Tomando su virginidad, puede que incluso embarazándola, la vincularía a él… la tentación fue tan grande que experimentó un temblor. Pero ese tipo de conducta sería descuidada y egoísta, el camino fácil, y sus escrúpulos en fase de desarrollo le indicaron que estaría mal. Además, deseaba más. La quería toda, no la pasión que podía despertar en su cuerpo, sino también su mente inteligente y su corazón romántico. Quería amarla, por lo que respiró hondo y se levantó de la cama.
La erección le dolía tanto que al inclinarse para ponerse las botas contuvo un gemido. Llevaba demasiado tiempo en su vida monacal de marqués. Siempre le habían gustado las cosas hermosas, incluidas las mujeres, y aunque había elegido a sus amantes con ojo selectivo, ya no era capaz de recordar sus caras. En ese momento solo un rostro aparecía en su mente, un cuerpo que le incitaba con el recuerdo de una piel pálida y curvas suaves. Hizo una mueca y la excitación que sentía dificultó que se vistiera. Se inclinó sobre Georgina y besó su frente húmeda en despedida.
Los escrúpulos eran mucho más dolorosos de lo que había imaginado.
Georgiana se encontraba en el Pump Room, sin saber qué creer. Después de la aparición de Ashdowne en su dormitorio la noche anterior, había estado preparada para perdonarle cualquier cosa, pero un amanecer inquieto le había hecho recuperar la cordura y había empezado a dudar. ¿Era realmente capaz de cambiar o solo intentaba hacer que no pensara en su culpabilidad y traición? Peor aún, ¿había intentado conquistarla por motivos más oscuros?
Soltó un profundo suspiro y pensó que no era justo que alguien que dedicaba su vida a la investigación y a desenmascarar delitos se enamorara de un criminal, pero, ¿no había anhelado muchas veces tener a un oponente de su altura?
Perdida en sus emociones, no notó que una mujer vestida con elegancia se aproximaba hasta que oyó que una voz femenina carraspeaba. Se volvió y parpadeó al ver a la marquesa de Ashdowne.
– ¡Milady! -exclamó con sorpresa.
– Por favor, llámeme Anne -dijo la cuñada de Ashdowne al estrecharle la mano-. He oído hablar tanto de usted que creo que somos amigas.
– ¿Ha oído hablar de mí? -volvió a parpadear.
– Oh, sí, desde luego -la boca delicada de Anne se curvó en una hermosa sonrisa-. Según Johnathon, es usted la mujer más inteligente, hermosa y valerosa que ha conocido.
Georgiana se quedó boquiabierta. Podía imaginar a Ashdowne manifestar imprecaciones contra ella, pero, ¿alabar sus virtudes? ¿Y ante esa encarnación de feminidad?
Anne suspiró y continuó:
– He de reconocer que al principio me mostré un poco envidiosa, ya que me temo que carezco de todos esos atributos. Pero oír hablar sobre usted me ha hecho que jure ser más valerosa.
¿La mujer responsable de su ataque de celos se esforzaba en parecerse a ella?
– Sí, sé que es presuntuoso de mi parte -prosiguió Anne, sin duda malinterpretando su reacción-, pero siento como si me hubiera concedido fuerzas -se acercó-. Verá, he venido a Bath en una misión. Sin embargo, Johnathon me intimida tanto que he fracasado. Oh, a menudo he intentado contarle mi noticia, pero cada vez que creo que voy a tener éxito, se me encoge el corazón -se llevó una mano a la garganta.
– Estoy convencida de que Ashdowne jamás la reprendería -dijo.
– Oh, no lo hace, pero pone esa expresión, como si no pudiera soportar la idea de verme -confió Anne.
– No, estoy segura de que no es verdad -protestó Georgiana.
– Oh, es usted demasiado amable, como sabía que lo sería. ¿puedo ser tan osada como para sincerarme con usted? -Georgiana asintió y Anne se acercó más todavía-. Verá, he llegado a conocer a un caballero -un suave rubor le tiñó las mejillas y bajó la vista-. Lo conocí durante mi aciaga visita a Londres, lo único bueno que salió de ese horrible viaje, se lo aseguro. Pero es maravillosos, ¡y me ha pedido que me case con él!
