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Pero lo que más me gustaba era ayudar a Lucie con las habitaciones. Era un hotel pequeño, de tan sólo quince habitaciones, y algunos huéspedes se quedaban durante semanas, como era el caso de los Tres Faisanes. Yo ignoraba cuánto tiempo pensaba quedarse Joy Springtoe. Según mi madre, venía cada año para recordar a su novio, muerto en acto de servicio un día después de liberar el pueblo, hacia el final de la guerra. A mi madre le parecía especialmente triste que hubiera muerto cuando todo estaba a punto de acabar, cuando los alemanes se retiraban.

Lucie no era tan bonita como Joy. Tenía el pelo negro, que se recogía en trenzas, la cara redonda y pálida como una tarta sin decorar. No hablaba mucho y, como otras muchas personas, dedujo que si yo era mudo, también debía de ser sordo. Yo la ayudaba a hacer las camas y a limpiar los baños. Me daba las tareas que no le gustaban, pero no me importaba porque así tenía la oportunidad de ver a Joy Springtoe.

Una mañana, Monsieur Duval entró en la habitación donde estábamos. Temeroso de que se enfadara si me veía, me escondí en el cuarto de baño y, a través de una rendija en la puerta, fui testigo de una escena sorprendente. Lucie estaba de pie ante la cama. Sin pronunciar palabra, Monsieur Duval la empujó sobre el colchón, se abalanzó sobre ella y, a ciegas, porque tenía el rostro enterrado en el cuello de la joven, se desabrochó los pantalones. Lucie volvió la cara hacia donde yo estaba. Avergonzado, me aparté de la puerta, pero cuando volví a atisbar por la rendija, ella seguía mirando la puerta del baño con los ojos entrecerrados. Sonreía, y el rubor teñía de rosa sus pálidas mejillas. Monsieur Duval daba sacudidas con las caderas como los perros cuando Yvette los separa a patadas, gemía y gruñía palabras ininteligibles. Yvette, con las piernas abiertas, le acariciaba el grueso pelo. No le importó que yo estuviera en el cuarto de baño y que lo viera. Después de todo, yo era mudo y no podía contarlo. No se imaginaba que supiera escribir.

Por la tarde le conté a mi madre lo sucedido durante el día. Mi madre no pareció sorprenderse de lo que le escribí sobre Lucie. Se limitó a enarcar las cejas y a mover la cabeza.

– Hay cosas que un niño pequeño como tú no debería presenciar -dijo revolviéndome el pelo-. Pero, hijo mío, esto no es hacer el amor. Más bien es como cuando un perro orina contra un árbol. Lucie era el árbol más cercano. -Tomó mis manos entre las suyas y me miró con los ojos llenos de lágrimas-. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad, como tu padre y yo, se abrazan y se besan con ternura; no quieren separarse nunca, su anhelo es estar siempre juntos. Cuando haces el amor así, tu corazón está tan repleto de amor que inunda todo tu pecho y te cuesta respirar. -Soltó una risita burlona-. Monsieur Duval es peor que un perro, es un cerdo. -Se puso a gruñir y a arrugar la punta de la nariz imitando a un cerdito, y empezó a hacerme cosquillas en la barriga hasta que me retorcí de risa.

– ¿El niño tiene padre? -preguntó Debo. Hacía quince minutos que había dejado el pincel sobre una hoja blanca de papel y fumaba un cigarrillo con su boquilla de marfil. Cada tanto se lo llevaba a los labios, pintados de rojo, para llenarse los pulmones de humo-. Su madre es una auténtica belleza. La he visto.

– Probablemente murió en la guerra, como tantos -dijo Daphne, que pintaba un paisaje con árboles y viñedos.

Tumbado en el suelo junto a Rex,el perrito, yo hojeaba el libro ilustrado que me habían dado. Días atrás, las tres salieron de picnic y me encontraron jugando en el puente con Pistou. Me llevaron con ellas y me dieron de su comida. Me gustaba estar con ellas, y me encantaba aquel libro con páginas y páginas con fotografías de Inglaterra. Desde mi puesto alcanzaba a ver los pies de Daphne con sus zapatitos de felpa verde, con campanitas doradas colgando de los cordones.

