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– Hay cosas mucho peores que perder las propiedades -declaró Þóra, que no pudo contenerse y añadió-: Por ejemplo, perder la vida.

Bertha la miró entonces por primera vez.

– Ni Eiríkur ni Birna merecían vivir. No eran buenas personas. Ella le pidió un montón de dinero al viejo, y Eiríkur intentó chantajearme a mí. Me llamó y dijo que me había visto salir de la sesión espiritista. Iba a decírselo a mi madre y a exigirle que le pagara por su silencio. Pensaba que éramos millonarias, por todas las tierras que tenemos en la región. Le dije que viniera a verme aquí, a las caballerizas, y luego… ya lo sabes.

– Sí, por desgracia -afirmó Þóra. No entendía cómo aquella chica podía tener un comportamiento tan normal y tan natural, cuando era evidente que había perdido todo contacto con la realidad-. Leí la autopsia de Birna, y allí decía que la golpearon repetidamente con una piedra en la cara. ¿Esperabas que así no pudieran identificarla? -preguntó.

– No -contestó Bertha sin vacilar-. Mi intención era darle un golpe en la nuca, pero se giró justo en ese momento y la piedra le dio en la cara. Supongo que me oyó cuando me acerqué. Pensaba hacer creer que se había golpeado la cabeza contra una roca en la playa mientras la estaban violando, pero aquello me arruinó el plan. Todo tenía que salir perfecto, elegí el día, aprovechando la sesión, y procuré que la gente me viese allí. Me senté en la última fila y salí sin que nadie se diera cuenta cuando el médium había atraído toda la atención sobre él, y usé el kayak para hacerlo todo en el menor tiempo posible. Sóldís me había hablado de la embarcación, y también de que su dueño se iría dentro de poco. Por eso tuve que darme prisa. -Bertha apretó los dientes-. Sóldís habla mucho. La oí hablar de las pastillas de Jónas, y que de vez en cuando se dejaba el móvil por allí. También me dijo lo que vendía la sexóloga y otras cosas que me vinieron muy bien. -Bertha suspiró y sus ojos se humedecieron-. Todo tenía que salir a la perfección, pero acabó yéndose a la mierda. Birna no murió instantáneamente, y tuve que golpearla una y otra vez. -Bertha bajó la vista al suelo-. Cuando vinieron las gaviotas creí que iba a vomitar.

El estómago de Þóra también dio un vuelco, pero se contuvo y siguió preguntando. Era evidente que no volvería a presentársele una oportunidad semejante.

– ¿Por qué les clavaste alfileres en las plantas de los pies?

– Quería evitar que regresaran como fantasmas. Volviendo no le hacen ningún favor a nadie, ni a los muertos ni a los vivos -explicó Bertha, que parecía incapaz de mantenerse en pie.

– ¿Estás bien? -preguntó Þóra, preocupada-. ¿Qué estabas haciendo realmente ahí dentro? -Lo único que se le ocurría era que había tomado o bebido algo que le había causado aquel efecto. Se dio cuenta entonces de que el motivo debía de ser que su vida se estaba desmoronando.

– Vine a dejar las pastillas aquí -respondió Bertha con una voz sorda-. Esperaba que eso hiciera recaer las sospechas sobre Bergur y Rósa, si acababan soltando a Jónas. Empecé a preocuparme cuando la policía descubrió que el mensaje de móvil lo había enviado otra persona. -Suspiró y miró a Þóra a los ojos-. Fui yo la que utilizó el teléfono. Llegue a esa conclusión después de pensar en la mejor manera de hacerlo. Así resultaría todo más fácil. Había que detener a Birna. No me escuchó cuando le dije que este lugar no era bueno para construir el edificio. Si me hubiera hecho caso, no habría habido ningún problema. -Bertha vaciló-. Pero yo lo hice para salvar a Steini -añadió, y Þóra no supo con seguridad si estaba intentando justificarse ante ella o si quería calmar su propia conciencia-. Era lo mínimo que podía hacer. Lo que le pasó fue culpa mía, porque yo le llamé por teléfono y le pedí que fuera a recogerme la tarde del accidente. No puede vivir en Reikiavik. Ahora se siente aún peor, porque cree que él es el causante de que yo haya hecho todo esto, y siempre está pidiéndome que le perdone. Pero yo decidí por mi cuenta arreglar este asunto, así que no hay nada que perdonar. Lo hice por él. -Se derrumbó.

