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– Creo que sería sensato quedarnos aquí un poco más. Para atar todos los cabos sueltos -manifestó despacio.

– Bueno, me parece perfecto -devolvió la copa al aparador-. A mí no me avergüenza reconocer que me apetece ver con qué sale a continuación la joven.

– Sí -admitió-. Toda la situación está resultando mucho más entretenida de lo que había imaginado.

Después de todo, con Whalsey y Cheever exonerados en lo referente al collar, Georgiana tendría que poner sus miras en otro sospechoso.

– Pero encárguese de que no se le meta bajo la piel -dijo Finn, volviéndose para mirarlo-. Muchas veces una cara bonita ha representado la caída de un hombre, y quiero recordarle todo lo que usted tendría que perder.

– Te aseguro que de eso no hay peligro -bufó-. No pienso sucumbir a los dudosos encantos de esa joven -hizo a un lado el recuerdo de tenerla en sus brazos, suave, cálida y entregada, y se concentró en su extravagante conducta-. Sin embargo -frunció el ceño-, hay una cosa que me preocupa.

– ¿Qué milord?

– Empieza a tener una extraña lógica para mí -comentó con una mezcla de asombro y horro.

Finn, que tomó sus palabras como una broma, rió una vez más, y Ashdowne intento imitarlo. Pero no fue capaz de acallar una voz insidiosa que no dejó de susurrarle que estaba perdido.

Georgiana estaba sentada en el salón, con un codo apoyado en el escritorio y el mentón sobre la palma de la mano. Después de su sorpresa inicial, disfrutó del humor de la situación de lord Whalsey. Y también le había resultado placentero y novedoso compartir la risa con un hombre, en particular uno como Ashdowne.

No obstante, la intimidad de esa experiencia, como tantas cosas que ocurrían cerca del marqués, tuvo un efecto peculiar sobre ella. En lo que ya era algo familiar, Georgiana comenzaba a sentir más con el corazón y otras partes de su anatomía que con el cerebro, y se había visto obligada a dejar su compañía con el fin de volver a pensar con claridad.

Gimió al analizar el tiempo precioso que había desperdiciado con Whalsey. A partir de ese momento le costaría mucho más convencer al señor Jeffries de sus teorías. La lógica le indicaba que iba a necesitar a Ashdowne, o al menos su influencia con Jeffries, con el fin de desenmascarar al ladrón. Por desgracia, el escalofrío de expectación que sintió al pensar que iba a trabajar junto al marqués poco tuvo que ver con la lógica.

Contuvo sus impulsos descarriados y se irguió. Tenía mucha más fe en su capacidad que en la de Jeffries, sin importar cuáles fueran sus credenciales. Sospechaba que el pobre jamás iba a descubrir al ladrón sin su ayuda, de modo que debía dejar a un lado sus prejuicios y trabajar con Ashdowne. Pero debería evitar acercarse demasiado a él, y juró que ya no habría más besos.

Sin pensar en la sensación de pérdida que acompañó a su juramento, trató de concentrarse en las notas que tenía ante ella. Después de tachar de la lista a Whalsey y a Cheever, solo le quedaban Hawkins y el marqués.

Tenía que ser el vicario.

La idea de imaginar al marqués trepando por un edificio por unas pocas joyas parecía ridícula, y se vio obligada a reconocer que tal vez se hubiera precipitado al considerar al rico noble como un posible ladrón. Descartando los sentimientos cada vez más cálidos que le inspiraba, debía buscar un motivo. El hombre parecía tenerlo todo, entonces, ¿para qué querría el collar de lady Culpepper? Aunque aún desconocía cómo se justificaba la presencia de Ashdowne en Bath, culparlo del hurto parecía tan absurdo como había afirmado Jeffries.

Alzó la pluma y se aprestó a tachar su nombre de la lista, pero titubeó. Una vez más algo le agitó la memoria, justo fuera de su alcance. ¿Qué? Dejó la pluma y se concentró. Había algo en el robo que no veía, algo importante… pero tras una ardua concentración no logró encontrar nada que ya no supiera.

