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– … blanca Navidad… -canturreó Sigurdur Óli mirando el cadáver. Elínborg le chistó.

En la habitación había un ropero pequeño, abierto, donde se veía un revoltijo de pantalones y jerseys, camisas planchadas, calzoncillos y calcetines. Un uniforme de portero colgaba de una percha, azul oscuro con franjas doradas en los hombros y relucientes botones de latón. Unos zapatos negros de cuero, muy limpios, descansaban junto al armario.

Sobre el suelo había periódicos y revistas. Junto a la cama una mesita de noche con lámpara. En la mesita, un único libro: A History of the Vienna Boys' Choir…

– ¿Este hombre vivía aquí? -preguntó Erlendur, mirando a su alrededor. Entró con Elínborg en la habitación. Sigurdur Óli y el director del hotel se quedaron fuera. No había sitio suficiente para ellos.

– Le permitíamos vivir aquí -dijo el director del hotel con apuro, quitándose el sudor de la frente-. Trabajaba con nosotros desde hacía mucho tiempo. Desde antes de que yo me incorporara. En la portería.

– ¿Estaba abierta la puerta cuando le encontraron? -preguntó Sigurdur Óli, intentando parecer formal, como para compensar la cancioncita.

– A la chica que lo encontró le pedí que os esperara -dijo el director-. Está aguardando en la cantina de personal. Se llevó un buen susto, la pobre, como podréis imaginar. -El director del hotel evitaba mirar el interior de la habitación.

Erlendur avanzó hacia el cadáver y observó la herida del corazón. No conseguía imaginar qué clase de cuchillo había podido matar a aquel hombre. Levantó la mirada. Por encima de la cama, en el rincón, colgaba un viejo y amarillento cartel de una película de Shirley Temple, sujeto con cinta adhesiva. Erlendur no conocía la película. Se llamaba The Little Princess. El cartel era el único objeto de decoración de todo el dormitorio.

– ¿Quién es esa? -preguntó Sigurdur Óli desde la puerta, mirando el cartel.

– Ahí lo pone -respondió Erlendur-. Shirley Temple.

– ¿Quién dices que era? ¿Está muerta?

– ¿Qué quién era Shirley Temple? -preguntó Elínborg asombrada de la ignorancia de Sigurdur Óli-. ¿No sabes quién era? ¿No estudiaste en América?

– ¿Era una estrella de Hollywood? -preguntó Sigurdur Óli, mirando el cartel.

– Fue una niña prodigio -dijo Erlendur con sequedad-. Así que lleva muerta muchísimo tiempo, esté muerta o no.

– ¿Cómo? -preguntó Sigurdur Óli, que no comprendía ni una palabra.

– Una niña prodigio -dijo Elínborg-. Creo que sigue viva. No me acuerdo. Creo que hace algo para las Nacionas Unidas.

Erlendur se percató de que no había más objetos personales en la habitación. Miró a su alrededor pero no vio ni una estantería con libros ni CD, ni ordenador, ni televisión, ni radio. Solo una mesa, una silla a su lado y una cama con un almohadón desgastado y un edredón sucio. Aquel cuartucho le recordó a la celda de una prisión.

Salió al pasillo, observó la oscuridad del extremo y creyó notar un débil olor a quemado, como si alguien hubiera andado con cerillas en las tinieblas, para entretenerse o para iluminar su camino.

– ¿Qué hay allí? -preguntó al director del hotel.

– Nada -respondió, y miró al vacío-. Solo el final del pasillo. Faltan algunas bombillas, las mandaré arreglar.

– ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí ese hombre? -preguntó Erlendur, volviendo a entrar en la habitación.

– No lo sé, desde antes de mi incorporación al hotel.

– ¿Ya estaba aquí cuando empezaste de director?

– Sí.

– ¿Me estás diciendo que ha vivido en este cuchitril durante veinte años?

– Sí.

Elínborg miró el condón.

– Como mínimo practicaba el sexo seguro -dijo.

– No lo suficiente -dijo Sigurdur Óli.

