hiedra se abrazaba a los pilares de piedra y las matas de zarzamora cubrían los muros. Hubiera tenido un aspecto abandonado y triste de no ser por la escarcha, que le daba una belleza especial y nos recordaba la brevedad del momento. Cuando el sol fundiera la escarcha y la niebla se disipara, el encanto desaparecería.

– Esta belleza me entristece -dijo Claudine-. Nos estamos haciendo viejos, y ¿qué he hecho con mi vida?

– Has criado a dos hijos. Eso es todo un logro. -La hice dar media vuelta sobre sí misma para verle la cara. Tomé su rostro entre las manos y acaricié con los pulgares sus rojas mejillas. Claudine bajó tímidamente los ojos.

– No debería estar aquí -murmuró-. Estoy casada.

– Mírame, Claudine. -Me miró mansamente, parpadeando-. Si no fuera un sentimiento tan serio, no te pondría en un compromiso, pero he recorrido medio mundo con un enorme agujero en el corazón. He intentado llenarlo con mujeres de todas las formas y tamaños, pero ninguna era la adecuada. ¿Y sabes por qué? Porque tú fuiste la primera que entró en mi corazón, y eres la única que encaja en ese hueco. Ya de niño sabía que eras especial. Eras valiente y no te importaba desafiar a la autoridad, no temías ser impopular o hacer el ridículo, y me ofreciste tu amistad cuando nadie me quería. Tú eres la única que encaja, Claudine, pues el hueco de mi corazón ha ido creciendo contigo. Te quiero, no puedo evitarlo.

Claudine me tomó las muñecas y me dirigió una sonrisa.

– No lamento haber venido y no lamento haberte besado. Lo que lamento es que el destino te llevara a Estados Unidos. Me equivoqué de hombre al casarme.

– No tienes por qué seguir casada con él.

– Acabamos de encontrarnos.

– Confía en mí.

– Tengo miedo. Si Laurent se entera, se pondrá furioso. Tengo miedo, Mischa.

Besé sus pálidos labios confiando en persuadirla de que no iba a cambiar de opinión. ¿Cómo convencerla de que no me había enamorado hasta ayer cuando la vi? De pequeño quería a los que me demostraban cariño, como Joy Springtoe, Jacques Reynard o Daphne Halifax, y por supuesto a mi madre. Pero nunca, en toda mi vida, amé a una mujer como debe amarla un hombre. Isabel me recordaba a Francia, y nada más. Con Linda no había verdadera comunicación. Me dio los mejores años de su vida, pero a la postre no llegó a conocerme mejor que el primer día. Sin embargo, la sola visión de Claudine derribó el muro protector que había levantado a mi alrededor. En un momento ella leyó mi corazón como ninguna otra mujer. Si me hubiese conocido mejor, comprendería que nunca la iba a dejar escapar.

– No me dejes -le susurré-. No me dejes Claudine, te necesito. -Claudine no respondió. Se limitó a abrazarme muy fuerte.