El susurro ronco de su voz hizo que el cuerpo de Ashdowne cobrara vida.
– ¿Cuándo se van a marchar nuestros invitados? -gimió con una ceja enarcada.
La tarde fue el momento que eligieron los parientes de Georgiana para despedirse. Y así, bajo la nebulosa luz del sol dorado de Bath, Ashdowne condujo a su marquesa al llamativo dormitorio de Camden Place y comenzó a quitarle el elegante vestido de boda, tal como había anhelado hacer todo el día.
No la tocaba desde semanas antes de la ceremonia, ya que no había confiado en sí mismo, y en ese instante agradeció la espera, ya que una nueva intensidad impregnaba cada movimiento.
– Te amo, Georgiana -murmuró al inclinar la cabeza para besarle el hombro. Era mucho más suave que la seda del vestido que dejó que cayera al suelo, mientras exploraba cada centímetro pálido de sus brazos y cuello antes de centrar su atención en las curvas visibles por encima de la camisola blanca que llevaba debajo-. Amo tu cuerpo, tu mente y tu corazón -murmuró mientras le cubría los pechos con las palmas de las manos.
Ella gimió mientras la acariciaba con movimientos circulares que poco a poco se estrecharon hasta llegar a las cumbres duras. Pero a pesar de lo delicioso que era ese juego, Ashdowne anhelaba probar sus pezones, libres y sin estorbos, por lo que bajó despacio la prenda interior al tiempo que le acariciaba despacio la parte posterior de los muslos, las nalgas, los hombros. Cuando se lo quitó la tuvo ante sí con medias y zapatos, el cuerpo iluminado por el último destello de luz dorada que penetraba por los altos ventanales.
– Eres tan hermosa -susurró. Cuando ella aceptó el cumplido con una mueca, rió y le señaló el corazón-. Aquí y aquí también -añadió tocándole la frente.
– Gracias. Tú también -el modo en que le recorrió el cuerpo con la mirada hizo que Ashdowne deseara arrancarse la ropa con un frenesí inflamado.
Pero no hubo necesidad. Georgiana dio un paso adelante y le desprendió la chaqueta con una osadía que no le sorprendió.
Luego le desabotonó el chaleco y la camisa, mientras las pequeñas manos exploraban su torso de un modo que lo impulsó a echar la cabeza atrás en éxtasis. Su inocente esposa no se detuvo ahí, sino que deslizó las manos por sus caderas hasta llegar a la entrepierna. La sensación de su contacto, incluso a través de la ropa, fue demasiado, y durante un momento pensó que se liberaría vestido.
– No, Georgiana, cariño. Aún no -susurró con voz ronca, apartándole la mano.
Pero ella era persistente y volvió a afanarse con los botones y a bajarle los pantalones hasta los tobillos. En vez de quitárselos del todo, pareció distraída por las piernas de él, ya que Ashdowne sintió que sus dedos subían, lo que le provocó un gemido.
De pronto Georgiana se detuvo, y cuando él bajó la vista la vio arrodillada con la cara a unos centímetros de su erección. Contuvo el aliento y le lanzó una advertencia con la mirada, pero ella no le prestó atención, ya que se adelantó y plantó un beso en la punta.
¿Dónde había aprendido algo así la inocente Georgiana? Tembló con tanta fuerza que tropezó con la cama y cayó sentado sobre su blanda superficie.
– Igual que en el libro -musitó ella, como adivinando lo que pensaba.
Ashdowne tuvo un recuerdo fugaz de los dibujos eróticos que habían visto en los baños antes de que ella trepara sobre su regazo y todos los pensamientos abandonaran su cabeza. Con vehemencia terminó de quitarse los pantalones y las botas.
Consciente de la necesidad de ir despacio, intentó contener su propia urgencia, pero llevaba demasiado tiempo frenando su pasión y tenía a Georgiana a horcajadas. La acercó con el miembro palpitando con insistencia bajo ella y cuando tocó su calor húmedo, soltó un gemido áspero.
