Siempre lógica, achacó la extraña sensación al hambre.
Durante las horas siguientes, el señor Hawkins no hizo paradas raras, no estableció encuentros clandestinos y no habló con personas peculiares. No hizo nada merecedor de atención y al final terminó por regresar otra vez al Pump Room. Aunque Ashdowne no se quejó, Georgiana se sentía exasperada.
– ¿Es que ese hombre nunca hace nada interesante? -se quejó al apoyarse en una pared baja de piedra.
– Me temo que no todos podemos ser tan intrépidos como tú, querida -vio que ella se inclinaba para quitarse un zapato, que golpeó contra la pared hasta que un pequeño guijarro cayó al suelo-. ¿Puedo ayudarte de algún modo? -preguntó, mirando su pie de una manera que amenazó con aturdirla otra vez.
– ¡No! -exclamó.
– Podría masajeártelo -sugirió él con un tono que a Georgiana le produjo un gran calor interior.
– No intentes animarme -se calzó otra vez y lo miró con ojos centelleantes al tiempo que apoyaba la barbilla en la mano.
– ¿Quieres que lo aferre por el cuello y le exija que se confiese?
Ella no fue capaz de contener una sonrisa. Aunque el plan tenía sus méritos, el señor Hawkins era de un calibre distinto que lord Whalsey y no se dejaría intimidar con tanta facilidad.
– No -musitó-. Sigamos vigilándolo.
– Hasta que desfallezcamos de hambre -afirmó Ashdowne.
– Sí.
Justo cuando ella empezaba a pensar que tendrían que separarse para comer algo, el señor Hawkins entró en una cafetería y ordenó la cena. Con discreción, Georgiana y Ashdowne ocuparon una mesa en sombras al final del establecimiento y se pusieron a cenar.
Aunque tuvo que soslayar el postre, Georgiana se sentía mucho mejor cuando siguieron a su presa en dirección a uno de los baños modestos de la ciudad.
Después de esperar unos minutos, entraron y permanecieron junto a la puerta. Ocultos bajo un arco, vieron al vicario hablar con uno de los empleados y encaminarse hacia los escalones. Para sorpresa de ella, sacó un libro de la chaqueta y lo llevó consigo mientras entraba en las aguas medicinales. Aunque no tardó en hundirse más y más, mantuvo el ejemplar en las manos y lo abrió, como si quisiera leer. Pero Georgiana notó que la mirada se le distraía, en particular al acercarse a una mujer.
– Es rao -musitó Ashdowne a su lado-. Por lo que has dicho, no lo consideraría un clérigo devoto que estudie la Biblia en los baños.
– ¡Creo que no está leyendo! -repuso con disgusto-. Sospecho que viene aquí solo para regodearse con las mujeres y sus ropas mojadas -a pesar de que los baños proporcionaban batas a sus clientes, la humedad hacía que los atuendos se pegaran al cuerpo, en ocasiones dejando poco a la imaginación. Ashdowne la estudió con una ceja enarcada y una sonrisa irónica, pero Georgiana no se amilanó, ya que era él quien insistía siempre en que hablaran con claridad-. He observado que Hawkins tiene un marcado interés en los pechos de las damas -insistió.
Par su consternación, la mirada de Ashdowne descendió despacio hasta sus propios senos, que parecieron inflamarse en respuesta.
– Pues más le vale que mantenga los ojos apartados de los tuyos -manifestó el marqués con tono serio.
Con cierto esfuerzo, Georgiana desvió la atención de su tentador ayudante y volvió a concentrarse en su sospechoso. Lo observó caminar por el perímetro, con la Biblia en la mano, pero como si quisiera demostrar que ella tenía razón, cada vez que podía miraba con disimulo a las mujeres.
Continuó de esa guisa hasta que la señora Fitzlettice, una viuda próspera de temperamento encendido, entró en el agua. Al verla, Hawkins no tardó en cerrar el libro y observó a su alrededor con suspicacia. Convencido al parecer de que nadie lo vigilaba, metió el ejemplar detrás de una piedra suelta en la pared.
Georgiana giró la cabeza hacia Ashdowne y en su rostro vio reflejado el mismo asombro que sentía ella.