En esos momentos apareció el forense acompañado por un empleado del hotel, que volvió a desaparecer por el pasillo. El médico estaba muy grueso, aunque no podía ni compararse con el director del hotel. Entró como pudo en la habitación y Elínborg aprovechó para salir.

– Hola, Erlendur -dijo el forense.

– ¿Cómo pinta esto? -preguntó Erlendur.

– Ataque al corazón, pero tendría que examinarle mejor -dijo el forense, famoso por sus chistes malos.

Erlendur miró a Sigurdur Óli y a Elínborg, que mostraban amplias sonrisas.

– ¿Sabes cuándo sucedió? -preguntó Erlendur.

– No puede haber pasado mucho tiempo. En algún momento de las dos últimas horas. Apenas ha empezado a enfriarse. ¿Han aparecido los renos?

Erlendur suspiró.

El forense puso una mano sobre el cadáver.

– Voy a escribir el certificado -dijo el doctor-. Luego lo enviáis al departamento de patología forense en Barónstígur, y allí lo abrimos. Dicen que el orgasmo es una especie de muerte -añadió mirando el cuerpo-. Así que lo tuvo por partida doble.

– ¿Por partida doble? -Erlendur no comprendía.

– Me refiero al orgasmo -dijo el médico-. Habréis hecho fotos, ¿no?

– Sí, claro -dijo Erlendur.

– Quedarán preciosas en su álbum familiar.

– Me parece que no debe de tener familia -dijo Erlendur mirando en torno suyo-. ¿Ya has acabado por ahora? -preguntó para librarse de su humor.

El forense volvió a contraerse para salir por la puerta de la habitación y desaparecer pasillo adelante.

– ¿No tendríamos que cerrar el hotel? -preguntó Elínborg, y vio que el director del hotel contenía la respiración-. ¿Prohibir que la gente entre o salga? ¿No habría que interrogar a los clientes y empleados del hotel? Cerrar los aeropuertos e interrumpir los vuelos al extranjero…

– Por todos los santos -suspiró el director del hotel, que estrujó su pañuelo y miró suplicante a Erlendur-. ¡No es más que el portero!

María y José nunca habrían encontrado alojamiento en este hotel, pensó Erlendur.

– Este… este… horror no tiene nada que ver con mis clientes -dijo el director sin poder respirar, de lo espantado que estaba-. Son extranjeros casi todos, y gente de provincias, solteros de buena posición, armadores de pesca y cosas por el estilo. Nadie que tenga relación alguna con el portero. Nadie. Este es el segundo hotel más grande de Reikiavik. Está repleto durante las fiestas. ¡No podéis cerrarlo y quedaros tan tranquilos! ¡No podéis hacer eso!

– Podríamos, pero no lo vamos a hacer -dijo Erlendur, intentando tranquilizar el director-. Quizá tengamos que interrogar a algunos huéspedes del hotel y a bastantes de los empleados, supongo.

– Gracias a Dios -suspiró el director, ya más tranquilo.

– ¿Cómo se llamaba este hombre?

– Gudlaugur -respondió el director del hotel-. Creo que andaba por los cincuenta. Y tienes razón, creo que no tiene familia.

– ¿Quiénes venían por aquí a visitarle?

– No tengo ni la menor idea -resopló el director.

– ¿Ha sucedido en el hotel alguna vez alguna cosa extraña relacionada con este hombre?

– No.

– ¿Algún robo?

– No. No ha pasado nunca nada.

– ¿Quejas?

– No.

– ¿No andaba metido en nada que pudiera explicar esto?

– No, que yo sepa.

– ¿Tuvo algún enfrentamiento con alguna persona del hotel?

– No, que yo sepa.

– ¿Y fuera del hotel?

– No, que yo sepa, pero no lo conozco demasiado bien. No lo conocía -se corrigió el director.

– ¿En veinte años?

– No, realmente no. No trataba mucho con la gente, creo. Se aislaba todo lo que podía.

– ¿Crees que un hotel es lugar adecuado para personas así?