Cuando la vi aparecer en compañía de su amiga Diane, salí de mi escondite.
– ¡Ah, mi querido amigo! -exclamó con alegría. Entregó las bolsas que llevaba a su amiga Diane y me cogió de la mano. La seguí emocionado-. Ven, te enseñaré lo que he comprado. Me conviene conocer la opinión de un hombre.
En su habitación me sentí a salvo de Madame Duval. Allí nunca me encontraría, y en todo caso yo estaba invitado por una clienta, así que no podría castigarme. Lucie había hecho la cama y doblado cuidadosamente el camisón sobre la almohada. Me estremecí al recordar la escena con Monsieur Duval. Confiaba en que no hubiera usado la cama de Joy Springtoe a modo de árbol. Diane dejó las bolsas en el suelo y se sentó en la silla. Yo rondaba alrededor de la cama. Joy palmeó el cobertor.
– Siéntate aquí un momento. Me voy a probar mi nuevo vestido.
Diane me sonreía incómoda sin decir nada. Me pareció que daba por sentado que yo no podía oír.
Joy había dejado entreabierta la puerta del cuarto de baño y la oía moverse de un lado a otro. De vez en cuando veía su sombra proyectarse en la entrada, pero como respetaba su intimidad, mantenía los ojos bajos. Tenía en la mano la pelotita de goma y la hacía girar entre los dedos. Finalmente, se abrió la puerta de par en par y apareció Joy con un vestido de tela azul y rosa, el más bonito que yo había visto en mi vida. Me dirigió una sonrisa radiante.
– ¿Qué te parece? -Estaba muy guapa y lo sabía. El vestido se adaptaba perfectamente a su cuerpo, como los pétalos a la flor. Era suelto, con un pronunciado escote en uve, y se ataba a un lado con un lazo que le llegaba a las rodillas. El escote dejaba ver su piel suave y cremosa, y bajo la tela se adivinaban sus pechos redondos como melocotones, y su estrecha cintura que se desplegaba en unas caderas generosas. El pelo rubio y ondulado le llegaba a los hombros. Estaba tan hermosa que no pude soportar la ternura de sus ojos grises y me sonrojé. Con una carcajada, ella se agachó y, tomando mi rostro en sus manos, me dio un beso en cada mejilla. Entonces comprendí lo que quería decir mi madre, porque sentí el corazón tan henchido de amor que me costaba respirar.
– ¿Qué te parece, Diane?
– Estás guapísima, de verdad. ¡Los dejarás a todos con la boca abierta!
Joy se volvió hacia mí con las manos en las caderas.
– Me encanta que te haya gustado. Necesitaba la opinión de un hombre -dijo.
Me ruboricé de nuevo y sonreí. Con la emoción, abrí la mano y la pelota de goma cayó al suelo y desapareció bajo la cómoda. Me habría gustado recogerla, pero me avergonzaba haberla dejado caer. Tendría que volver con Lucie al día siguiente para recuperarla. Pero no podría recuperar mi corazón. Se lo había entregado a Joy Springtoe y no quería que me lo devolviera nunca.
Estuve toda la noche preocupado por mi pelota. Al día siguiente ayudé a Lucie con las habitaciones. El cuarto de Joy Springtoe estaba al final del pasillo, y por desgracia empezamos a trabajar por el lado opuesto. Me angustiaba pensar que Yvette me pudiera llamar para alcanzarle cosas en la cocina antes de recuperar la pelota, que era irreemplazable. Lucie estaba especialmente irritada esa mañana y no paraba de regañarme y de chasquear la lengua. Parecía no tener prisa, en tanto que yo estaba impaciente por llegar al final. Cuando por fin llegamos a la habitación de Joy y yo iba a tirarme al suelo en busca de la pelota, entró Monsieur Duval, apestando a sudor y a tabaco.
