La lectura de la carta me dejó atónito. Sabía algo sobre el intento de acabar con la vida de Hitler, un suceso sobre el que habla numerosos libros y documentales. Los conspiradores fueron ahorcados con cuerdas de piano y filmados mientras morían. Me horrorizó saber que mi padre había muerto de esa manera, y me entristeció que la carta de Léon hubiera llegado demasiado tarde para mi madre. Me pregunté si me habría dicho algo, si estaba esperando la carta de Léon para hablar conmigo. Habría sido lo lógico.
Así que mi padre era un héroe de verdad, como siempre había sospechado. Mi madre no se habría enamorado de un hombre que simpatizara con las ideas nazis; respetaba demasiado a las personas, independientemente de su raza o clase social. No era dada a demostraciones de afecto -yo era uno de los pocos que buscaba refugio en sus brazos-, pero estaba convencida de que todos teníamos nuestro lugar en el mundo y de que había sitio para todos.
Decidí escribir una carta a Léon Edger para comunicarle el fallecimiento de mi madre. Quería agradecerle el trabajo que se había tomado para averiguar el paradero de mi padre, y también quería conocerlo. Y es que, por mucho que me alejara de Maurilliac, me era imposible cortar los lazos con mi pasado.
Regresé al apartamento de mi madre con Claudine. Quería que me ayudara a hacer limpieza. Ya no deseaba hacerlo solo. Habíamos decidido entregar a la beneficencia todo lo que pudiera aprovecharse. Claudine empezó con los cacharros de la cocina, y yo fui al dormitorio para vaciar el armario de mi madre. Estuvimos toda la semana vaciando el apartamento. Era invierno, y una luz lechosa entraba por las ventanas.
No me dolió empaquetar todas las cosas de mi madre y ver cómo se las llevaban en unas furgonetas porque sabía que era lo que ella hubiera querido. No le importaban las posesiones, y ya no las necesitaba.
Me quedé con algunos objetos: joyas, diarios, cartas, álbumes de fotos y otras cosillas de valor sentimental. Cuando acabamos me puse a leer las postales de Coyote con Claudine. Después de lo que me había contado Joy sobre el asesinato de Richard Quigley investigué por mi cuenta y descubrí que mis sospechas eran ciertas: Coyote, también conocido como Jack Magellan, se llamaba Lynton Shaw. Estaba casado con Kelly, habían tenido tres hijos -Lauren, Ben y Warwick- y vivían en Richmond, estado de Virginia. Lo condenaron a cadena perpetua por el asesinato de Richard Quigley, y durante treinta años se pudrió en la cárcel de Keen Mountain. Posiblemente también había matado al novio de Joy, Billy, para quedarse con el cuadro. ¿Y mi madre, acaso conocía la verdad y había preferido ocultarla? ¿Por qué no nos había dicho nada Coyote? ¿Cómo dejó que creyéramos que nos había abandonado? Esperaba que las postales me aclararan este punto.
Estábamos los dos en la cama y la habitación olía al perfume de Claudine, a sus aceites de baño y a su crema corporal de vainilla. Me encantaba su aroma, tan femenino, y me gustaba ver su camisón colgado detrás de la puerta. Claudine no era tan ordenada como Linda, dejaba sus ropas por todo el dormitorio, pero a mí me gustaba así, terrenal y sensual como el verano en Francia.
– Mira qué tierna -dijo Claudine, alzando una postal. «Dile a Mischa que estoy en Chicago, la ciudad de los gánsteres. Dile que es una ciudad oscura y peligrosa donde los hombres merodean por ahí con sombrero y pistolas colgando del cinturón. Seguro que eso le impresionará.»
– ¿No dice nada más? Si pensamos en el tiempo que estuvo fuera, no es mucho, la verdad.
– A ver qué te parece: «Dile a Mischa que estoy en México. He atravesado el desierto en un caballo blanco, he dormido bajo las estrellas, y llevo un sombrero gigante para protegerme del sol y de los mosquitos. Las fajitas son deliciosas, y los mojitos hacen que la cabeza me dé vueltas. Cuando toco la guitarra en la plaza, las mujeres se acercan y bailan para mí. Son las mujeres más bellas del mundo, pero no tan hermosas como tú, mi preciosa Anouk. Te echo muchísimo de menos. No olvides que te quiero y que siempre te querré. Y también quiero a Mischa, no dejes de decírselo por lo menos una vez al día. No quiero que me olvides nunca.» -Claudine me miró frunciendo el ceño-. ¿No es un poco extraño? Parece como si supiera que no iba a volver.