– Georgiana… -quiso advertirle, pero ella no dejaba de frotarse contra él.
La aferró con suavidad por las caderas, la hizo bajar y se elevó hacia su fuego lubricado. La oyó soltar un grito suave y luego se sintió en casa, tan excitado en su interior que tembló con la necesidad de verter su simiente. Se quedó dolorosamente quieto mientras le acariciaba la espalda y enterraba la cara en su pelo hasta que sintió que ella alzaba la cara.
– Está bien. Quiero darte placer -susurró.
Cuando la boca de Georgiana se encontró con la suya, abierta y generosa, la cautela abandonó a Ashdowne. La sujetó con fuerza y elevó las caderas, al principio despacio y luego con un ritmo frenético que lo obligó a gruñir y gemir con el cuerpo bañado en sudor y la mente concentrada en la ardiente presión de necesidad que lo impulsó a seguir hasta que estalló con un grito ronco. Los temblores violentos se mitigaron poco a poco y al final cayó de espaldas sobre la cama, con Georgiana aún entre los brazos, dándose cuenta de lo que acababa de hacer.
– Se suponía que no iba a ser así -comentó. Había planeado una iniciación romántica y tierna para su virgen esposa, pero en algún momento ella lo había distraído. Frunció el ceño y abrió los ojos.
– ¿Por qué no? -preguntó ella-. Era tu turno.
– ¿Mi turno? -repitió Ashdowne.
– La última vez, en mi dormitorio, sé que te fuiste sin… -se ruborizó.
– Oh, Georgiana, cariño, eso no significa que tu primera experiencia deba ser así. Debí tomarme mi tiempo -apoyó la mano en su mejilla.
Ella se encogió de hombros y la acción movió sus pechos contra el toroso de Ashdowne, que volvió a contener el aliento.
– Pero tenemos todo el tiempo del mundo para hacer lo que deseemos, incluso las cosas que aparecían en el libro -susurró con una sonrisa que era al mismo tiempo tímida y provocadora.
¡Ese libro! Ashdowne se preguntó si sería su muerte, y el cuerpo se le endureció con una respuesta entusiasmada. Colocó a Georgiana debajo de él y sonrió ante su silueta exuberante. Estaban unidos para siempre. Ella tenía razón, ya que ese solo era el principio. Bajó la boca a su pecho, decidido a descubrir todos sus secretos. No tardó en compensar la falta anterior al encontrar todos los puntos de placer que más le gustaban a ella, junto con un movimiento determinado que le provocó nuevos gritos extasiados.
Cuando al fin se arrebujaron abrazados, demasiado extenuados para moverse, la luna brillaba sobre la cama desarreglada.
– Como dije en una ocasión, Ashdowne, eres un hombre de muchos talentos.
Pasaron los días siguientes en el dormitorio. Cuando Georgiana pudo sacarlo a rastras de la casa para que las doncellas limpiaran y ellos tomaran el aire, se dedicaron a caminar por las calles familiares de Bath y Ashdowne se preguntó si no deberían regresar el verano siguiente. Georgiana interrumpió sus pensamientos al detenerse y tirar de la manga.
– Mira eso -susurró en un tono que él no había oído en cierto tiempo.
– ¿Qué? -escudriñó la zona sin ver nada fuera de lo corriente, aunque no poseía la sensibilidad especial de Georgiana.
– Allí. ¿No ves nada sospechoso en ese hombre con la chaqueta azul? -sin aguardar su respuesta, continuó sin aliento-. ¡Parece que sigue a esa mujer!
– ¿En serio? -sonrió encantado.
– ¡Mira! Ahí va, justo detrás de ella. ¿Crees que deberíamos seguirlo?
Contempló a su esposa y cedió a la siguiente aventura, sabiendo que era la primera de muchas. Se encogió de hombros con abandono.
– ¿Por qué no?
Fin