Su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad y espanto. Señalándome con el dedo, le gritó a Lucie:
– ¿Qué hace aquí? ¡Fuera! ¡Largo! -Se me acercó con la mano levantada para pegarme, pero yo lo esquivé y salí corriendo romo un conejo, dejando mi pelota bajo la cómoda. Se rieron al verme tan asustado, y su risa resonó en mis oídos. Los odiaba, los odiaba a los dos.
Cuando llegué al edificio de las caballerizas me sentí a salvo. Me tiré sobre la cama y me tapé la cabeza con la almohada para dejar de oírlos, pero en vano. Sus carcajadas burlonas seguían resonando en mi cabeza y en mi recuerdo, y se convirtieron en los abucheos de una multitud, hasta que todas aquellas voces me dieron dolor de cabeza. Mi corazón, hasta hacía un momento rebosante de amor, se había llenado de miedo. Para intentar acallar las voces empecé a balancearme, pero todavía las oía. Y cuando pensé que ya no podía aguantarlo más, mi madre me quitó la almohada de las manos y me contempló con preocupación. Sin saber cómo consolarme, empezó a besarme, a acariciarme el pelo y a darme besos.
– No pasa nada, cariño. Maman está contigo y nunca te dejará. Nunca jamás abandonaré a mi pequeño chevalier. Te necesito. Ya está, ya está, amor mío. Respira hondo.
Mi cuerpo empezaba a arder. Sentí que mi madre se ponía rígida. Ya nos había pasado otras veces: era un acceso de fiebre.
– ¿Qué ha sido esta vez? -me preguntó en voz baja-. ¿Qué ha pasado?
Pero yo no podía responder, aunque me habría gustado decírselo. Me sentía tan frustrado que se me llenaron los ojos de lágrimas.
De la siguiente semana guardo un recuerdo borroso. La fiebre iba y venía, y cuando abría los ojos, la habitación parecía haberse agrandado y el rincón opuesto a la cama se veía pequeño y lejano. Recuerdo que mi madre estaba siempre allí, contándome historias y acariciándome el pelo. Creo recordar que me susurró llorando al oído: «Eres todo lo que tengo en el mundo, Mischa. Nunca me dejes». Pero a lo mejor era un sueño.
Cuando por fin me recuperé lo suficiente para jugar sentado en la cama, mi madre también revivió, y su rostro hasta entonces pálido y tenso adquirió un tono rosado y luminoso.
– Ha venido a verte una persona muy especial -anunció un día.
La miré expectante. Mi madre se apartó y dejó paso a Joy Springtoe con su bonito vestido azul y rosa y una bolsita en la mano.
– Me han dicho que has estado enfermo. -Se sentó en la cama.
Me sentía feliz de verla y de respirar su perfume.
– Te he traído dos cosas. Una que habías perdido, y otra mía que quiero regalarte.
La contemplé con asombro cuando me entregó la bolsa. ¿Me regalaba una cosa suya? Miré dentro de la bolsa y, para mi sorpresa, allí estaba la pelota de goma, mi juguete preferido. La sostuve bien apretada en la mano. Nadie conocía la razón de que aquella pelota fuera tan importante para mí, salvo mi madre. Apreté la pelotita, y sentí que mi mundo que se había roto, se estaba recomponiendo. Volví a mirar dentro de la bolsa. Desde la puerta, mi madre contemplaba la escena con los brazos cruzados sobre el pecho, tan llena de ternura y de orgullo que irradiaba luz.
De la bolsa saqué un cochecito, un Citroën 2CV de un bonito amarillo limón. Las ruedas se movían y se podía abrir el capó, dejando al descubierto un diminuto motor plateado. Lo toqué con dedos temblorosos y deseé vivamente que las losas de piedra del vestíbulo no estuvieran cubiertas con una alfombra, para hacer rodar el cochecito. Lleno de amor y agradecimiento, me abracé a Joy y apoyé la cabeza en su hombro. Ella me abrazó fuerte durante lo que me pareció un largo rato. Yo no quería separarme, y creo que ella tampoco.
– Eres un niño muy especial -me dijo, mientras me acariciaba la mejilla con un dedo. Tenía lágrimas en los ojos-. No te olvidaré, Mischa.