En cuanto estuvo en la casa de sus padres, Georgiana dijo que le dolía la cabeza y se fue a la cama, para luego escabullirse por la cocina y reunirse con Ashdowne en la puerta del jardín. Siguiendo sus instrucciones, llevaba una capa negra.
Su marcha por las calles y callejones oscuros de Bath solo sirvió para avivar su excitación, y cuando llegaron a su destino, tenía la convicción de que, sin importar lo famosa que se hiciera, jamás olvidaría esa noche, su primer caso de verdad o a su único ayudante.
Aunque no vio al irlandés, Ashdowne le aseguró que estaba ahí, vigilando en las sombras, y que los alertaría en caso de que el vicario u otra persona se presentaran. La zona se veía tranquila y reinaba una oscuridad casi absoluta.
Después de sonar un clic, su acompañante le sonrió y abrió la puerta de los baños. No cabía duda de que era un hombre de gran talento.
– ¿Puedes enseñarme cómo lo haces? -susurró ella.
– No -antes de que pudiera replicar, la hizo entrar y cerró a su espalda.
Sin éxito, Georgiana intentó orientarse en la negrura absoluta; sin embargo, él parecía poseer los sentidos de un gato. Logró encender una lámpara pequeña y protegida.
Proporcionaba una iluminación apenas superior a una vela, pero no se veía sujeta a la brisa ni a una gota perdida de humedad, Y permitió que llegaran hasta el agua. Al acercarse, las piedras se tornaron resbaladizas, por lo que Ashdowne la tomó por el brazo, guiándola de forma innecesaria peor considerada hacia los escalones.
Allí se detuvieron, y Georgiana sintió el silencio sobrenatural hasta la médula. Aunque era el más pequeño de los baños en la ciudad, el lugar parecía enorme en la oscuridad. Las estrellas titilaban a través del techo abierto, mientras la luna proyectaba un fulgor pálido sobre el agua negra. Georgiana experimentó un escalofrío.
– Entraré yo -afirmó Ashdowne al soltarla-. Quédate aquí y vigila la lámpara.
Guardó silencio al ver cómo se quitaba la chaqueta delante de ella, moviendo los hombros anchos de un modo perturbador.
Ajeno a su escrutinio, Ashdowne la depositó con cuidado sobre un escalón, luego se sentó y comenzó a quitarse las botas. Invadida por un súbito mareo, Georgiana se sentó a su lado. Por algún motivo, las piernas amenazaron con ceder bajo su peso.
Comprendió que estaba demasiado cerca de él y se apartó un poco. Y aunque trató de no mirar, los movimientos de Ashdowne eran tan interesantes que no pudo evitarlo. Debía llevar una camisa negra, pues su rostro, de expresión intensa, era lo único que resultaba iluminado por el tenue resplandor de la lámpara. Al bajar la vista notó que hasta sus calcetines debían ser negros. Se dijo que no había nada extraño en eso, pero el ritual insinuaba una intimidad que le atenazó las entrañas.
Adrede apartó la cara, pero oyó el ruido apagado de la otra bota y luego un sonido aún más leve. Oh, cielos, ¿se estaba quitando los calcetines? Miró de reojo y captó un vistazo de un pie blanco y desnudo. Todos los pensamientos del objetivo de su incursión la abandonaron y experimentó el deseo peculiar de alargar la mano y tocarlo.
Entonces él se irguió en toda su estatura.
– Quiero que te quedes aquí -pidió.
Ella asintió como atontada, apoyó el mentón en la palma de la mano y lo miró sin decir nada mientras entraba en el estanque; el agua le cubrió hasta los tobillos, las pantorrillas, los muslos…
En cuanto él comenzó a alejarse se sintió mejor. ¿Adónde iba? Se levantó y bajó un escalón resbaladizo.
– Creo que está más a tu izquierda -señaló en la dirección donde creía que se ocultaba el libro.
– Georgiana -musitó Ashdowne con voz áspera-. Te dije que te quedaras dónde estabas -ordenó.
A pesar de que no podía verlo en la oscuridad, su tono la ofendió.
– Solo intento guiarte -replicó.
– Bueno, pues no lo hagas. Siéntate en el escalón y quédate ahí.
– Debo recordarte, Ashdowne, que aquí eres tú el ayudante y yo la investigadora -manifestó.
