– Te equivocas -musitó ella. Se puso de pie y cruzó los brazos-. Lo estoy mirando.
Dio media vuelta y huyó, y Ashdowne no intentó seguirla, pues la a menudo ininteligible Georgiana había expuesto su deseo con claridad.
Ashdowne regresó a Camden Place, donde se cambió para la noche y escoltó a su cuñada a uno de los bailes más provincianos de Bath. Anne parecía ansiosa por hablar con él, pero cuando le dedicó su atención, lo miró y tartamudeó algo acerca del clima antes de excusarse.
Durante las interminables horas que siguieron, pensó en marcharse de la ciudad. Georgiana había pisoteado su orgullo y lo que quedaba lo instaba a regresar a la Mansión Ashdowne, tomar las riendas de su vida y eliminarla para siempre de sus pensamientos. Pero rara vez le daba la espalda a un desafío.
A pesar de todo lo sucedido, ¿podría recuperarla? Y lo que era más importante, ¿lo deseaba? Nunca antes había sentido la tentación de casarse, pero en ese momento tanto su corazón como su cuerpo clamaban que la hiciera suya. Para siempre.
Bueno, eso aclaraba las cosas. Sin embargo, la cuestión era si ella lo aceptaría. Le había mentido desde el principio, la había usado antes de caer por completo bajo sus encantos, aunque sabía que nada de eso pesaba tanto en ella como una cosa: era un ladrón.
Durante la larga noche dispuso de tiempo abundante para justificar ante sí mismo su conducta pasada, pero le fue imposible encontrar una explicación que agradara a Georgiana.
Mucho después de regresar a casa y despedir a Finn, analizó su pasado y su futuro con una botella de oporto al lado. Por primera vez en su vida quería algo que no podía tener, y toda su destreza, ingenio y determinación quizá no bastaran para obtenerlo.
La frustración ardió en él como los fuegos del infierno, ya que siempre había conseguido las cosas con facilidad. A diferencia de otros hijos menores, jamás había blandido la espada ni el libro para ganarse la vida. Había sobrevivido gracias a su encanto y a su inteligencia, llamándolo trabajo, pero todo había sido un juego, avivado por su arrogancia.
Su vida como El Gato había sido más que una aventura, un modo de demostrar, al menos ante sí mismo, que era tan bueno como su hermano. Mejor incluso, ya que había alcanzado el éxito sin un título ni la herencia de los Ashdowne. No obstante, su familia jamás había conocido sus logros, y al final no había logrdo ganarse su respeto o afecto.
Y en ese momento, en que disponía del título, de la riqueza y de la herencia, ¿para qué le servían? Su existencia parecía vacía, sin objetivos y… solitaria. Sí, tenía amigos y conocidos, pero nadie salvo Finn lo conocía. De pronto anheló una familia, una esposa que supiera quién era él de verdad y que encendiera otra vez su sentido de la aventura, su gozo de vivir.
Georgiana.
Dejó la copa y de pronto supo lo que tenía que hacer. En realidad era una insignificancia, pero un paso en la dirección adecuada, o al menos eso era lo que diría Georgiana. El pensamiento le dio esperanzas; se puso de pie y titubeó. Por desgracia, en ese momento no podía intentar nada, ya que tenía el cerebro embotado por las largas horas de beber y dolorosa introspección.
Frunció el ceño, impaciente, antes de darse cuenta con una sonrisa de que había algo que podía hacer.
Dieciséis
A pesar de su menos que perfecto equilibrio, Ashdowne obtuvo fácil entrada. Con su sigilo natural, atravesó las altas ventanas y entró en la habitación. Era pequeña y no la compartía con sus hermanas, algo que se había tomado la molestia de averiguar antes de esa noche. Durante largo rato se quedó quieto, mirando cómo dormía bañada por la luz de la luna, con los bucles dorados extendidos por la almohada.
Cuando ella despertó, vio un destello de alarma en sus hermosas facciones antes de que se sentara y se cubriera el pecho con una manta.
– ¿Cómo entraste aquí? -demandó con un suspiro.
– Oh, los criminales depravados tenemos nuestros recursos -musitó desde las sombras. De pronto el asombro que lo había embargado al contemplarla se convirtió en otra cosa. Tenía el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas y pudo imaginar el calor de su piel. Avanzó un paso.
