– Es la Amparo – dice -. Ya está otra vez dale que te dale, como si el pobre de Daniel tuviera la culpa de nada. Como si no hubiéramos en el pueblo doscientas mujeres que estamos en el mismo plan. Como si fuera una deshonra ser pobre y cenar pan con aceite y ajo…
Pedro hace un gesto con la mano para que su mujer entre en la casa:
– Entra – dice – y dejate de chismes cuando están hablando los hombres.
– Todos sois iguales – dice la mujer de Pedro al entrar-. No hay ninguno que se salve. Todos estáis cortados por la misma tijera.
Matías rasca el forro de su chaqueta de dril y saca del bolsillo una briznas de tabaco. Cantalejos le ofrece un papel de fumar.
– Es una pila – dice Matías -, pero qué le vamos a hacer. Poco es, pero es del estanco. He prometido no fumar ya más tabaquera. ¡Cochina tabaquera que me va a hacer polvo los pulmones!.
Pedro inicia un tic nervioso con las rodillas:
– Decidme en qué vamos a quedar entonces. Si habéis venido habrá sido por algo… ¿Pensáis ir o no?.
– Pedro – contesta Romero -. Nos conocemos de toda la vida para andarnos con engaños. Aquí estos – señala a los hombres – han venido conmigo esta noche para no hacerte el feo. Yo di palabra que venía y ellos han venido por acompañarme.
– ¿Qué quieres decir?. ¡Qué feo ni qué historias!.
– Lo mismo que tú piensas, Pedro, lo que sabes tan bien como nosotros y no eres capaz de confesarte: que no hay nada que hacer, que nadie, empezando por nosotros, estará al alba en la taberna, que todo eso es un sueño; que delante tuyo todos dicen que si por no llevarte la contraria, pero luego, cuando te vas, toman tus cosas a chacota. Yo te digo que la toman porque es para tomarla, porque tengo más edad que tú y me conozco de memoria la vereda. No es ese el camino y tú lo sabes. Tú sabes que no hay nada que hacer, que incluso lo que lucieron esta mañana el de María la Bujarra y los otros, no sirve para nada. Ganas de sacar las cosas de su sitio y emberrechinar al bicho más emberrechinado todavía que está. El verano es corto y se tira con cualquier cosa. Ninguno de nosotros, además, somos los más indicados para quejarnos, porque tenemos un oficio muy bonito y no va a tardar más de un mes que abran de nuevo la tonelería. Por otro lado, las mujeres, en cuanto comience la exportación, irán a trabajar al almacén. Por todo eso hemos venido éstos y yo, para quitarte la idea de la cabeza.
Pedro escucha en silencio con las manos sobre las mejillas. Se muerde luego los nudillos.
– Qué vida – dice -. Cobardes tú y todos. Tú también, Matías, y tú, Cantalejos. Yo también el primero por fiarme de vosotros. Todos sabéis que tenemos razón y que debiéramos ir, pero no vamos, no, no vamos. Pensáis que estoy loco.
– La vida me ha enseñado a caminar ya más parao- contesta Romero sin inmutarse-. He sufrido más que tú y he luchado más que tú, pero me he cansado, Pedro. Estoy ya cansado de soñar y dejo pasar los días por tal de seguir viviendo, aunque mi vida sea una vida que no merezca ser vivida. Antes de que nos demos cuenta estará encima el verdeo. Para el verdeo las cosas se pondrán mejores, que peores no se ponen ningún año. Se paga entonces lo que se debe. En la tienda nueva y en la de Raimundo están dispuestos a seguir fiándonos. Por otro lado, Alejandro el panadero no nos niega el pan. Sabéis que no nos lo niega.
