– Muy bien -Ashdowne miró a Georgiana de reojo.
Ella sospechó que quería hablar en privado. ¿Habría devuelto ya el collar? Si no, podría hacerlo sin siquiera perder el dinero.
– ¡Georgi! -la voz atronadora de su padre provocó que Georgiana hiciera una mueca-. ¡Lord Ashdowne! O le hemos visto desde el regreso de Georgie. Pensé que nos había abandonado -le guiñó un ojo de un modo que encendió en su hija el deseo de huir.
Por desgracia no había escapatoria, ya que detrás de él estaba su madre, seguida de sus hermanas, mientras Anne aguardaba que la presentaran.
Georgiana se preguntaba cómo podría empeorar la mañana cuando vio a Jeffries avanzar hacia ellos con expresión sombría. “¿Y ahora qué?”, se preguntó, mirando fijamente a Ashdowne. Sus ojos azules emitieron una advertencia antes de adoptar una expresión de noble indiferente y ecuánime. Por su bien, ella intentó mantener la calma. Sin embargo, sabía que él no era consciente de que le había dado su nombre como sospechoso al detective de Bow Street, y probablemente ese no era buen momento para revelárselo.
– Milord, señorita Bellewether, señoras -saludó Jeffries con una inclinación de cabeza, aunque con gesto demasiado lóbrego.
Ashdowne podía ser un delincuente, pero jamás iría ala horca. Jamás. Aunque el dolor de sus mentiras persistía, la explicación que le había dado el día anterior la había afectado, y por la noche… su cuerpo aún hormigueaba con el recuerdo de su contacto, de unas caricias que, incluso en su inocencia, percibía que habían sido algo más que una estratagema.
Él tenía razón; el pasado se había terminado, era hora de mirar al futuro. Y en ese momento Georgiana supo que sin importar lo que hubiera hecho, todavía lo amaba, y cada experiencia que lo había convertido en el hombre que era en ese momento contribuía a dicho amor.
– ¿Podría mantener unas palabras con usted en privado, milord? -le preguntó Jeffries a Ashdowne con tono ominoso.
– Como puede ver, en este momento estoy ocupado -replicó el marqués.
– Me temo que no puede esperar, milord -insistió el detective.
– Bien, entonces, diga lo que desee -indicó Ashdowne-. Estoy seguro de que no tengo secretos para mis acompañantes, en particular la adorable señorita Bellewether.
– Muy bien -Jeffries pareció infeliz-. Se han planteado algunas cuestiones, milord. Y, bueno, parece que debo preguntarle dónde estaba exactamente durante el robo.
Georgiana se mostró sorprendida. ¿Por qué el detective de Bow Street centraba de repente su atención en Ashdowne, cuando en el pasado lo había descartado? Las personas que los rodeaban se quedaron boquiabiertas y Georgiana miró horrorizada a Ashdowne, pero él no mostró alarma alguna, solo una dosis de diversión arrogante.
– De verdad, Jeffries, ¿es que no tiene nada mejor que hacer con su tiempo? -enarcó una ceja.
– Le pido disculpas, milord, pero se me ha hecho ver que usted fue uno de los pocos caballeros que asistió a la fiesta cuyo paradero no puedo justificar. De modo que si es tan amable de informarme de ello, me marcharé.
– Bien, si es necesario que lo sepa, me encontraba en el jardín disfrutando del aire nocturno -indicó Ashdowne con displicencia.
La expresión de Jeffries se endureció.
– ¿Hay alguien que pueda verificarlo, milord?
– Sí, desde luego -Ashdowne esbozó una leve sonrisa.
– ¿Y de quien se trata?
El marqués miró al detective con expresión ofendida.
– No puede esperar que se lo diga, Jeffries, pues de por medio hay una dama, y me considero un caballero, a pesar de nuestra visita al jardín.
Georgiana fue consciente de la risotada de su padre, seguida de las risitas nerviosas de sus hermanas, mientras a su lado Anne estaba con los ojos muy abiertos, pálida y perpleja. Era evidente que Ashdowne tenía la esperanza de olvidar la insinuación del detective de Bow Street, pero Jeffries no iba a ceder con tanta facilidad.
