– Perdone, monsieur. Tal vez le gustaría echar un vistazo a las viejas fotos de familia de los Rosenfeld.
Agradecido por la interrupción, le indiqué que tomara asiento en el sillón frente a mí y me dispuse a hojear el álbum.
– ¿Qué fue de los Rosenfeld? -pregunté, por decir algo.
– Murieron todos en la guerra.
– Claro, eran judíos -dije, algo más interesado. Mi madre nunca me habló de ellos, y yo nunca había pensado en la suerte que corrieron-. Seguramente murieron en los campos de concentración.
Abrí el álbum con cierta emoción. Era como abrir una ventana a un mundo secreto, el mundo secreto de mi madre. Había fotografías de la familia en el hipódromo de Longchamp, en el Bois de Boulogne de París. Los hombres llevaban trajes claros y las mujeres bonitos vestidos y grandes sombreros a la moda. Se los veía en banquetes y bailes, en fiestas al aire libre, en cenas benéficas. Aparecían en Londres, donde asistían a las carreras y a la exposición floral de Chelsea, y haciendo turismo en Viena, Nueva York y la India; había fotos de sus safaris a África y de su viaje anual a Jerusalén. Sus chóferes llevaban guantes y uniformes con gorras negras, conducían automóviles de brillante carrocería y volantes de cuero y tenían una expresión solemne. Los Rosenfeld parecían generosos y amables, siempre alegres y sonrientes. Lo que me resultaba chocante y poco acorde con las costumbres de la época era el amor, patente en las fotografías, que profesaban a sus niños. Siempre aparecían acariciando, besando y abrazando a los pequeños, y en algunas escenas familiares se veía a los cinco niños rodando con su padre encima del césped o jugando con la madre. Y también quedaba constancia de momentos de ternura en que parecían ignorar que los estaban fotografiando. Era un mundo protegido que ignoraba que al otro lado de la frontera se estaba preparando el régimen que iba a aplastarlos. Saber lo que estaba a punto de ocurrirles hacía que su alegría resultara dolorosa. Se me encogió el corazón al pensar en lo que aquellos niños bellos e inocentes sufrirían a manos de los nazis. Sus rostros alegres y despreocupados palidecerían de terror, y sus cuerpos llenos de vida se verían reducidos a cenizas.
Mi madre había conocido a esos niños, los había tenido en sus brazos, había convivido con ellos. Ahora comprendí por qué nunca me habló de ellos: era demasiado doloroso. Pero ¿por qué se había quedado en el château después de la desaparición de aquel mundo preservado de todo mal? No lo entendía.
Resultaba extraño ver el château cuando era una casa familiar. El mobiliario era diferente, pero las habitaciones eran las mismas, igual que las molduras del techo y la enorme chimenea del vestíbulo, donde también ardía un fuego. Sobre las baldosas de piedra había alfombras, y allí dormían los perros negros que guardaban la finca antes de la llegada de los alemanes. Aunque mi mente racional me decía lo contrario, yo intentaba creer en la inocencia de mi padre. No quería creer que hubiera formado parte de un régimen que torturó y destruyó a millones de inocentes. Me sentía tan apenado por el destino de los Rosenfeld que decidí cerrar el álbum, cuando algo me llamó poderosamente la atención: en la pared, junto a un retrato de la familia, estaba La Virgen Gitana. El horror me paralizó y el pulso se me aceleró; Jean-Luc se alarmó.
– ¿Se encuentra bien, monsieur? -Incapaz de hablar, asentí con la cabeza-. Le traeré un vaso de agua.
Apenas me di cuenta de que Jean-Luc se levantaba y atravesaba la biblioteca a grandes zancadas. La imagen del cuadro me dejó perplejo y me sumió en un torbellino de suposiciones. ¿Lo habría robado mi madre? ¿Lo habría guardado para ponerlo a salvo de los nazis, en la creencia de que la familia regresaría después de la guerra? ¿Lo habría requisado mi padre y se lo habría regalado a mi madre? No cabía duda de que era un objeto valioso que había pertenecido a una familia judía. Su robo constituía un crimen de guerra. Abrumado por la tristeza, entendí que mi madre hubiera sentido demasiada vergüenza para darme explicaciones.