Me quedé pensativo y releí la postal.
– Si te das cuenta, Claudine, sus descripciones de los lugares son frases hechas. Mira esta postal, con fecha del mes de julio: «Dile a Mischa que estoy en Chile. Es verano y hace mucho calor, pero el agua del mar está helada, demasiado fría para mí. Toco la guitarra por la noche cuando la playa está vacía, y las estrellas son mucho más grandes aquí. Os echo de menos a los dos. Pronto volveré a casa. Dile a Mischa que cuide de su madre en mi ausencia y que practique con la guitarra. Cuando vuelva, espero que sepa tocar todo Laredo. Ponme un plato en la mesa, amor mío, no quiero quedarme sin cenar».
– ¿Qué tiene de extraño?
Le tendí la postal.
– El mes de julio es invierno en Chile. Hace mucho frío.
Claudine se incorporó.
– ¿Así que no crees que haya estado en ninguno de estos sitios?
– Oh, puede que haya ido, pero no estaba allí cuando escribió las postales. Mira los sellos.
– Todos son del mismo lugar.
– De Virginia Occidental. ¿Y sabes lo que hay en esa parte del Estado? La prisión de Keen Mountain.
Claudine me miró con semblante incrédulo.
– Dios mío. ¡Estaba en la cárcel!
– Lo condenaron a treinta años de prisión por el asesinato de Richard Quigley. Y supongo que también mató a Billy, el novio de Joy Springtoe.
Claudine le puso la mano en el brazo.
– ¡Santo cielo, Mischa! ¿Estás seguro?
– Sí. Joy lo leyó en los diarios de aquí, y cuando volví de Francia hice algunas averiguaciones. Coyote tenía otra vida. De hecho, ni siquiera se llamaba Jack Magellan. Su verdadero nombre era Lynton Shaw. Supongo que mató a Billy durante la guerra para asegurarse de que no volvería y desenterraría el cuadro. Cuando entraron los ladrones en la tienda y en nuestra casa, adivinó quién había sido y qué buscaba. Por eso se marchó al día siguiente. Localizó a Richard Quigley y lo mató. Me sorprende que lo descubrieran, con lo listo y taimado que era.
– Hace un tiempo que lo sospechas, ¿verdad?
Asentí con un suspiro.
– Era la única explicación posible. ¿Por qué otra razón no iba a volver? Lo que me sorprende, sin embargo, es que no nos lo dijera. Podríamos haber ido a verle a la cárcel. Por lo menos yo hubiera sabido la razón de su ausencia y no me habría sentido tan abandonado.
Claudine fue pasando las postales y mirándolas una a una.
– Es posible que fuera un mentiroso y un ladrón, Mischa. Pero mira, en todas las postales pone «dile a Mischa». No os dijo nada porque no quería decepcionarte. -Cogí el fajo de postales y las volví a leer una a una. Claudine tenía razón. Todas iban dirigidas a mí-. Tú lo habías puesto sobre un pedestal. Era el hombre mágico que te devolvió la voz y la confianza en ti mismo. De haberte contado la verdad, habrías perdido la fe. Tal vez pensó que podías incluso perder la voz, no sé.
– Yo lo quería igual que él quería al anciano de Virginia. Coyote sabía por propia experiencia lo que significaba amar una fantasía, y también lo que significaba perder ese amor. No vino a mi oficina en busca del Tiziano, vino a verme a mí. -La emoción me oprimía el pecho-. Me encontró a través del cuadro, porque habíamos salido en los diarios. Y mi madre guardó la pintura todos estos años esperando el regreso de Coyote. Por eso le dolía tanto devolverla, porque era abandonar toda esperanza. Pero Coyote no volvió por el cuadro, sino para vernos a mí y a mi madre. ¿Lo entiendes? -Le agarré la mano con fuerza-. A eso se refería cuando decía que «iba tras un espejismo», porque el pasado no vuelve. Nosotros habíamos seguido con nuestra vida, y mi madre había fallecido. Después de treinta años pudriéndose en la cárcel, él quería que estuviéramos juntos de nuevo, pero era una ilusión. ¡Mierda! Y lo eché de la oficina.