Y antes de que hubiera formado la idea en su mente, intervino:
– Todo esto es realmente innecesario, señor Jeffries -aseveró. Él la miró con expresión cansada que indicaba que no expusiera sus teorías, y por eso Georgiana no lo hizo. Respiró hondo y alzó el mentón-. Era yo quien estaba con su excelencia en el jardín. Puedo justificar su paradero durante ese tiempo en cuestión, ya que se hallaba conmigo.
Todos los ojos se clavaron en ella, y Georgiana oyó el jadeo horrorizado de su madre cuando la pobre se desmayó en brazos de su padre. Sus hermanas rieron entre dientes. Anne se puso blanca y Jeffries pareció solo un poco apaciguado. Sin duda se preguntaba por qué lo había mencionado como sospechoso.
“Bueno, que se lo pregunte”, pensó, ya que nadie podía cuestionar su afirmación, salvo Ashdowne, y él… lo miró temerosa por un momento de que pudiera hacerlo, pero al encontrarse con sus ojos todos los temores la abandonaron. La observaba con asombro, y algo más que inflamó el corazón de Georgiana.
– No le considero un caballero por haber obligado a hablar a mi novia, pero espero que haya quedado satisfecho -dijo Ashdowne.
– Sí, desde luego, milord -musitó el investigador-. Mis disculpas, y felicidades -añadió con una sonrisa.
– Gracias. Bueno, veo que mi secreto ya no está a salvo -contempló a Georgiana con ternura. Le tomó la mano enguantada y luego giró la vista hacia sus padres. La angustiada madre de ella, abanicada por sus hijas, aún era sostenida por un desconcertado padre-. Me temo que la situación nos ha obligado a revelar nuestros planes antes de lo que queríamos, y me disculpo por no haber hablado con usted de la cuestión, señor Bellewether, pero aceptaré sus mejores deseos para mi inminente boda -levantó la mano de Georgiana y dio media vuelta, alzando la voz por encima de los murmullos de la multitud-. La señorita Bellewether y yo nos vamos a casar.
Su madre, que acababa de ser revivida por Eustacia y Araminta, volvió a desmayarse, mientras sus hermanas quedaban boquiabiertas y Anne sonreía con expresión beatífica. Por su parte, Georgiana, muda por el anuncio, miró con gesto estúpido mientras recibía congratulaciones de la gente que la rodeaba.
Diecisiete
Entre el torbellino de buenos deseos, Georgiana permaneció aturdida. Su primera reacción a la asombrosa declaración de Ashdowne había sido la sorpresa, seguida de inmediato por una euforia tan intensa que pensó que las rodillas le iban a ceder, por lo que agradeció el apoyo de su brazo.
Pero a medida que recuperaba el raciocinio, se dio cuenta de que la súbita proposición había sido forzada, no por un intenso afecto hacia ella, sino como un medio para salvar su reputación. Georgiana lo había exonerado, y un agradecido Ashdowne había buscado remediar el daño que para sí misma había provocado con su acto.
Pero su intención no había sido que le pagara el favor. Lo había hecho por amor a él, y debido a dicho amor anhelaba su felicidad, no un matrimonio de sacrificio con la hija de un terrateniente de provincias. Intentó concentrarse en los hechos. Por desgracia, el más llamativo era que no sería una marquesa adecuada.
Y así, a pesar de que deseaba casarse con Ashdowne más que nada en el mundo, se juró que solo aceptaría si la amaba. Si no, a finales de verano aduciría que se habían peleado y regresaría con su familia a su casa de campo, dejando detrás de ella todos los recuerdos de Bath. Aunque la idea la desgarraba, sabía que era lo correcto.
Debía hablar con Ashdowne en privado.
Pero transcurrió una hora hasta que pudieron llegar a las puertas. Allí Georgiana tiró de la manga de él, decidida a escapar de su familia y de todo el mundo.
Aunque la habilidad de Ashdowne les garantizó la huída, una vez fuera Georgiana siguió caminando hasta un lugar aislado bajo un gran roble. Entonces se volvió hacia él y expresó sus pensamientos sin preámbulo.