– Vamos, vamos -dijo Þóra con calma, apresurándose a ayudar a la chica a ponerse de nuevo en pie-. Vamos.

Se pusieron en camino hacia la granja. Þóra sosteniendo a Bertha por el brazo para evitar que volviera a caerse. El llanto empezó de nuevo pero desapareció poco después. La abogada estaba perdiendo ya la calma cuando llegaron a las escaleras. La muchacha temblaba como un flan. Þóra miró hacia atrás en el momento en que tocaba el timbre, con la esperanza de que no tardasen en abrir. Por fin, Rósa apareció en el umbral. No dijo nada, se quedó mirando fijamente algo detrás de ellas. Þóra se volvió, casi segura de ver un expósito arrastrándose escaleras arriba sobre uno de sus bracitos.

– ¡Gulli!-exclamó Rósa-. Estás aquí, gatito malo. ¿Dónde te habías metido? -El llanto cesó en el momento en que ella pronunció su nombre-. ¡Mi gatito! -dijo luego en un cariñoso falsete-. Ven aquí, bicho malo. -El gato macho de color amarillento maulló contento mientras subía por las escaleras como un buen chico.

DOMINGO 18 de junio de 2006

Capítulo 35

El refresco del minibar era caro, pero para Þóra valía cada corona de su precio. Dejó la lata y se envolvió mejor en el grueso albornoz blanco. Se acercó a la ventana de su habitación del hotel, descorrió las cortinas y miró hacia la plaza de Austurvöllur. Había poca gente en la calle, y las pocas personas que deambulaban por allí parecían en su mayor parte rezagadas de la noche anterior. Þóra sonrió para sí. Soltó la cortina y volvió a la cama, donde Matthew dormía. No podía creer que ahora que había encontrado a alguien que no era divorciado ni borracho, ni un sabihondo ni un hincha de los deportes, se tratara de un extranjero que seguramente nunca se iría a vivir a Islandia.

Pero a lo mejor aquél era precisamente el motivo de que le gustara tanto aquel hombre.

Se oyó la amortiguada llamada de su móvil, en algún lugar de la habitación. Tuvo que prestar mucha atención para saber de dónde llegaba el sonido. Finalmente encontró el teléfono en su bolso, que estaba colgado del respaldo de una silla, junto a los pies de la cama. Se apresuró a responder.

– Diga -respondió en voz baja mientras se dirigía hacia el cuarto de baño, donde se encerró para no despertar a Matthew.

– Mamá -gritó Gylfi-. Sigga se está muriendo.

Þóra cerró los ojos y se puso la mano sobre la frente. Había dejado a Gylfi y Sigga solos en casa con Sóley para que Matthew consiguiera pasar tranquilamente su última noche en el país. Su hijo y su novia habían sido capaces de encargar un bebé, de modo que bien podrían cuidar de una niña de seis años por una sola noche. Además, Sigga no parecía en absoluto a punto de ponerse de parto.

– Mira, Gylfi -dijo Þóra-. No se está muriendo. Simplemente va a tener el niño. -Los gemidos de Sigga llegaban a través del teléfono-. ¿Lo está pasando muy mal?

– Se está muriendo, mamá -replicó Gylfi-. De verdad. Escucha. -Los gritos aumentaron, pero de pronto cesaron-. Viene y va -añadió.

– Ha empezado el parto, cariño -dijo Þóra con calma, aunque por dentro estaba de todo menos tranquila-. Voy para allá. Vístete y viste a tu hermana, y si Sigga puede vestirse, mejor, y si no, que vaya como esté. -Þóra abrió la puerta del baño y entró en la habitación-. ¿Ha llamado Sigga a su madre? ¿Está ya de camino? -preguntó mientras recogía sus ropas.

– No -respondió Gylfi-. Sigga quiere que llame yo, pero ni hablar. Esa tía es un rollo.

Þóra no podía contradecir a su hijo, pero le animó a llamar, pese a todo; seguramente los padres de Sigga querrían estar al lado de su hija. Añadió que si se empeñaba en no avisarles, aquello sería la guinda de la tarta en las difíciles relaciones de Gylfi con sus suegros.