– ¿Has visto eso? -preguntó.
– Estoy atónito -murmuró.
– ¡Voy a entrar! -quiso avanzar, pero él la inmovilizó con firmeza por el brazo.
– ¡Aguarda! Hawkins te verá.
El tono que empleó hizo que se detuviera. Tenía razón, desde luego. El vicario y la viuda se hallaban demasiado cerca del escondite del libro para que Ashdowne o ella pudieran recogerlo. Frunció el ceño frustrada.
– ¿Y si uno de nosotros los distrae para que el otro llegue hasta el libro? -lo miró con esperanza, pero la única réplica que obtuvo fue una mirada categórica que le dio a entender lo que creía de su sugerencia.
– Dudo que incluso tus incomparables atributos basten para distraer la atención del buen vicario de una posible benefactora, en particular una cuyos bolsillos están llenos.
Aunque se ruborizó por la descripción que hizo de sus pechos, Georgiana hubo de reconocer que volvía a tener razón. Sin embargo, era demasiado impaciente para esperar con la misma relajación que parecía tan natural en Ashdowne. Esa era la primera señal de que el vicario era el ladrón, la primera confirmación de sus sospechas.
– Debió llevar el libro todo el día consigo -susurró-. No me extraña que no pudiéramos encontrar nada en su alojamiento. Sin duda lo lleva a todas partes. ¿Qué mejor lugar para guardar un collar que en un libro hueco?
Nadie sospecharía de un vicario con una Biblia. El único en que podría correr peligro era si una persona devota, como la señora Fitzlettice, le pedía leer un versículo. Esa, desde luego, era la causa por la que el señor Hawkins lo había escondido antes de saludarla. Georgiana sonrió. Todo cuadraba a la perfección.
Por desgracia, el vicario seguía enfrascado en conversación con la señora Fitzlettice, y continuaron así un tiempo que pareció interminable antes de empezar a apartarse del libro oculto. Entonces Georgiana quiso ponerse en movimiento otra vez, pero su cauto ayudante volvió a retenerla. Él señaló con la cabeza; para su sorpresa, los dos salían del agua. Al parecer iban a marcharse juntos, ¡dejando el libro atrás!
Sobresaltada, Georgiana dejó que Ashdowne la condujera fuera del edificio hacia las sombras de un portal próximo. El sol se ponía. El señor Hawkins y la viuda fueron los primeros en salir de entre una hilera de clientes. Georgiana aguardó con la respiración contenida y luego se mostró alarmada por el sonido del cerrojo. ¡Cerraban el lugar!
Enfadada, se volvió hacia él, ya que todo era por su culpa. Lejos de ayudarla, lo único que había hecho había sido frenarla de forma poco razonable, y ya era demasiado tarde. Abrió la boca para manifestar su indignación, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, él le tomó las manos y la acercó.
– Volveremos mañana a primera hora -prometió.
A pesar de la tentación de sus palabras, Georgiana se soltó, decidida a no dejar que la abotargara en la complacencia con su voz suave y su presencia abrumadora.
– ¡No! Las joyas están en ese libro, ¡no me cabe la menor duda! Y, en ese caso, Hawkins no las abandonará mucho tiempo. Estoy convencida de que jamás fue su intención separarse de ellas. Por supuesto, no esperará hasta mañana para recuperarlas -Ashdowne gimió, pero ella soslayó sus protestas-. Debemos regresar cuando el lugar esté desierto, ¡pero antes de que sea demasiado tarde!
– ¿Y cómo pretendes entrar?
Georgiana le sonrió, ya que conocía bien sus talentos en esa dirección.
– Oh, estoy segura de que se te ocurrirá algo.
– Muy bien -aceptó, mirando el edificio tranquilo al tiempo que musitaba algo sobre su perdición-. Volveremos cuando haya oscurecido por completo.
No pensaba dejar que se marchara sola, pero como Georgiana había insistido en que alguien debía vigilar el lugar, había enviado a un chico que paró en la calle con un mensaje a su residencia; al poco tiempo apareció su criado. Finn aceptó mantener vigilancia mientras él la escoltaba a su hogar.