“Debe ser el vicario”, reflexionó exasperada. Desenmascararlo resultaría más difícil, pues carecía de pruebas aparte del motivo y la oportunidad. Pero ese era su gran reto, y no pensaba desperdiciarlo por culpa de la vanidad de un lord con incipiente calvicie.

No obstante, quizá necesitara ayuda.

En cuanto decidió quedarse un poco más en Bath, Ashdowne aguardó con impaciencia los días que le esperaban. Se hallaba ocupado con unos despachos familiares en el estudio, sin tocar los sándwiches que le había dejado Finn, cuando el irlandés interrumpió su trabajo.

– Hmm, milord, ha venido a verlo una dama -anunció.

Ashdowne alzó la vista sorprendido. Incluso en una ciudad tan igualitaria como Bath, las mujeres ni iban a visitar a los caballeros salvo que estuvieran emparentados, y a él no le quedaba más familia que la viuda de su hermano.

– ¡No me digas que ha venido Anne!

– No creerá que sería capaz de hacer acopio de tanto valor como para emprender semejante viaje sola, ¿verdad? -bufó Finn.

– No -aceptó. Anne era el tipo de mujer que temía incluso mirar a un ganso. Era dulce, callada y absolutamente aburrida, de modo que se sintió muy aliviado-. Entonces, ¿de quién se trata? -inquirió irritado con Finn, quien exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

– Quizá no debí decir una dama, sino la dama, pues es evidente que no puede haber otra como ella.

A punto de manifestarle a Finn lo que pensaba de sus pistas, de pronto tuvo la impresión molesta de que conocía la identidad de su invitada, ¿Era capaz de soslayar por completo el decoro?

– Dime que no la has dejado en la puerta -lo miró con severidad mientras se incorporaba.

– ¡Desde luego que no! La hice pasar al salón.

Ashdowne no se sintió tranquilo. De algún modo, tener a Georgiana en su salón no le pareció mejor que tenerla en la puerta.

– Dime que no ha venido sola -como se hubiera presentado sola en la residencia de un soltero, iba a estrangularla. Sin aguardar la respuesta de Finn, salió del estudio.

– Alto, milord. ¿No está sola! Trajo a su hermano.

– ¿Su hermano? ¿Qué diablos? -pero no frenó sus pasos, impulsado por una gran irritación y excitación. Se detuvo fuera del salón para respirar hondo y adoptar una expresión de indiferencia que ocultara su enfado. Acostumbrado a esconder sus pensamientos, entró en la estancia con expresión de cortés interés en sus invitados.

Georgiana, desde luego, de inmediato abrió una brecha en su reserva al adelantarse con vehemencia.

– ¡Oh, Ashdowne! -jadeó con una voz que pareció una respuesta a las plegarias de él.

– Señorita Bellewether -asintió con la mayor ecuanimidad posible ante el evidente entusiasmo de ella.

– Será mejor que te disculpes por irrumpir de esta manera, Georgie.

Las palabras sobresaltaron al marqués, pues se hallaba demasiado ocupado con su visitante como para notar la otra presencia en la habitación. Maldijo su poco frecuente despiste y giró en redondo para ver a un joven de aspecto corriente que en nada se parecía a Georgiana. ¿Ese era su hermano? Antes de poder saludarlo, ella se lanzó a uno de sus discursos incoherentes.

– Bueno, supongo que debo hacerlo, aunque no veo que haya causado ninguna inconveniencia. Me alegro de encontrarlo en casa. Iba a enviarle una nota, pero no sabía cuánto tardaría en recibirla, en particular si se encontraba ausente. Y no puedo evitar creer que el tiempo apremia, pues cada hora que pasa, de hecho, cada momento, puede hacer que la joya robada salga de la ciudad y el culpable escape al castigo.

Ashdowne se sintió consternado, ya que no le costó seguir su monólogo con asombrosa facilidad. Tuvo ganas de llamar a Finn para comprobar si el fenómeno era contagioso como una enfermedad pasajera. Se obligó a mostrar una expresión de queda aceptación.

– Supongo que habla del robo del collar de lady Culpepper, ¿verdad? -preguntó para comprobar que la había entendido. Contuvo una inesperada sensación de desilusión al ver que el entusiasmo no era producido por él.