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Más vale que se cambie ahora, que si no, se le van a manchar las enaguas. Le quedan dos paños y con suerte, día y medio de sangres. Le llegan. Sí. Si calcula bien y los apura, le llegarán.

Señor, señor. A esa criaturita que le nació tarde y mal la mandó un falangista a comprar aceite de ricino. El padre le dio las perras. De su mismísimo bolsillo pagó la humillación de la Reme. Dale al niño para un litro que tu mujer se va a echar un traguito. Así lo cuenta la Reme. Un litro entero dice que le metieron a embudo delante de sus hijas. Y se ríe. Se ríe siempre al contarlo la muy inocente.

Y Tomasa se lleva otra vez el nudillo del índice a las pestañas.

Carajo con esta humedad, que hasta en los ojos. La Reme se ríe porque el mancebo del boticario la quería bien. Y preparó un litro de cualquier otra cosa en la rebotica cuando el niño tontito le pidió ricino, que iban a purgar a su madre. Trago amargo. Amargo. Aunque a la Reme no le diera ni un retortijón. Y después, la pelaron al rape. Le dejaron un mechón en medio de la cabeza y allí le ataron una cinta con los colores de la bandera republicana. Y le pintaron U HP en la frente. Para eso ha quedado la Unión de Hermanos Proletarios, para humillar a las mujeres en la frente. Reme dice que tenía el pelo tan largo como la Hortensia, y así de negro. Ahora lo tiene de color ceniza, del susto dice que le creció así. Cómo se le ocurriría cantar, con lo taimada que es. Cantó, una canción con azúcar que paró en seco la mano de la novata. Las demás cantaron también. La voz de la Reme es del color de su pelo, el de la ceniza cuando está limpia, en el momento mismo de empezar a usarla para rascar el culo de un puchero y quitarle el hollín. Hay que ver cómo canta la Elvirita, lástima de criatura.

Sí, la voz de la Reme suena a ceniza.

15

La mujer que iba a morir escribe en su cuaderno azul. Escribe que han ingresado doce mujeres de las juventudes Socialistas Unificadas y que a ella la van a meter en ese expediente, y que las van a juzgar muy pronto, a las trece. Trece, como las menores que fusilaron el cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, como Las Trece Rosas. Escribe que a Tomasa le han «dado cubo» para quince días. Reme le está haciendo la trenza. Escribe en su diario que a la extremeña le han debido de pasar cosas muy malas, porque nunca quiere hablar de por qué la trajeron aquí. Dicen que estuvo dos años en Olivenza, con la pena de muerte. Escribe que Tomasa siempre pregunta por el mar. A todo el mundo le pregunta lo mismo.

—¿Has visto el mar?

—¿Cómo es el mar?

Escribe que Elvira se ha puesto buena y que la galería entera está castigada, la chivata también. Escribe que las han castigado a todas con el peor de los castigos. Escribe y escribe mientras Reme la peina.

Todas piensan en Tomasa. Ninguna habla de Tomasa.

El tiempo será más corto para Tomasa si no mencionan a Tomasa.

—¡No te muevas!

Ha ordenado Reme, e inclina la cabeza de Hortensia y levanta su cabello para mirarle la nuca.

—Plagaíta.

Hortensia comienza a rascarse. Y Elvira también.

—Mírame a mí.

A Reme le basta con retirar apenas el cabello de la sien pelirroja.

—Plagaíta también, voy a liar la peina ahora mismo. Bien apretada, que así, ni una liendre se escapa, ni una.

Y después de liarla como sólo ella sabe hacerlo, bien apretada, pasa la peina una y otra vez por la cabeza de Hortensia. Una y otra vez. Mechón a mechón, pasa la peina mientras vuelve a decir que así de largo tenía ella el pelo, y así de negro.

—Asín de largo y de negro tenía yo el pelo.

Elvira y Hortensia la escuchan de nuevo, simulando que nunca la han oído lamentarse. Y les vuelve a contar que la raparon cuando encontraron la bandera a medio bordar sobre la camilla del comedor.

Y les cuenta que estuvo casi dos años en la cárcel de su pueblo, y que ya le había crecido bastante el pelo cuando volvieron a raparla antes de trasladarla a Murcia, donde la juzgó un tribunal militar.

—Me echaron doce años. Doce años.

Y les dice de nuevo que asistió a aquel juicio sin poder creerlo y sin poder cantar por dentro.

Doce años.

Ayuda a la rebelión militar.

—Yo creía que los rebeldes eran ellos. Yo no entendía nada.

Ella sólo sentía una vergüenza muy honda al pasarse la mano por la cabeza rapada.

Siempre se toca la nuca al recordarlo. Ya me llega el pelo al cuello.

Y siempre se estremece.

—El que se pela se estrena.

Bromea Reme. Bromea, para poder seguir hablando. Porque ahora hablará de sus hijas, y a Reme le consuela contar lo que se dispone a contar. Y Elvira y Hortensia lo saben, y escuchan con atención para que Reme tenga su consuelo.

—Ven, sangre mía, ahora te toca a ti.

Cuando Reme se acuerda de sus hijas, la llama, a Elvira, sangre mía.

—Ven, sangre mía, pon la cabeza en mis rodillas.

La llama sangre mía y le coloca la cabeza sobre sus rodillas. Y cuenta que a sus hijas no les pasó nada. A su consuegra, sí. A su consuegra la metieron tres meses en el depósito de cadáveres con ella, porque la cárcel del pueblo estaba llena.

—Cuando nos dijeron que nos llevaban al depósito, mi consuegra preguntó que si nos iban a hacer la autopsia en vivo.

Le dieron aceite de ricino de verdad, y la raparon. La pobre. Sólo porque creyeron que estaba celebrando la toma de Teruel.

—Y por más que se metió los dedos para vomitar, y por más que vomitó, que arrojó hasta el forro de las entrañas, no tardó en irse por las patas abajo.

Pero a sus hijas no les pasó nada gracias a Dios, ni a su hijo tampoco. Gracias a Dios y gracias a uno de los falangistas que entraron a registrar la casa.

—Era falangista, y buena persona, y no consintió que raparan a mis hijas, ni que les dieran a beber guarrerías.

No lo consintió. Pero no pudo evitar que las obligaran a fregar el suelo de la parroquia. Pero eso Reme no lo cuenta, porque prefiere no contarlo.

Durante el tiempo en que Reme estuvo encarcelada en su pueblo, sus hijas atravesaron la plaza a diario cargadas con sus propios cubos y sus propias bayetas ante la mirada acusatoria de las vecinas que se paraban a contemplarlas y alzaban la voz:

—Ni el más tonto se tragaría que no supieran lo que su madre estaba cosiendo.

—Esas escarmientan, te lo digo yo.