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Jacques se quitó la gorra y me abrazócon fuerza como si fuera un hijo pródigo. Sus lágrimas me mojaron el abrigo, porque yo era mucho más alto. Aunque no dijimos nada, los dos pensamos lo mismo: ¿por qué había tardado tanto en volver a Maurilliac? Jacques tendría lo menos 85 años y estaba arrugado y marchito, pero cuando por fin pude mirarle a los ojos, vi que irradiaban la misma luz de siempre.

– Me alegro de verte -le dije al fin. Él sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

– Ni siquiera me has escrito. Debería de regañarte.

– Me da mucha vergüenza -admití.

– ¡Desaparecer así en mitad de la noche!

– No era más que un niño.

– Por eso te perdono -suspiró y se puso serio-. Pero no perdono a tu madre.

– Entremos, por favor, me estoy congelando -dije, frotándome las manos.

Atravesamos el vestíbulo y entramos en el salón, donde ardía un buen fuego. Tras la majestuosidad del château,la casa de Jacques me pareció acogedora y sencilla, repleta de objetos gastados y libros viejos, con valor sentimental. Todo tenía un aspecto ordenado, al igual que los cobertizos junto al camino de entrada. Me senté en un sillón y acerqué las manos al hogar para calentarme. Jacques me sirvió una copa y se arrodilló con dificultad frente a la chimenea para atizar el fuego, removiendo las brasas con un atizador.

– Así está mejor. Este invierno está siendo muy crudo.

– Te fuiste de Maurilliac.

Jacques asintió.

– Nada me retenía allí, y ya era mayor para el trabajo.

– Así que compraste esta casa y te instalaste aquí con Yvette.

– Yvette -rió, y en sus ojos apareció un brillo malicioso-. Yvette fue una buena esposa. Con ella comía bien, y acabé teniendo la tripa de un marido satisfecho. ¡Además era una mujer de las de verdad, con curvas!

– ¿Sabes que una vez os vi juntos?

Jacques se dejó caer en el sillón con un suspiro de satisfacción.

– ¿En serio?

– Sí, os vi haciendo el amor en el pabellón.

– ¡Qué granuja! -rugió, encantado de recordar el pasado.

– Ahora me acuerdo. ¡Dijiste que era como una uva tierna y jugosa!

– Yvette me gustaba mucho.

Yo no le dije que de pequeño la odiaba, porque estaba claro que Jacques veía un aspecto de ella que a mí se me escapaba. Pero entonces dijo algo que me sorprendió.

– A ti te quería mucho.

– Pero si me odiaba -repliqué.

– Puede que detestara lo que representabas, Mischa, pero yo le aclaré ese punto.

– Cuando me convertí en su agarrador empezó a tratarme mejor.

– ¿Su agarrador?

– No le gustaban las alturas, y cuando necesitaba algo de los estantes más altos o uno de los utensilios que colgaban del techo, me levantaba para que se lo cogiera.

– Le costaba tenerte manía, aunque quisiera. Tienes que entender que este país sentía vergüenza de lo ocurrido durante la guerra. Tú eras un inocente recordatorio de una desgracia nacionaclass="underline" la derrota y la violación de Francia. Pero eras un niño bueno y cariñoso, y yo te quería como a un hijo. A lo mejor te cuesta creerlo, pero Yvette lloró mucho cuando te marchaste. -Bebió pensativo un sorbo de café-. Incluso hasta yo lloré entonces.

– Tú y Daphne Halifax erais los únicos que me tratabais bien, y otra mujer, una norteamericana que se llamaba Joy Springtoe. Ya ves que no me olvido de la gente -dije, mirándole a los ojos.

– Dime, Mischa, ¿cómo está tu madre?

Hubo un cambio en el ambiente, como si faltara el oxígeno, y tuve una súbita iluminación. De repente estaba tan claro como la luz del día que Jacques había amado a mi madre. Lo vi tan triste, tan perdido y desolado, que aparté la mirada. No podía mirarle a los ojos.

– Ha muerto -dije. La tristeza de Jacques me cayó como una losa sobre mis hombros. Cuando alcé la mirada, vi sus ojos llenos de lágrimas-. ¿Sabía ella que la amabas? -le pregunté en voz baja. Jacques asintió.

