Reconoció la fina mano de Savonierre en el asunto, pero, ¿qué había planeado? ¿Intentaría demostrar que no había estado con Ashdowne durante el robo? Se dijo que no podía. Envió al joven mensajero con su aceptación, ya que no podía rehusar una fiesta en su honor. Tampoco Ashdowne.
Savonierre los tenía atrapados. Ashdowne no podría devolver el collar hasta la noche, y la oportunidad que se le habría podido presentar quedaba estropeada con la presencia de tantos invitados y de su atento enemigo. ¿Y si lo sorprendían en el acto? Anheló desesperadamente hablar con él, pero no había tiempo, ya que tenía que vestirse para la gala.
Durante el trayecto en coche, con el incesante parloteo de sus hermanas, su mente dio vueltas en círculos. Nada la conducía a soluciones sencillas, y al entrar en el lujoso hogar de lady Culpepper lo hizo con un nudo gélido en el estómago.
La sorprendió el recibimiento cálido que le ofreció la anfitriona, al igual que los saludos de los otros invitados. Aunque elevada de desconocida provinciana a futura marquesa, casi todas las atenciones la irritaron.
A la única persona a la que le interesaba ver era a Ashdowne, pero llegó tarde, obligándola a soportar varias bromas sobre su posible marcha atrás. Su madre, que siempre había considerado la compañía del marqués con cautela, fruncía el ceño preocupada hasta que Georgiana le palmeó la mano con afecto.
– Vendrá -musitó con sonrisa de ánimo. Jamás se le había pasado por la cabeza que la dejara en la estacada, y de pronto comprendió que nunca la abandonaría. Sin importar lo que hubiera pasado antes, creía en Ashdowne y estaba orgullosa de él por toda la inteligencia y la habilidad que lo habían convertido en el hombre que era.
Savonierre sugería con ironía que enviaran a alguien a buscarlo cuando Ashdowne se presentó tan elegante e indiferente como siempre. Explicó que al coche se le había averiado una rueda y que se vio obligado a caminar; Georgiana supo que lo encontrarían no muy lejos, con Finn reparándolo… fuera o no necesario.
Se peguntó dónde había estado de verdad, aunque no tuvo oportunidad de hablar con él, ya que se vieron rodeados, soportando una interminable serie de brindis hasta que lady Culpepper anunció con voz imperiosa que la cena estaba servida.
El momento en que el grupo volvió a los salones fue el momento elegido por Savonierre para entrar en acción. Con una copa de champán en la mano, se les acercó con expresión malévola. Georgiana se sintió más alarmada al ver que detrás de él iba el señor Jeffries, con aspecto bastante incómodo.
– Señorita Bellewether, ¿he de suponer que el compromiso pone fin a su investigación? -preguntó Savonierre.
– Desde luego que no -repuso en una patética imitación de su voz habitual.
– ¿De verdad? -insistió con una sonrisa sarcástica-. De algún modo, me cuesta creer eso -murmuró-. ¿Y a usted, Jeffries?
– No lo puedo saber, señor -indicó el detective.
– Bueno, yo estoy de acuerdo con usted -intervino Ashdowne, sorprendiéndola-. Después de todo, la dama va a casarse y ya no va a tener tiempo de semejantes tonterías.
Georgiana se encrespó, aunque sospechaba que había un motivo oculto para sus palabras. Por desgracia, varios caballeros mayores que había cerca coincidieron con él en lo referente al lugar que ocupaba una mujer. Justo cuando ella iba a estallar de indignación, él enarcó una ceja.
– Oh, no estoy en contra de la investigación, sino de esta pequeña cuestión -continuó Ashdowne-. ¿un robo como este en Bath? ¿Delincuentes trepando por las fachadas de los edificios? -bufó con incredulidad, dando a entender que toda la situación le parecía ridícula.
– ¿Y qué es lo que cree que le sucedió a las esmeraldas, Ashdowne? -quiso saber Savonierre.
Él se encogió de hombros, como carente de interés.
– Ya sabe como son las mujeres. Sospecho que ha sido mucho ruido para nada y que la dama olvidó dónde guardó el collar.