– Curiosa educación para un niño -comentó Gertie. Alzaba el pincel contra el sol para medir distancias, y la luz la hacía entornar los ojos.

– No puede hablar, así que no podría ir al colegio -dijo Debo-. Y esto no es Inglaterra, ¿no?

– ¿Quieres decir que Francia es un país retrasado? -preguntó irritada Daphne-. No creo que un niño mudo fuera a tener mucho mejor trato en Devon, ¿no te parece?

– ¡No seas tonta! ¡No irás a comparar Maurilliac con Devon! -exclamó Gertie.

– Es difícil que se convierta en un abogado. Lo más probable es que trabaje toda su vida en los viñedos -dijo Debo-. Y para eso no se necesita una educación.

– Supongo que tú sabes mucho de viñedos -replicóDaphne con un bufido-. No te creas que todo consiste en prensar uva y embotellarla.

– Entiéndeme. Me refería a recoger la uva, no a la técnica de convertirla en vino.

– Pues a mí me parece un lugar estupendo para un niño -continuó Daphne-. Viñedos y más viñedos, un precioso château con un riachuelo y un pueblecito encantador. Y, por supuesto, personas como nosotras, unas que llegan y otras que se van. Me parece que su vida es bastante variada.

Hubo un momento de silencio mientras las tres se concentraban de nuevo en sus cuadros. Luego Daphne se recostó en la silla y me miró sonriente por debajo de su sombrero verde.

– Es un niño encantador, pero me inquietan sus ojos -comentó pensativa. Yo aparté la vista y acaricié a Rex-. Veo tristeza en ellos.

– Bueno, el pobrecito ha nacido en tiempo de guerra, en plena ocupación -dijo Debo-. Tiene que haber sido espantoso crecer con todos esos horribles alemanes desfilando arriba y abajo y gritando «Heil Hitler».

– Se llevaron lo mejor de todo -continuó Daphne, hablando para sí-. El mejor vino, el mejor arte, lo mejor de cada cosa. Saquearon Francia, y encima los jóvenes tenían que luchar por Alemania. El padre del chico fue probablemente uno de esos pobres diablos.

– ¿Sabíais que los viticultores más famosos levantaban paredes para esconder los mejores vinos? -dijo Gertie-. Lo he leído. Recogían arañas y las llevaban a las bodegas para que tejieran telas, y así diera la impresión de que las paredes que habían levantado eran tan antiguas como el resto del château. Un truco muy ingenioso.

– Eso no impidió que Hitler se llevara todas esas maravillosas pinturas a su Nido de Águila. Ojalá las hubieran tapiado también.

– Al parecer, cuando llegaron a su casa en los Alpes encontraron medio millón de botellas del mejor vino y champán francés. ¡Y Hitler no bebía! -exclamó Gertie-. Bajaban las botellas en camillas. Ya conocéis a los franceses. Para ellos, el vino siempre es más importante que las personas.

Siguieron pintando y charlando. Luego extendieron en el suelo una mantita de cuadros y abrieron la cesta del picnic, que contenía galletas, pasteles y un termo con té. Aquella merienda me recordó la pastelería del pueblo con sus deliciosos escaparates. Al ver mi mirada golosa, Daphne me pasó el plato.

– Sírvete lo que quieras, cariño -dijo en francés.

Cogí una brioche y comí con apetito. Daphne me sonreía con la misma expresión tierna y melancólica con que me miraba mi madre. Yo le devolví la sonrisa con la boca llena de brioche.

4

Joy Springtoe fue mi primer amor. Estaba enamorado de ella, y recorría los pasillos del château como un perro abandonado con la esperanza de verla, de que otra vez me cogiera de la mano y me llevara a su habitación. Aproveché una tarde en que mi madre había ido al pueblo para deslizarme desde el jardín sin que nadie me viera. Sólo me estaba permitido entrar en la Zona Privada cuando ayudaba a Lucie a hacer las habitaciones, y siempre que desobedecía tenía miedo de que me descubrieran. Instalado en mi escondite habitual tras la butaca, vigilaba el pasillo y escuchaba las voces y los pasos que se acercaban. De tanto en tanto, cuando creía que era ella, mi corazón se hinchaba de gozo, y volvía a desinflarse si no era así.