Jean-Luc volvió con el vaso de agua y me lo bebí de un trago.
– Supongo que le ha causado impresión volver a ver su pasado. Han cambiado tantas cosas…
– En realidad sólo las personas. Le sorprendería los pocos cambios que hay -respondí, cerrando el álbum.
– Lo siento, tal vez no debería habérselo enseñado.
– Me alegro de haberlo visto, Jean-Luc, pero creo que necesito algo más fuerte que un vaso de agua.
– Absolument! -Jean-Luc cogió el álbum de fotos y se levantó de un salto.
Me quede mirando el fuego y pensando en lo que habían perdido los Rosenfeld durante la guerra. En realidad sabía muy poco sobre ellos. Mi madre no tocaba el tema. Como sucede a menudo, las personas que han sufrido mucho no pueden o no quieren compartir su experiencia. Pero el château era la base sobre la que se había levantado mi vida. Aquí se conocieron mis padres, aquí contrajeron matrimonio y aquí había nacido yo. Mis primeros recuerdos eran escenas que tenían lugar en el vestíbulo, donde la figura de mi padre todavía arrojaba una sombra fantasmal. Por horrible que fuera lo que había sucedido entre estas paredes, por grande que resultara mi desilusión, había valido la pena saberlo.
El whisky que me trajo Jean-Luc me calentó el gaznate y me hizo sentir mejor.
– Me ha dicho que Jacques Reynard vivía en las inmediaciones. ¿Podría darme su dirección?
– Por supuesto, encantado.
Sentía la necesidad de saber algo más sobre el pasado de mi madre, y Jacques era la única persona que podía decirme algo. Mientras Jean-Luc iba en busca de la dirección, volví a mi habitación en busca de la cartera y las llaves del coche. Desde mi ventana contemplé los viñedos que se extendían hasta el horizonte bajo el cielo encapotado y gris y me acordé de Jacques. ¡Cómo debía de echar de menos sus viñedos! Me di cuenta de que llevaba un rato sin pensar en Claudine y que se habían aplacado mis celos. Por lo menos la había encontrado y estaba viva. Había sido muy afortunado.
El frío me golpeó como un bofetón. Me llené los pulmones de aire helado y me sentí tonificado y lleno de energía ante el misterio que iba a intentar desvelar. Nunca me había parecido tan emocionante investigar el pasado. Ya no me asustaba, tan sólo me intrigaba.
El paisaje de invierno era gris y monótono, pero el viaje me dio ánimos. Fui pensando en la sorpresa que había supuesto descubrir de dónde procedía La Virgen Gitana. Supuse que mi madre lo había donado al Metropolitan porque sabía que los Rosenfeld estaban muertos. Por eso dijo que «tenía que devolverlo». Tal vez lo había guardado todos estos años con la esperanza de que apareciera un miembro de la familia para reclamarlo, o tal vez se había decidido a hablar sólo cuando estaba al borde de la muerte y a salvo de la justicia. Cuando regresara a Estados Unidos, telefonearía a mi abogado y se lo explicaría.
Finalmente llegué a una casa de campo y entré con el coche por el sendero. A ambos lados se levantaban unos cobertizos de paredes claras y tejados de tejas rojas como los de las casas de Maurilliac. Sonreí al ver un tractor; cuando yo era niño, Jacques usaba caballos. Aparqué el coche frente a una casa coquetona, con gráciles chimeneas, postigos blancos y las paredes cubiertas de hiedra. Salí del coche y me quedé de pie sobre la gravilla, empapándome de la calidez que exhalaba la casa de Jacques. Sabía que estaba en mi hogar, podía sentirlo. Jacques apareció en la puerta de entrada y abrió los brazos para darme la bienvenida. Una triste sonrisa iluminó su rostro envejecido. Como he dicho, los que me habían querido me reconocían desde el primer momento.