– No, si matarnos de hambre no nos van a matar – dice Pedro levantándose -. Matarnos de hambre del todo no nos matan. ¿Quiénes iban a cogerles las aceitunas?. Dime, Matías, y tú, Cantalejos. ¿Quiénes iban a ararles la barbechera del otoño?. Matarnos de hambre del todo no nos matan. Tenemos que seguir viviendo y morir poco a poco. Un año diez y otro quince, y nuestros hijos ocuparán nuestros puestos. Y los hijos de ellos les seguirán fiando a nuestros hijos el pan y el aceite, y nuestros hijos tampoco morirán. Poco a poco, cuando los encuentren desfallecidos, les echarán un buen mendrugo para que tengan fuerza suficiente para cargar con la canga – la voz de Pedro se hace bronca, dura, terrible, una voz antigua que parece salir de la tierra, del principio de los tiempos -. No iréis conmigo, ya sé que no iréis, pero os digo que ése es el único camino. Y yo os juro por mis muertos y por los padres de mis muertos y por los padres de los padres de mis muertos, que ése y no otro es el único camino pan empezar. El único camino.
Los hombres van estrechando uno a uno la mano de Pedro que, con los ojos bajos, no quiere siquiera mirarlos. Los hombres se despiden con el mismo aire triste de un funeral, como si le estuvieran dando la cabezada por la muerte de un hijo. Romero se acerca a Pedro el último y, mientras le estrecha la mano, le aprieta un brazo hasta lastimárselo:
– No me vayas a hacer locuras, Pedrito – le dice -. No me vayas a ir a ningún lado. Son malos los aires que corren. Son malos los vientos, que te lo digo yo que tengo más edad que tú y más experiencia de la vida. Tienes mujer e hijos. Algún día podremos hacer eso, pero no ahora. Nos falta unión y eso es lo primero que tenemos que conseguir. ¿Crees que soy de goma?. Soy hombre de carne y huesos como tú. Más hombre que tú si cabe, porque cuando fue necesario hacer de verdad algo lo hice y tú lo sabes. Ninguno de nosotros es un muñeco, pero tenemos que parecerlo. ¿Comprendes?. Puede que incluso que algunos días lo seamos de verdad a fuerza de disimularlo, no te lo niego; pero matar el gusanillo no han podido. El gusanillo no muere. Se podrá quedar dormido algún tiempo, como los galápagos en las pozas, pero el gusanillo no muere.
Pedro contempla cómo los hombres atraviesan ya la explanada. Luego entra en su casa – en su pobre, mísera y triste casa excavada en la tierra -. Los niños se han quedado dormidos y la mujer empieza a desnudarse. Pedro se echa vestido sobre el jergón. La mujer suspira y Pedro, por un momento, siente el deseo de quitarse la camisa y acercarse a la mujer; pero no se mueve, entorna los ojos y se queda mirando, a través de la puerta abierta, la explanada amarilla.
– Mañana iré – dice muy bajito -. Antes del alba iré. Me pondré con los brazos cruzados en la puerta y creerán que me he vuelto loco, pero iré. Iré. Es necesario que vaya.
Eugenio y Antonio – los felices viajeros de la Francia – le han acompañado hasta el transformador, a mitad de camino entre la Colonia y el cementerio. Tanto remachó el clavo con sus súplicas Antonio que Eugenio terminó por pararse en mitad de la carretera y estrecharle la mano después de ofrecerse a prestarle el dinero del viaje.
Ahora Toto, ya solo, siente ganas de llegar y a la vez de quedar petrificado en mitad de camino por tal de no seguir andando hasta su casa de la viña.
Eugenio y Antonio al norte ya; más lejos de Córdoba donde él estuvo de soldado y hasta más lejos de Madrid, dice Eugenio y será verdad.
Mientras camina y toma la vereda polvorienta que lleva hasta la viña piensa en el largo viaje de sus amigos. Todavía le queda un rato de camino para llegar al sombrajo donde duerme en verano con su padre desde la guerra, desde que recuerda que vive y que le dan miedo los muertos y que siente la calor y el frío. Porque él no irá a ningún lado. No pasará jamás del último olivar, no marchará siquiera donde la Mariquita que el día menos pensado bajará a la ciudad a servir, o a lo que sea, para no volver nunca.
La modorra borracha, que aún se le espesa bajo los párpados, le da ánimos para caminar más a prisa, buscando tenderse cuanto antes en el sombrajo junto a su padre que, con el chuzo, guarda en duermevela los racimos, los rubios pámpanos.