– Y también la persona más propensa a producir calamidades. ¡Calla y no te muevas!
Georgiana no aceptaba de buen grado las órdenes arbitrarias, en particular cuando las daba un hombre arrogante que no tenía derecho alguno sobre sus actos, por lo que avanzó.
– Dejemos una cosa clara, Ashdowne -comenzó, para callar cuando el zapato se topó con algo.
Con pavor, oyó que una de las botas del marqués comenzaba a rodar por los escalones. ¿Por qué tenía que estar tan oscuro? Ashdowne debería haber llevado una lámpara de verdad, no esa luz minúscula; además, ¿por qué había dejado sus cosas diseminadas de esa manera? Pero antes de que el maldito calzado pudiera caer al estanque, Georgiana bajó a toda prisa con la mano extendida. No logró asir nada y al final oyó el ruido apagado de algo que daba en el agua.
– ¿Qué ha sido eso? -inquirió él.
– Nada -murmuró ella al acercarse al agua. ¿La bota se hundiría? Le pareció que captaba la piel antes de impecable flotando cerca del borde del estanque. Si pudiera avanzar un poco más y… Se arrodilló y se inclinó justo a tiempo para ver cómo desaparecía bajo la superficie. Desesperada, se estiró, pero con un movimiento demasiado forzado.
Lamentando no haberle hecho caso a Ashdowne, durante un momento prolongado se mantuvo en un equilibrio precario antes de caer de cabeza en las aguas templadas.
Nueve
Al principio quedó desorientada por el líquido oscuro y se vio arrastrada al fondo por el peso del vestido, luego tocó el fondo con un pie y logró enderezarse, plantando los dos con firmeza. Acababa de emerger del agua, escupiendo, cuando unas manos se cerraron en torno a su cintura.
– ¡Maldita sea, Georgiana! ¡Te dije que te quedaras quieta! -la furia de Ashdowne era inconfundible.
Intentó explicárselo, exponer una protesta, pero lo tenía demasiado cerca. Y estaba mojado.
Atontada, pensó que en su precipitación debió nadar hasta ella. La camisa negra se pegaba a unos amplios músculos. El corazón se le desbocó y separó los labios en busca de más aire, ya que la oscuridad húmeda de pronto la ahogó.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.
En el minuto de que dispuso para mirarlo, de nuevo notó que la observaba como si fuera si no un bicho, al menos sí algo que estaba dispuesto a devorar. Tuvo tiempo de respirar otra vez antes de que la pegara a él y su boca descendiera con una violencia que jamás había imaginado.
Entonces Georgiana se perdió en la oscuridad y el calor del agua fue insignificante comparado con el del cuerpo y las manos de Ashdowne a través de su ropa. Él deslizó las palmas arriba y abajo por su espalda y luego las plantó en sus hombros; antes de darse cuenta, el vestido cayó hasta su cintura y los pechos quedaron pegados contra el muro sólido de su torso.
Y entonces él los tocó. Con un gemido bajo, Georgiana se arqueó hacia atrás mientras sus dedos exploraban cada curva de su piel. Mojados, se movieron por su cuerpo invadiéndola con unas sensaciones que le parecieron incomparables hasta que los labios de Ashdowne se plantaron allí y la lengua le lamió los pezones; luego se dedicó a succionarle uno y después el otro.
Sintió algo salvaje, en los pechos y en el resto del cuerpo, hasta que se asentó con fiereza en la unión de sus muslos. Se retorció en un intento por mitigar la pesadez que dominó esa zona de su anatomía. Al final notó que el firme embate del muslo duro de Ashdowne le separaba las piernas. Se pegó justo en el punto que tanto la inflamaba, haciendo que estuviera a punto de llorar de alivio. ¡El querido marqués sabía exactamente lo que había que hacer!
– Ashdowne -susurró, aferrándose a su espalda cuando le faltó el equilibrio. La camisa de él se había soltado y con gesto osado ella introdujo las manos por debajo, para acariciarle la piel firme, suave y húmeda. Había algo en el agua que le potenciaba los sentidos. Ese fue su último pensamiento coherente antes de que su cerebro se rindiera al resto de ella, abandonando gustoso el dominio de todo su cuerpo-. Ashdowne -murmuró otra vez.