– Me temo que tendrá que ofrecer algo mejor, Ashdowne -rió sin humor-, ya que el detective ha inspeccionado la habitación varias veces en busca de alguna pista. ¿No es verdad, Jeffries? -comentó por encima del hombro, y el detective de Bow Street asintió con expresión lóbrega.
– Puede que en busca de pistas de un delito terrible -musitó el marqués con indiferencia-, pero ¿en busca del propio collar? Quizá se enredó en la ropa de la cama o cayó debajo de algún mueble -sugirió.
– Lo habría visto, milord -afirmó Jeffries acercándose.
– Bueno, entonces tal vez lady Culpepper lo dejó en algún cajón en un momento en que tenía prisa. ¿Y si lo guardó en otro joyero? No sugiero mala intención de su parte, desde luego, sino una simple cuestión de distracción. Las damas tienen tantas joyas que ni siquiera sé cómo pueden recordarlas todas.
Jeffries, que parecía un perro al que han tirado un hueso, de inmediato se volvió hacia lady Culpepper.
– ¿Dispone de algún otro sitio donde suele guardar sus joyas, milady? -inquirió.
– Claro que sí, pero… -comenzó para ser cortada por la voz ansiosa de Jeffries.
– Por favor, muéstremelo -pidió.
– ¡Bajo ningún concepto! ¡Esto es indignante! -protestó, mirando al detective con desdén.
– ¿Hay algún motivo por el que se niegue a satisfacer una petición tan razonable? -preguntó Georgiana, ganándose una mirada iracunda de la dama mayor.
– ¡Usted! -exclamó, lista para lanzarse a una diatriba, Pero entonces calló, ya que no podía atacar a Georgiana cuando había celebrado esa reunión para celebrar su compromiso. Sonrió con expresión seca, asintió y se volvió hacia Jeffries-. Usted puede acompañarme, y sea rápido, ya que no tengo intención de perder la velada en mi dormitorio con la casa llena de invitados.
No tuvieron que esperar mucho. Georgiana creyó oír un grito apagado, y luego Jeffries bajó a toda velocidad por las escaleras con el collar en la mano, seguido de lady Culpepper. No parecía en absoluto complacida de haber recuperado su joya favorita. Lucía una expresión sombría y miraba a Savonierre con agitación. Sin prestarle atención, este se acercó para examinar la joya.
Cuando con un murmullo ronco afirmó que eran auténticas, la gente se adelantó ansiosa por echarles un vistazo a las famosas esmeraldas. Georgiana de pronto sintió las piernas temblorosas por la fuerza del alivio que la invadió.
Al apoyarse en él, se dio cuenta de que mientras todos aguardaban su llegada Ashdowne había logrado devolver el collar a otro joyero, lo que significaba que no podían considerarlo culpable de ese robo.
Estaba a salvo; le tomó el brazo y con los dedos apretó los músculos sólidos para convencerse de ello. Pero al mirar a Savonierre, se preguntó si el júbilo que experimentaba no era prematuro, ya que vio que el poderoso noble no había terminado con ellos. Cuando se les acercó, tuvo que obligarse a quedarse en su sitio en vez de retroceder.
– ¿Puedo tener unas palabras con ustedes dos? -preguntó, indicando el salón donde una vez había interrogado a Georgiana.
– Desde luego -aceptó Ashdowne con su cortesía natural.
Ella no se sentía tan tranquila, pero se pegó a su lado mientras Savonierre los conducía a la estancia débilmente iluminada. Una vez sentados, su anfitrión cerró la puerta a su espalda y se dirigió al centro de la habitación, desde donde inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
– Touché, señorita Bellewether, Ashdowne. En este caso debo reconocer mi derrota -con un gesto de la mano descartó la expresión de desconcierto del marqués-. No. Dejen que me explique. En una ocasión mantuve una relación con una dama de la nobleza, a quien, en señal de mi aprecio, le regalé un collar de diamantes de algún valor. Aunque mi interés en la dama no duró, pueden imaginarse mi irritación cuando la joya que le obsequié fue robada por un famoso ladrón de la época al que los periódicos apodaron El Gato.