¡Qué tonta había sido de sentir celos! Sonrió con auténtico placer y apretó la mano enguantada de Anne.
– ¡Es una noticia maravillosa!
– Sí -convino la marquesa, sonrojándose otra vez-. No obstante, como ahora Johnathon es el cabeza de familia, considero que debo conseguir su permiso, y me temo que no lo apruebe, ya que el caballero en cuestión no es de rango similar.
Georgiana sintió un recelo momentáneo. ¿Es que Anne se había enamorado de alguien inapropiado, como le había sucedido a ella?
– Oh, es de nacimiento noble y está entregado a mí -manifestó, notando su preocupación-, pero mi querido William, Dios bendiga su alma, jamás lo habría aprobado, pues el señor Dawson se dedica al comercio. Al ser uno de los muchos hijos menores del vizconde de Salsbury, carecía de título y de esperanzas de alcanzarlo, por lo que se metió en la especulación y amasó una fortuna en la producción de herramientas agrícolas. La nobleza no diría que es lo más adecuado, pero se trata de un hombre amable y gentil y yo… yo… -calló con un nuevo rubor.
Georgiana alzó la vista y vio que Ashdowne se acercaba; sintió que ella también se sonrojaba, ya que no habían vuelto a hablar desde que le hizo esas cosas extraordinarias en la cama. Estaba convencida de que él se había marchado insatisfecho, algo que ayudó a que diera vueltas durante la noche, aunque no era algo que pudiera tratar en ese instante.
Con sombría determinación, se adelantó para interceptarlo.
– ¿No es maravilloso? -le sonrió-. ¡Anne va a casarse!
Ashdowne, que ya estaba sombrado por el saludo de Georgiana, dirigió la mirada a su cuñada, quien de inmediato bajó la vista a sus pies, como si temiera hablar.
– El señor Dawson es el hijo menor del vizconde de Salsbury -explicó-. ¡Y muy rico! -al oír eso Anne levantó la vista, sin duda con la sensibilidad ofendida por una exposición tan directa, pero Georgiana continuó sin rodeos-: Por supuesto, tú aprobaras entregarle a Anne, ¿verdad? -preguntó, pellizcándolo a través de la manga de la chaqueta.
– ¿Qué? ¡Oh, sí, desde luego! -convino él. Parecía receloso, cansado y desdichado.
Georgiana se preguntó si ese hombre al que había considerado impermeable a todo se sentía dolido. ¿Por ella?
– ¿Quieres decir que nos darás tu bendición? -preguntó Anne con expresión dulce y esperanzada.
– Claro que sí -respondió Ashdowne-. No pongo ninguna objeción a la unión.
Durante un momento Anne guardó silencio, luego se mordió el labio nerviosa.
– Se dedica al comercio -expuso sin ambages, de un modo que Georgiana solo pudo admirar.
– Estoy segura de que a Ashdowne no le importa, siendo él mismo hijo menor y teniéndose que ganar la vida… de la mejor manera que ha podido -intervino Georgiana-. A menos, desde luego, que a usted le moleste -añadió, mirando a Anne.
– No -repuso-. Verá, estoy muy orgullosa de él.
La suave pero firme afirmación de una mujer que reconocía su propia timidez sorprendió a Georgiana, como si Anne, de algún modo fuera más valerosa que ella. No solo creía en el hombre al que amaba, sino que lo defendía. De pronto los sentimientos que le inspiraba Ashdowne la invadieron, mezclándose con el testimonio de Anne.
Quizá había sido una remilgada santurrona al emitir un juicio sobre los actos de Ashdowne, cuando en lo más hondo de su ser sentía una renuente admiración por su inteligencia, habilidad e intrepidez. Se recordó que pocos hombres habrían logrado semejantes proezas.
– Y va a pagar mi deuda -murmuró Anne, sacando a Georgiana de sus pensamientos.
– En serio, Anne, no hay necesidad de… -comenzó él.
– No. La pérdida se debió a mi propia necedad, y no te haré responsable de ella. El querido señor Dawson dice que es lo menos que puede hacer, ya que mi visita a Londres me introdujo en su vida.