– ¡No te acerques más! -advirtió ella, alzando una mano mientras con la otra aferraba la manta.
Fue poca protección, porque él pudo ver el corpiño de encaje de su camisón y su deseo se convirtió en algo vivo, intenso e ineludible.
– Puedo cambiar -susurró, dirigiéndose al costado de la cama.
– ¿Qué? -inquirió aturdida.
– He cambiado, Georgiana, pero puedo cambiar más -se sentó a su lado y el delicado aroma de su fragancia casi fue su perdición. Mientras aún podía pensar, se inclinó sobre ella y atrapó su delicioso cuerpo entre los brazos-. Y para demostrártelo, voy a devolver el collar -murmuró.
– ¡No! -exclamó ella-. Quiero decir, sí, devuélvelo. Es una idea maravillosa, pero no te acerques más a mí porque entonces no podré pensar.
– Bien -repuso él-. Quiero que dejes de pensar y que empieces a sentir. Esta noche quiero a Georgiana, la romántica incurable, no a la investigadora obstinada. Dame otra oportunidad, Georgiana. Por favor -la súplica apenas fue un susurro, y cualquiera que fuera la respuesta que ella le iba a dar se perdió cuando tomó la boca con la suya.
Sabía a sueño, dulce y celestial, y Ashdowne profundizó el beso, apoderándose de todo lo que ella le entregó. Desesperado, ansioso de más, apenas se reconocía, pero no importaba. Nada importó al sentir el contacto tentativo de su lengua, inocente pero abierta, osada al enroscarse con la suya.
Ella alzó los brazos para envolverlo y Ashdowne se tumbó a su lado, reacio a detenerse incluso para quitarse las botas. Era consciente de que en cualquier instante Georgiana podía recuperar la cordura, pero mientras tanto gozaría de su pasión. Esta se elevó como una marea y cuando ella se arqueó para pegarse a él, Ashdowne apartó la manta que se interponía entre ellos.
El corpiño de encaje acariciaba la piel cremosa de Georgiana a lo largo de sus curvas abundantes, y a través de la fina tela pudo ver el contorno oscuro de sus pezones. Ashdowne sintió que la sangre le subía a la cabeza para luego bajar en una espiral enorme y torrencial. Recordó el episodio de los baños y apretó los dientes.
La amaba, y por una vez no iba a ser egoísta.
Jamás sabría de dónde había sacado las fuerzas, pero durante largo rato simplemente la miró; luego le acarició el cuerpo hermoso hasta dejarla sin aliento y jadeante. Y al final le quitó el camisón y comenzó otra vez, descubriendo su cuerpo como haría con una cerradura, cuyos secretos debía averiguar despacio y con cuidado.
Pero Georgiana no se contentaba con quedarse quieta y tiró de su chaqueta hasta que se la quitó, junto con el chaleco y la camisa. Ashdowne se sentó en el borde de la cama y se desprendió de las botas, solo para descubrir que la tenía pegada a su espalda, con sus generosos pechos contra su piel; echó la cabeza atrás con un gemido. Al parecer animada por ese sonido, se frotó contra Ashdowne y emitió leves ronroneos mientras le besaba la nuca y le mordisqueaba los hombros.
Con la erección dolorosamente tensa contra sus pantalones, se volvió y la tiró sobre la cama. Verla allí echada, con las piernas abiertas para revelar una tentadora mata de vello dorado, casi fue demasiado para él. Titubeó un momento antes de acercarse al pie más próximo y comenzar a lamerle los dedos.
Cuando alcanzó la delicada piel de la parte interior del muslo, ella gemía; sonrió en el momento de besar el calor húmedo, probando su dulzura y regodeándose en su esencia. Ella no protestó, sino que abrió su mente y sus piernas a esa única exploración hasta que en su entusiasmo tiró de su pelo.
Cuando se contoneó y manifestó su placer, Ashdowne le apartó con delicadeza los dedos de su pelo y contempló a la mujer agitada que tenía ante él, la imagen viva de la felicidad satisfecha. Supo que sería fácil terminar lo que había empezado, entregarse a su propia necesidad de liberación vertiendo su simiente en el interior de Georgiana.