– Sí lo sabía.

– Por eso nos apoyabas.

– Es la razón de que te apoyara, y de otras muchas cosas.

Me pareció que Jacques tenía ganas de hablar de mi madre, así que lo sondeé un poco más.

– ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías?

– Desde que éramos niños. -Mi madre no me lo había dicho. Yo simplemente di por supuesto que se habían conocido trabajando en el château-. Anouk y yo nos criamos juntos en Maurilliac, y cuando se marchó no soporté quedarme, así que me marché lo más lejos que pude.

– Háblame de ella, Jacques.

– Anouk era la muchacha con la que todo el mundo quería casarse, coqueta, pícara y presumida -dijo. Su rostro volvió a iluminarse con el recuerdo-. Era muy hermosa, con un maravilloso sentido del humor y un corazón grande y generoso. Yo tenía quince años más que ella, pero nos hicimos amigos. Nos reíamos mucho. Comprendía bien a los demás, y tenía mucha capacidad para amar.

»Cuando ella tenía veintiún años vivimos un romance. Yo trabajaba desde los dieciséis años para el padre de Gustave Rosenfeld. Cuando el padre murió y Gustave y su esposa, Pauline, heredaron la propiedad, intercedí para que contrataran a tu madre. Gustave y Pauline tenían niños pequeños, y Anouk entró a trabajar con ellos como chica de servicio. Los Rosenfeld era una importante familia de vinicultores. Sus vinos eran conocidos en todo el mundo, y recibían muchas visitas. Era un trabajo duro, pero a tu madre le gustaba y adoraba a los niños, sobre todo a la segunda hija, Françoise. -Se quedó contemplando el fuego y siguió hablando para sí mismo-. Los tres años anteriores a la guerra trabajábamos juntos durante el día y nos amábamos por la noche. Le pedí que se casara conmigo, pero me dijo que era demasiado joven. Yo le dije que esperaría. -Se encogió de hombros-. ¿Qué hombre no hubiera esperado por Anouk?

– Entonces llegaron los alemanes.

– Primero se anexionaron Austria, luego conquistaron Checoslovaquia, invadieron los Sudetes y tomaron Praga. Cuando Hitler invadió Polonia, se declaró la guerra. Pensábamos que ganaríamos. Creíamos que todo se solucionaría en unos días. ¿Cómo iba Hitler a aplastar el poder de Francia? Era impensable. La cosecha de 1939 se arruinó a causa de las lluvias; el vino quedó sin cuerpo, aguado. Se cumplió la creencia de los agricultores sobre la relación entre las guerras y las cosechas: para anunciar la llegada de una guerra, el Señor envía una mala cosecha; mientras la guerra dura, las cosechas son mediocres, y cuando la guerra acaba, el Señor envía una cosecha abundante y rica. ¡Y la cosecha de 1939 fue la peor de los últimos cien años!

»Los Rosenfeld se quedaron en el château. Desde la subida al poder de Hitler, miles de judíos salían de Alemania y llegaban a Francia, a Inglaterra y a los países del este de Europa. Se rumoreaba que mataban a los judíos, pero nadie daba crédito. Hasta que en noviembre de 1938 asesinaron a casi un centenar en una sola noche.

– La noche de los cristales rotos -dije. Jacques asintió con tristeza.

– A pesar de eso, los Rosenfeld se sentían a salvo en Francia. Hicieron lo posible por poner su vino a resguardo. Guardaban cientos de miles de botellas en el laberinto de bodegas debajo del château,y Gustave Rosenfeld decidió tapiar los accesos para esconder las mejores cosechas, la de 1929 y la de 1938. Los niños lo encontraron emocionante, pero lo tomamos como una simple medida de precaución, porque no creíamos que Hitler pudiera atravesar la frontera. Así que Gustave y yo pusimos los ladrillos mientras Anouk, Françoise y los demás correteaban por allí. Pauline estuvo recogiendo arañas para que tejieran telas y así pareciera que las paredes de ladrillos eran mucho más viejas. De hecho, algunas partes de la bodega tienen más de cuatrocientos años.